martes, 20 de diciembre de 2016

Una Navidad Turbia

Iba a hacer un cuento sobre la Navidad, o algo así. Algo sobre un cuarto rey mago, por ejemplo, uno desconocido, no tan famoso como el resto. ¿Por qué? Quizás porque… porque no trajese regalos. Tal vez ese inédito personaje fuera el encargado de las cosas que nos dicen son más importantes: el afecto, el reencuentro de la familia, el amor, la solidaridad… sobre todo eso. La solidaridad. Al principio no le conocería nadie, ese sería el planteamiento inicial. La gente de hoy pasa de esas cosas, prefieren lo material. Después… después se haría conocer. Tal vez los otros reyes magos se negaran a entregar sus regalos y él fuese el único disponible. Al final, la gente vería que era el más importante, el que siempre estaba ahí pero nunca se le daba mérito. No sé, algo así. Podría hacerlo. Se me da razonablemente bien escribir para estar en la situación en la que estoy… pero hoy no me da la gana. Hoy la niebla es densa, la humedad se interna en mis enfermos huesos y me causa dolor. Hoy no es un día para putas historias bonitas. La gente no las merece…
- Por favor, ruego disculpen las molestias que les pueda ocasionar. Soy padre de familia, tengo dos hijos, de 1 y 3 años. El pequeño está enfermo. Actualmente, no tengo trabajo ni estoy cobrando el paro. Si alguien pudiese ayudarme con lo que fuera, le estaría muy agradecido. Tengo paquetes de clínex para vender, 1 euro dos paquetes o la voluntad. Muchísimas gracias… ¿1 euro dos paquetes o la voluntad? ¿1 euro dos paquetes o la voluntad? ¿1 euro…?
  Paseo por el vagón del metro ofreciéndome, vendiendo mi dignidad. Y duele. La gente no sabe cómo me duele dar un paso con estas putas piernas. La dignidad ya no. Esa ya ni la noto.
  El sonido del tren es como una tabla deslizándose, las curvas me hacen perder el equilibrio. La mayoría no me mira. Saben que estoy, que les hablo a ellos, me oyen… pero mantienen su vista baja. Como si así pusieran un escudo, como si les diera vergüenza…o, quizás, porque mirarme sea asomarse al abismo de sus peores miedos: convertirse en alguien como yo. Tener la cara picada, ir sucio y desarreglado, oler mal… Pero yo a ellos sí que les miro. Tal vez para incomodarles, tal vez para quedarme con sus caras. Esto último nunca lo he conseguido. Veo muchas caras al día, y todas son lo mismo. Rostros ensimismados, agrios y autoprotectores. De vez en cuando, alguno alza la vista y nuestros ojos se encuentran. Un mudo “no” y apartan la mirada rápidamente. Me gusta tener ese poder. Es mi consuelo.
  No dejo de pensar que yo podría ser como estas personas, haber seguido el camino de todos, haber estudiado, encontrado un trabajo, vivido de eso… pero soy hijo de las drogas, el alcohol y, sobre todo, la indecisión. Nada me gusta, nada me llama la atención. “Prefiero morir a vivir haciendo lo que no me gusta”, decía a mi familia. ¿Me arrepiento? Nunca lo hago. Arrepentirse no sirve. Mis padres murieron hace tiempo, no tengo a nadie. Las pivas a las que me he tirado sin pagar hace tiempo que no querrían acercarse a alguien como yo. No las culpo. Pero no me arrepiento.
  La gente me hace el mismo caso que siempre. Cero dinero llevo. Soy un hombre grande, fuerte, podría estar en una obra cargando ladrillos. Y tampoco soy buena persona. He robado, he agredido. He insultado y mentido. De hecho, como no tenga nada que comer, tal vez tenga que partir algunas bocas. No creo en Dios. Y parecen notarlo.
  Un pijo con la raya al medio pasa por mi lado y me roza el hombro. Si le veo de noche, ¡le reviento! Y entonces, unas pequeñas piernecitas se acercan a mí.
- Toma- dice una niña tímidamente.
  Es una niña, pero es rara. No tiene cejas y lleva la cabeza envuelta en un pañuelo morado. Está enferma de algo, creo. No lo sé. No me importa.
  Le tiendo la mano y me da un papel. Es simple y está dibujado con trazos irregulares, pero es una estrella amarilla. Además, suelta una moneda. 20 céntimos. Una basura. Le miro a los ojos sin ninguna expresión.
- Gracias.
  A lo mejor lo he dicho muy secamente. A lo mejor es porque no le he deseado “feliz Navidad”. No me gusta usar eso. La Navidad es una mierda. Hace frío y no motiva a nadie. Cuando oyen “Navidad”, la gente no piensa en solidaridad o hermanamiento. Piensa en regalos, gasto. Y son más tacaños. Como sea, la sonrisa de la niña desaparece y se va andando rápido hacia un señor con gabardina y aspecto desaliñado que la espera en un asiento, mirándome seriamente. El padre. Probablemente le haya dicho que me dé el dinero como entretenimiento, como si fuera un animal de zoológico al que tirar cacahuetes. A lo mejor lo ha sacado de su hucha y me da lo poco que tiene. Poco importa. Esa cantidad es una mierda, calderilla que pesa más que ayuda. Meto el dibujo en un bolsillo y la moneda en otro. Y sigo.

Nunca creí en Dios. Quizás de pequeño, con el fervor vacuo que inculcan unos padres que han mamado de la iglesia, pero desde que tengo la razón, la relevancia de eso es para mí la misma que la de un huracán en China: ninguna. A lo mejor por eso Dios no me quiere.
  El día de hoy ha sido una mierda. 3 euros, lo justo para un bocata. Ni para el peor vodka. Tendré que registrar las zonas de botellón otra vez. Va a hacer frío. Frío de cojones. Las calles de Madrid son tan frías en diciembre… y el suelo está resbaladizo, empapado. Puta niebla.
  Paseando por Plaza España, veo unas luces, un cartelito de abierto. Es un chino. Algunos son… útiles. Algunos prefieren darte algo antes de que se la líes. Otros guardan navajas. Pero hay que arriesgarse.
  Cuando entro en un sitio, el ambiente siempre es hostil. Los humanos tenemos ese mecanismo de defensa llamado “prejuicio”. Estamos solos y el tío no es tonto. Me mira con el ceño fruncido, detrás de esos ojos rasgados y severos, con todos sus sentidos puestos mí. Es bajito, más que yo. Eso es bueno.
- ¿Tiene algo que le sobre?- pregunto.
  El chino niega. Igual ni me ha entendido del todo. Pero niega, por si acaso.
  Reviso el local con la mirada. Es sucio y pequeño. Las botellas de alcohol están alineadas a su espalda. En el mostrador tiene chucherías… y algo más.
- ¿Me puedo llevar uno de esos?- le digo, señalando un “Rasca y Gana de Navidad”.
  El chino me mira un segundo. Niega otra vez. No me entiende.
- ¡DIGO!- Toca empezar a alzar la voz-. QUE SI ME DA UNO, AMIGO.
  El chino vuelve a mirarme con esos ojos nada amistosos.
- Tle eulo.
  Joder, por fin lo ha cogido.
- NO TENGO NADA. YO…
  Me reviso el bolsillo de manera visible. Noto algo frío y duro, lo saco. Son 20 céntimos, quizás los de esa niña. Los había olvidado.
- SÓLO ESTO.
  El hombre vuelve a mirarme. Su rostro se está poniendo tenso por momentos.
- Tle eulo.
- Joder, ya lo sé…
- Vete, pol favo.
  Ya me ha tocado los huevos. Un chino de mierda me dice que me vaya…
  Agarro la moneda fuertemente, hasta que me arde dentro del puño. Y se la tiro a la cara.
  El hombre se lleva la mano al ojo donde le he acertado. Entonces, le doy un puñetazo. La sangre empieza a caer justo cuando el cartílago de su nariz resbala entre mis nudillos.
- ¡Ah…!- grita, con voz nasal.
  Agarro un rasca y salgo corriendo. Aun no es lo bastante de noche, alguien podría estar cerca. Hay transeúntes y coches. Es mejor no ser avaricioso. Además, sólo ha sido un capricho. Mientras el chino grita, yo me alejo por las calles oscuras sin oposición. La gente se aparta. Es Navidad. Nadie quiere ser un héroe en Navidad.
  Me escondo detrás de unos contenedores en la cuesta de San Vicente. Hay más gente como yo. Miradas sucias, tristes y desvalidas se me clavan encima. A algunos les conozco. A otros no, pero sé que son escoria. Como yo. Iguales a mí. Y, por fortuna, no les importo.
  Poco a poco me relajo, mientras noto cómo mi corazón, que iba a mil, se sosiega. Quizás el chino haya llamado a la policía. Les deseo suerte a los agentes tratando de entenderse. Y ya si lo consiguen, a ver cómo me distinguen entre todos estos diablos.
- ¡Eh! ¡Grunt!- oigo que me gritan. Es un viejo desdentado, con una barba que debería ser blanca, pero tan sucia que ha adquirido un tono amarillo repugnante-. Ven aquí.
  El viejo me hace aspavientos con la mano. Le llaman Pet, de mascota, pero nadie sabe su nombre. Hace tiempo que perdió la cabeza, pero es un tío que comparte el alcohol, y sólo a cambio de hacer que escucho sus desvaríos de viejo loco y aguantar la peste de sus labios podridos por el tabaco. Y eso está bien para mí.
- Ahora, Pet.
  Busco en mis bolsillos. Con el frenesí del momento, había olvidado el frío que hacía. El vaho se acumula a mi alrededor como si la propia alma tratase de escapar de mi cuerpo. ¿Dónde habré metido el rasca? Lo primero que encuentro es una hoja arrugada. La abro. Es el dibujo de la niña del metro, la estrella mal hecha. La tiro al suelo. Sigo buscando, hasta dar con él. Está manoseado, pero no roto. Lo abro. “Gana hasta 500.000 euros”, leo, con letras doradas. Dejo escapar una risa turbia. Así de simple. Si algo he aprendido, es que las cosas que son tan fáciles son mentira. Rasco la primera casilla con la uña de mi dedo índice. Está tan sucia que un poco más de roña apenas se nota. Lanzo otra risotada seca.
- Qué coincidencia…
  El primero es una estrella amarilla. Miro la leyenda. Con tres, el primer premio. Los 500.000. Sin entusiasmo, rasco la segunda casilla. Por un instante, mi corazón vuelve a acelerarse. Otra estrella.
  Demasiados pensamientos. Tengo que ordenarlos. Por un instante, muchas cosas pasan a la vez. Una casa. Calefacción. Un coche. Putas. Comida caliente. La cara del chino, sangrando. La cara de todos aquellos a los que he dejado sangrando en el camino. La cara de la niña, asustada. La de mis padres, muertos, decepcionados. ¿Qué he hecho en la vida? ¿Qué hago ahora? Tengo que calmarme. Estas mierdas son así. Hay muchos billetes casi premiados. Así te enganchan. Así juegan con tu cabeza.
  Poso la uña. Dos estrellas. La tercera está en el suelo, arrugada. Alguien la pisará y se ensuciará. Como yo lo estoy, desde hace tanto tiempo… por suerte, no creo en Dios. No creo en el bien o el mal. Creo en salir adelante, como sea. Pero no siempre he sido así. Quizás este boleto sea mi oportunidad de volver a ser… menos mierda. No creo en Dios. No creo en… ¿justicia? ¿Me merezco el premio? Sé la respuesta…. ¡a la mierda, sólo es una estafa! Estas cosas no tocan. Y si oca, ¿qué…?
  Rasco la tercera casilla. Una risa nerviosa, histérica e incontrolable se adueña de mí por completo. Repaso las tres casillas con calma, analizando bien cada figura. Es inútil. No puedo parar de reír.  
- Puta… mierda…
- ¿Qué coño pasa?- pregunta una gitana con el pelo aceitoso, envuelta en mantas roídas. No sé en qué momento se ha colocado junto a mí. En este vertedero de personas, sólo sobreviven los fantasmas.
  Aprieto el papel en el puño.
- ¡¿A ti qué coño te importa?!
  Veo su cara. La súbita respuesta le desencaja el rostro un segundo. Otra vez esa cara. Es miedo, pero también es asco. Es la cara que merezco, y no otra cosa.
  La mujer… aunque no lo parezca, lo es, me gruñe algo en otro idioma. Me la suda. Me doy la vuelta hacia la carretera. Un coche se acerca a toda velocidad.
- Ni me lo puedo creer.
  Con decisión, lanzo el “Rasca y Gana”. El viento que levanta el coche se lo lleva lejos, hasta perderse en la noche.
  No creo en Dios. No creo en el bien o el mal. Pero sí que hay algo en lo que creo. Y es una mierda haberlo descubierto ahora. Me doy la vuelta.
- A ver qué quieres, viejo loco- le digo a Pet, preparándome para otra noche de lo que merezco.

Es de día. La cuesta de San Vicente está concurrida. Decenas de personas caminan de un lado a otro, decididas, directas a sus destinos. Algunas van a trabajar, otras a las rebajas de Navidad, como borregos. Es lo mismo. Ninguna mira a otra. Ninguna mira al cielo. Ninguna mira al suelo. Si uno escucha con calma, se puede extraer un ritmo común de sus pisadas.
  Entre la vorágine de zombis, una niña pasea cogida de la mano de su padre. Tiene la cabeza envuelta en un pañuelo verde y las piernas muy finas, casi como alambres. Canta en voz baja, mirándose los pies.  De repente, se detiene. Algo ha llamado su atención en el suelo, algo que nadie ve. El padre tira un poco de ella, pero esta finalmente se suelta.
- Vamos a llegar tarde al médico- dice el hombre, ojeroso.
  La niña le ignora. Se agacha a recogerlo.
 - No cojas cosas del suelo…- empieza el hombre.
  Pero la niña no le hace caso. En su lugar, agarra un “Rasca y Gana” sucio y pisoteado. Lo mira un instante.
- Uy…
- Te vas a manchar…- pero, antes de que acabe la frase, ella le muestra el boleto. La cara del hombre cambia drásticamente.
- ¿Papá?

- Feliz navidad.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Duelo en la Colina Eterna Verde por el honor de una princesa o la improbable epopeya romántica de Kagome y Yoshinabo



“Esta es una época de leyendas, de expertos guerreros duchos en el camino de la espada, las armas arrojadizas y las artes marciales, pero también de bestias mitológicas, magia a raudales y misterios ocultos del lejano oriente.
  Vivía, mucho antes de que se formaran Japón, China o Filipinas, y muchísimo antes de que lo hiciera Estados Unidos, un severo sogún que gobernaba con mano de hierro un vasto reino conocido como Changpía. Tenía tan poderoso hombre una hija, una muchacha joven y sana, que sin embargo era terriblemente infeliz… porque se llamaba Kagome.
  A pesar de su belleza, su lozana juventud y su pericia en las artes femeninas (danza clásica, canto popular y lanzamiento de cuchillos), nadie quería casarse con Kagome. Su padre había intentado arreglar diversos matrimonios de conveniencia pero, a pesar de la influencia del sogún, los pretendientes tarde o temprana se echaban atrás. La princesa tenía un nombre demasiado ridículo.
- Es imposible…- se lamentaba la muchacha a menudo-. Ningún hombre querría desposarse con una dama que se llamara como yo.
- ¡Ninguna hija mía quedará soltera!- profería el sogún-. Por mi honor que urdiré un trato tan ventajoso que ningún noble hijo osará rechazar tu mano.
- ¿Y no sería mejor cambiarme el nombre?
- ¡Jamás! ¡Ninguna hija mía se cambiará el nombre que le he dado! Encontraremos pretendiente digno, y te casarás con él conservando mi regalo. ¡Lo juro por mi honor!
  Pero los años pasaban, y la princesa no era desposada. Kagome estaba muy preocupada. Aquel otoño, cuando los cerezos fucsia mudaran su vestido de flores, ella cumpliría 13 años. Se le iba a pasar el arroz. Mientras tanto, ella sólo había ensoñado con un futuro distinto, oyendo historias de princesas normales con nombres comunes, o del sabio Duende de los Nombres Ridículos, un ente mágico que ayudaba a quienes lo requerían. Mas sólo eran cuentos chinos.
  Un día, la muchacha decidió buscar ayuda. Si su padre no atendía a razones, ella tendría que tomar las riendas de su vida. No se trataba meramente de perpetrar su linaje, también estaba harta de que los campesinos hicieran canciones con su nombre, de que los sirvientes cuchichearan a sus espaldas o de que los príncipes que había visto desfilar desde su más tierna infancia ante ella se rieran en su cara. Así pues, un día tomó la determinación de acudir al Sagrado Oráculo del Registro Civil, en las montañas sagradas del Norte, para así poder cambiarse el nombre. Pero el viaje era largo y lleno de peligros, demasiado duro para una doncella de su edad, por lo que decidió que necesitaría ayuda. Debía tratarse de alguien tan habilidoso como discreto, ya que su padre no tendría que conocer sus planes, por lo que no podía fiarse de nadie del reino. Por ello, decidió buscar en las páginas amarillas de samuráis al perfecto candidato. Tras una exhaustiva búsqueda, se decantó por un misterioso espadachín conocido como “El Guerrero Misterioso”, con una tasa de éxito en sus misiones muy alta.
  Contactaron por paloma mensajera, y quedaron secretamente en el Estanque de las Truchas Reales del palacio. El Guerrero Misterioso resultó ser un hombre maduro y fuerte, con el rostro y el cuerpo cubiertos de cicatrices forjadas en mil batallas.
- Le ayudaré, princesa, iremos al Valle del Sagrado Oráculo del Registro Civil- aceptó el espadachín.
- Y te pagaré bien por ello. Pero no me llames princesa. Mi nombre es Kagome.
  El Guerrero Misterioso guardó silencio un segundo antes de hablar.
- Joder, qué puto ridículo.
- ¡Te prohíbo que uses ese lenguaje conmigo! Descarado…
  Amparados por la noche, horas más tarde Kagome y el samurái huyeron para juntos emprender un tortuoso y largo viaje.
  El comienzo de tan improbable asociación no estuvo exento de dificultades. Kagome era una noble que siempre había vivido con las comodidades de un palacio, por lo que su frágil cuerpo tardó en acostumbrarse a las inclemencias de la vida del vagabundo: pedía comida a menudo, se quejaba cuando dormían al raso y siempre tenía frío, dolor de pies o pis. Por su parte, el Guerrero Misterioso (que pidió que le llamaran G.M.) era un mercenario despiadado acostumbrado a una vida regida por el código de la espada. Su antiguo señor y su mujer murieron en un incendio mientras él iba a comprar sushi, y no había podido soportar la vergüenza, por lo que se convirtió en un ronin que alquilaba sus servicios sin escrúpulos, lo cual provocaba enfrentamientos con Kagome, dama de buen corazón.
  De aventuras tampoco adoleció el viaje. Por el camino, Kagome y G.M. hicieron muchos amigos: liberaron a un pueblo de una banda de trolls que comían dedos de los pies, le enseñaron la alegría de vivir a un grupo de huérfanos que nunca habían tenido un adulto que les quisiera y reunieron a un mago errante con su perro perdido por largo tiempo. Pero esas son otras historias. Todo ello, sin ser conscientes de que el sogún había enviado a sus hombres en su búsqueda, y ya casi les tenían encima…
  Con los lazos entre ambos mucho más estrechados, habiendo aprendido la una sabiduría vital del otro, y el samurái habiéndose contagiado de la bondad de ella, Kagome y G.M. casi habían llegado a su destino.
- El Sagrado Oráculo del Registro Civil se encuentra tras esta colina de verde primavera eterna- dijo G.M.
- Estamos tan cerca…- suspiró Kagome.
  El día era soleado, apenas una suave brisa fresca se elevaba sobre la hierba. A su espalda, un bosque de cerezos fucsia había quedado atrás. En el cielo, el murmullo de los gansos reales hendían las nubes como flechas. G.M. y Kagome emprendieron la marcha, cuando el crujir de una rama rota les sorprendió por la espalda. El guerrero se volvió al tiempo que su katana se desprendía de la vaina tan presta que pareció haberse materializado en su diestra.
- ¿Quién va?- preguntó el samurái.
  Durante un segundo, no se oyó nada. El viento meció las ramas de los árboles cercanos. Y ahí estaban. Cuatro figuras misteriosas, de túnicas negras que cubrían todo el cuerpo desde el rostro a los talones, cada uno con sendas cuchillas púrpuras en sus manos, les contemplaban en silencio.
- Somos los hermanos ninja Estrella Maldita- informó uno de ellos.
- ¡La élite del ejército de mi padre!- lloró Kagome.
- El sogún nos ha enviado para devolverle a su hija, sin que sufran ningún daño ni ella, ni su nombre- explicó otro de los sinobis.
- Pero no se contentará con eso- intervino un tercero-. Por haberla ayudado a escapar, el sogún también quiere tu cabeza, samurái.
  G.M. se puso en guardia.
- Yo… soy… Lee- dijo el cuarto hermano ninja, que también quería tener diálogo en la historia.
- Me gusta ese nombre…- opinó Kagome.
- No entregaré a la princesa, ni mi vida, de manera gratuita. Adelante, pues no me da miedo la muerte- desafió G.M.
  Una chicharra cantaba a lo lejos. El viento de la tarde acarició sus mejillas. Hubo un graznido distante, una hoja se posó sobre el suelo, un parpadeo. Y, de repente, la batalla comenzó tan súbita como la explosión de una tormenta de verano.
  G.M. se batió en duelo con los cuatro hermanos ninja Estrella Maldita. Una danza de hierro y muerte se desplegó ante los obnubilados ojos de Kagome. Las espadas corrían, chocaban y se besaban en el aire sin cesar, y el samurái repelía y atacaba los embistes de sus rivales como  si hubiera nacido para ese momento.
  Tras unas horas de lucha, ya casi el sol había sido derribado por el manto nocturno, cuando G.M. había acabado con tres de los adversarios.
- Te arrepentirás de la muerte de mis hermanos- juró Lee, con sus espadas.
  G.M. estaba agotado. Aunque igualada en cuanto a pericia, la pelea con cuatro rivales al tiempo había hecho más mella en sus músculos que en los de su contrincante. Más aun, la muerte de su familia imbuyó en Lee el vigor de la venganza, porque los malos también tienen su corazoncito. Por todo ello, el ninja resultó mucho más rápido y certero: deshizo su guardia, le hizo un corte en el costado y le desarmó. El samurái cayó al suelo, sujetando la herida abierta con el puño.
- Pelaste con honor, guerrero- dijo Lee alzando sus cuchillas, preparado para rematarle-. Tus ancestros te recibirán en el otro mundo con los brazos abiertos.
  Sin embargo, antes de terminar el golpe de gracia, Lee notó un dolor agudo en la espalda. Con manos temblorosas, trató de quitarse la cuchilla que Kagome le había lanzado desde la distancia. La princesa la había robado del cadáver de uno de los hermanos ninja Estrella de Muerte.
- Apuñalado por el arma de mi hermano… a mis ancestros no les gustará esto… ¡qué indigno!- se quejó amargamente el ninja.
  En un esfuerzo mortal, G.M. recuperó su katana y le cortó la cabeza de un golpe a Lee. Después se desplomó en el suelo.
- ¡Guerrero misterioso!- lloró Kagome.
  La princesa corrió a socorrer a su compañero. El samurái estaba frío como la nieve, su rostro perlado de un sudor untuoso y oscuro.
- La cuchilla estaba envenenada- dio G.M. débilmente.
  Kagome lloraba desconsolada mientras con fútil esfuerzo trataba de detener el flujo de sangre que del torso del samurái manaba como un río de lava.
- Estábamos tan cerca, Guerrero Misterioso…
- Vos todavía podéis lograrlo- dijo G.M.-. Vuestro destino está allí, a pocos metros al Norte. Y, por favor, no me llaméis más Guerrero Misterioso. Hay algo que debo confesaros. Mi nombre verdadero, aquel que me dieron mis padres, aquel del que siempre he renegado… mi nombre, en realidad, es Yoshinabo.
  Hubo un segundo de silencio.
- Joder, qué puto ridículo- dijo por fin la princesa.
- Ya…
- Aun así, no quiero que te mueras…- siguió llorando desconsolada la muchacha.
  Yoshinabo entrecerró los ojos. Notaba como las fuerzas lentamente le abandonaban.
- Kagome…
- Yoshinabo…
- Kagome…
- Yoshinabo…
- Ka… go… me…
- ¡YOSHINABOOO!
  Entonces, un brillo mágico surgió a su lado. Hubo un sonido chispeante, un humo que brotó de la nada y una niebla que no se respiraba. Cuando el vapor desapareció, una figura pequeña, verde, con las orejas puntiagudas y una calva brillante, había surgido a su lado.
- Saludos, sin quererlo, me habéis invocado. Soy el duende de los Nombres Ridículos.
  Kagome se secó las lágrimas con la manga del kimono, no creyendo lo que veían sus ojos.
- ¿Duende de los Nombres Ridículos?
- Así es. Me aparezco a quienes los recitan de tres en tres con el corazón, y les concedo un deseo.
  La princesa sonrió. Aun notaba el corazón de su amigo.
- ¿Podrías curar a Yoshinabo?
- Podría- admitió el duende. Pero, antes de que la muchacha conjurara su deseo, prosiguió-. Mas a un precio. Quién de mí se sirve, a mí me debe lealtad. Si salvo la vida a tu amigo, los dos debéis jurarme dedicaros siempre a los Nombres Ridículos, promulgar su gloria y no rehuir nunca de ellos.
  Kagome reflexionó sobre aquella condición. Justo en ese momento, cuando estaba tan próxima a lograr el deseo que  desde niña había anhelado… sin embargo, finalmente asintió. La vida de Yoshinabo se había vuelto demasiado valiosa para ella.
- Acepto, duende de los Nombres Ridículos.
  El mágico ser asintió. Después, pasó sus verdes manitas sobre la herida abierta del samurái, que por arte de magia empezó a cerrarse ante sus ojos. Instantes después, la sangre había vuelto a su sitio, y el veneno desaparecido del organismo.
- ¿Qué…?- farfulló Yoshinabo.
- Gracias, duende mágico- dijo Kagome.
- No hay de qué. Mas recordad: ahora me sois fieles a mí, y a nadie más.
  El duende dio unos pases mágicos y desapareció, tal y como había llegado.
  Kagome y Yoshinabo quedaron a solas. Tras una mirada cómplice, se fundieron en un cálido abrazo.
- De verdad va a renunciar a su sueño… ¿por mí?- preguntó el samurái.
-  Me he dado cuenta de que hay cosas más importantes- dijo la princesa-. Porque un nombre es solo un nombre, no define quienes somos. Lo que realmente lo define es qué hacemos con nuestra vida… y a quién amamos.
  Yoshinabo le miró con ojos llorosos.
- …pero es muy puto ridículo.
- ¡Pues mira que el tuyo! Anda, vámonos…
  Y así, Kagome y Yoshinabo renunciaron a cambiarse los nombres. Los dos huyeron más al Norte, se instalaron en las montañas y tuvieron una vida de dicha y armonía con la naturaleza juntos, e incluso tuvieron un hijo. Y el sogún nunca les encontró…”

Kagome cerró el libro en el que había escrito su historia. Estaba en una pequeña cabaña de madera, rodeada de vegetación. A su lado, Yoshinabo tomaba una taza de té con calma, mientras se oía el murmullo de un estanque por la ventana. Ante ellos, un niño de unos 10 años les contemplaba sentado con las piernas cruzadas.
- Y esa es nuestra historia- dijo la mujer-. De cómo vinimos a vivir aquí a vivir, cómo te tuvimos y porqué te pusimos el nombre que llevas.
  El niño miró a su madre. Después a su padre, que asentía a cada palabra con su pipa de bambú en la mano. Finalmente, el joven se puso de pie de un salto, sin apartar la mirada de ninguno de ellos.
- Papá, mamá, idos a la mierda.
  Kagome y Yoshinabo se miraron un segundo. Después, ambos reaccionaron a la vez.
- ¡A tu cuarto, Konchichi!

FIN

lunes, 21 de noviembre de 2016

El Comprensivo y el Loco


Vivía en un pueblecito escondido entre los árboles de un recóndito bosque, un joven muchacho con retorcidas ideas al que todos llamaban Juan “el Loco”. Como era diferente al resto, la mayoría se metía con él, le insultaba y le pegaba. Tenía una casa para él solo, pues nadie quería hacerse cargo de su demencia, y era muy infeliz.
  Un día, se desató un terrible incendio en el bosque. Como era el que más lejos vivía del resto, Juan “el Loco” fue el primero en acudir al lugar con un saco lleno de lo que parecían piedras negras, que empezó a lanzar una a una contra el fuego que lentamente avanzaba.
  Ocurrió que, mientras tales acontecimientos tenían lugar, Pete “el Comprensivo” volvía a casa tras una infructífera jornada de caza, pues todos los animales le inspiraban compasión. El chico se lamentaba de su incompetencia.
- Seguro que la gente del pueblo vuelve a llamarme fracasado- se decía-. Y a tirarme piñas y a reírse. Seguro que mi novia vuelve a acostarse con otros hombres, para castigarme por ser tan inútil. Seguro que mis vecinos han vuelto a robarme el felpudo, por no preocuparme de clavarlo al suelo. Les comprendo a todos...
  Cuando el frustrado cazador pasó cerca de las llamas, enseguida se acercó a ver qué sucedía, momento en que vio a Juan “el Loco” arrojando insistentemente sus oscuros proyectiles contra el ardor.
- ¿Qué haces, Juan?- preguntó Pete.
- Luchar contra el fuego- respondió el demente, sin desviar la atención de su menester.
- Pero así no vas a apagarlo nunca. Se necesita agua, arena o un cortafuego. Además, eso que le estás tirando no son piedras. Es carbón.
  Juan “el Loco” le deleitó con una lunática sonrisa.
- La gente es mala, la vida dura y llena de sufrimiento. No quiero apagar el fuego. Quiero que el fuego viva, se haga grande y sufra. Como yo.
  Pete “el Comprensivo” miró a su conciudadano. Realmente se le veía muy esmerado en su tarea. Tras reflexionarlo, el chico se colocó junto a Juan y comenzó a ayudarle a tirar carbón.
  Los dos muchachos estuvieron un rato alimentando al fuego. Ya casi se había acabado la bolsa, cuando sus dedos se rozaron en el fondo. Ambos sintieron un escalofrío recorrer sus espaldas y, casi al mismo tiempo, sus propias almas. Luego, se miraron a los ojos.
- ¿Por qué no dejamos esto y nos vamos?- propuso Pete.
- ¿A dónde?
- No sé. A cualquier lugar. Pero lejos.
  La mirada de Juan se volvió bizca y perpleja pero, finalmente, tras unos segundos de pensamiento confuso, respondió.
- Venga.
  Los dos chicos fueron a sus respectivos hogares, prepararon sendos hatillos con lo más básico e imprescindible para la supervivencia y se volvieron a encontrar en el punto que sus sentimientos habían conectado, todo ante la burlona mirada de sus vecinos.
- ¿Listo?- preguntó Pete.
- Listo.
  Y desde aquel momento, Pete “el Comprensivo” y Juan “el Loco” abandonaron aquel pueblo lleno de prejuicios, se mudaron a una cueva y vivieron juntos el resto de sus días. Juan tuvo un embarazo psicológico y dio a luz a una piña a la que apodaron Cerecita, y Pete no dijo nada. Porque el loco necesita al comprensivo que le apoye, y a su vez al comprensivo le viene bien un loco que no se aproveche de él.
  Mientras tanto, nadie se acordó de apagar el fuego. Las llamas se propagaron, consumiendo el pueblo, y la gente que se había reído de ellos, sencillamente, dejó de hacerlo.

FIN