- No recuerdo cuándo empezó todo… tal vez ha sido así desde siempre.
Nunca fui realmente feliz. A veces estoy contento, es cierto, pero es algo
pasajero, volátil, inestable… como agua contenida en hielo.
El hombre de la bata lo
apuntaba todo de manera incesante, como hacía siempre. El chico no recordaba su
cara. Nunca le miraba directamente a los ojos, como a casi nadie. Para él, su
silueta terminaba a la altura a la que terminaba el uniforme. Para él, estaba
junto a un hombre sin rostro, tan real como el resto de personas que le
rodeaban.
- Me da la impresión de que siempre te has sentido solo- dijo el
psicólogo-. ¿Crees que eso ha tenido algo que ver con tu sentimiento?
- Mucho. Nunca he conectado con nadie, es cierto. Con nadie.
- Con nadie… ¿te incluyes a ti?
El chico repensó las palabras.
El reloj de la consulta, que marcaba diligentemente el comienzo y el fin de
cada sesión, una antigualla de cuco marrón bastante grande, fue el único sonido
durante cierto tiempo… aparte de la caricia del bolígrafo sobre el bloc de
notas.
- Me incluyo a mí- dijo el chico finalmente.
- ¿No has pensado que tal vez sea esa la razón de que no conectes con
nadie?
- Cada segundo de mi vida.
Más escritos.
- ¿Alguna vez te has querido?
La pregunta sorprendió al
chico, tan súbita, tan repentina, tan inesperada como un aullido en la noche.
Pero, lo que más le sorprendió, fue la rapidez de su respuesta.
- No.
- Nunca has sido feliz. Nunca te has querido. ¿Crees que lo uno es
consecuencia directa de lo otro?
- Es posible… no lo sé. No sé qué viene antes. Siempre ha sido así, desde
que tengo uso de razón. Desde pequeño, cuando los niños me hacían cosas malas
en el colegio. Desde mi primera decepción amorosa. Desde el primer examen que
suspendí. Desde el primer golpe que me di en el cuerpo…
- Sí.- Una pausa-. ¿Qué tal te va el trabajo? ¿Mejor?
- Lo odio. Cada vez más. A los clientes, sus exigencias y malos modos;
a mi jefe y su cara de decepción por los resultados; a mis compañeros y sus
cuchicheos… a mi labor.
- ¿Y con tus padres? Dijiste que teníais una relación complicada.
- Seguimos igual. No les he perdonado.
- Entiendo… a veces nos cuesta hacer cosas que sabemos que nos vendría
bien hacer. Orgullo, miedo… preferimos quedarnos como estamos a arriesgar.
Aunque eso no nos haga felices, ¿verdad?
El chico asintió.
- Creo que llevas mucho tiempo haciendo cosas que no quieres, y
omitiendo cosas que quieres hacer. Así, ¿cómo va a ser alguien feliz?
- No lo sé.
- No podemos. El sentimiento no solo va delante de la acción, sino
también al revés. Si estamos tristes, no hacemos cosas, pero si no hacemos
cosas entristecemos aun más. Es un círculo.
- Ya…
- Un círculo que podemos parar.- El psicólogo arrancó una hoja de su
libreta y escribió una frase en ella-. Te propongo algo: a partir de ahora,
cuando estés en una situación en la que no te sientas bien, vas a atender a
esta nota que te estoy escribiendo. Debes llevarla siempre encima para
recordarlo, ¿de acuerdo?
El psicólogo le tendió el trozo
de papel, y el chico lo leyó con calma.
- Parece simple.
- ¿Ves?- le dijo el psicólogo-. No hemos venido aquí para sufrir a
largo plazo. Si no, ¿qué sentido tendría vivir o morir? Ha llegado el momento
de que tomes las riendas de tu vida, de que trates de exprimir el mundo hasta
sus últimas consecuencias. ¿De acuerdo?
El chico miró la hoja. Los
trazos eran nerviosos, deformes y poco estéticos, una letra que parecía haber pasado por los engranajes de una
maquinaria demasiado pesada antes de plasmarse en el papel.
- Gracias, doctor.
Casi pudo adivinar la sonrisa
del hombre.
- No hace falta que me llames así.
El resto del día fue el más ajetreado en la vida del chico. Lo primero
que hizo, fue llamar a la oficina donde trabajaba y despedirse voluntariamente.
- He encontrado algo mejor- le dijo a la secretaria-. He encontrado ser
feliz.
Lo siguiente que le tocó, le
llevó varias horas de investigación. A través de conocidos y perfiles de redes
sociales, logró contactar con un gran número de antiguos compañeros que se
habían portado mal con él y les hizo saber cómo le había afectado su
comportamiento. Habló durante horas, explicó sus sentimientos en base a los
actos abusivos de los demás, y como ello había repercutido en su vida. Apenas
le prestaron atención. La mayoría negaban acordarse. Otros le llamaban loco.
Unos pocos quisieron hacerle ver que se confundía. De un modo u otro, el chico
acabó con su ronda de llamadas, sin estar seguro de si había conseguido algo en
los demás, pero sintiendo que había aliviado un poco el peso que durante años
le acompañaba.
Por último, fue a ver a sus padres. Su madre,
una mujer con el pelo blanco y largo, cuyo rostro aparentaba muchos menos años
de lo que su verdadera edad escondía, le recibió con sorpresa en el umbral de
su casa.
- ¡Hijo!
Cuanto tiempo… ¿ha pasado algo…?
El chico le interrumpió con un elocuente
gesto de su mano.
- Sólo
quería deciros una cosa. Gracias por lo que habéis hecho por mí, os perdono por
el daño que me habéis ocasionado y, sobre todo, pido perdón por aquel que os
haya podido hacer yo. Por favor, díselo
también a papá.
El chico se dio la vuelta y se marchó antes
de que la mujer pudiera reaccionar.
Ya habían acabado las horas de luz, ya se
había instalado la noche, ya susurraban los animales nocturnos en las sombras,
cuando el chico volvió a su apartamento alquilado y atravesó la puerta.
El recibidor estaba desordenado y sucio. Vio
los muebles descolocados. Vio el alcohol sobre la mesa. Vio la cuerda, gruesa y
ávida, en el suelo, junto a la silla. El chico apretó el papel que había
recibido aquella mano entre sus dedos.
Después, por primera vez en muchos años,
sintió algo más que la tristeza.
Era una
mañana fresca y soleada de primavera. Desde hacía unos días, las lluvias habían
dejado paso al sol, contribuyendo a un clima agradable y templado en toda la
ciudad.
La luz entraba por las ventanas abiertas,
recorriendo la destartalada habitación, apenas poblada con algunos trastos
descuidados. La sombra bailaba lentamente de un lado a otro, luego al mismo,
como un péndulo movido por una racha caprichosa de aire. Las cámaras de los
peritos disparaban sin descanso.
El inspector Rodolfo Sanchís contemplaba el
cadáver colgado con sus oscuros ojos marrones, mientras mascaba un chicle sin
pudor. La soga había quedado tan hundida alrededor del cuello que parecía
emerger de su cuerpo; la punta de los pies casi acariciaba el suelo,
suspendidas solo unos centímetros por encima; la cara del chico era un rictus
despiadadamente tenso, de ojos abiertos e inyectados en sangre y lengua fuera.
A juzgar por la expresión de sus pómulos, parecía estar sonriendo. El policía
se preguntó si eso sería posible.
Tras unos minutos de espera, una oficial
uniformada se presentó ante el hombre. Era joven, de media melena morena
recogida en un moño.
- Inspector,
ya tenemos el informe del forense sobre…
- Me da igual
su nombre- dijo Sanchís, tajante, con el tono de voz ronco que le
caracterizaba-. Es un muerto. Punto.
La
chica torció el gesto, visiblemente contrariada ante la falta de respeto. Sin
embargo, consiguió tragarse su opinión al respecto y prosiguió.
- No han
encontrado indicios de violencia en el cuerpo.
- Otro
suicida- dijo el inspector, casi aliviado-. Parece que se va a cerrar pronto
este caso.
- El… sujeto
no se relacionaba mucho- prosiguió la policía-. Sólo de casa al trabajo. Al
parecer, horas antes del suceso se despidió, llamó a unas cuantas personas e
incluso visitó a sus padres.
- Querría
dejarlo todo atado antes de quitarse de en medio. O a lo mejor buscaba que alguien
hablara de él cuando la palmara.
- Hemos
confirmado que no estaba en tratamiento de ningún tipo, no visitaba a ningún
especialista. Tampoco hay antecedentes de enfermedad mental, aunque los vecinos
dicen que a veces parecía hablar solo por las escaleras.
- El típico
chalado.
El reloj de pared, un cuco marrón que al
inspector le pareció horrible, envolvía la sala con su incesante sonido cada
vez que los improperios del hombre propiciaban algún silencio.
- Sólo una
cosa más- añadió la policía-. Han encontrado una nota en su mano. Los expertos
confirman que se trata de su propia letra.
La mujer le tendió al hombre un trozo de
papel arrugado. Éste lo recogió con sus sucios dedos, ásperos y de uñas
descuidadas y amarillentas.
El inspector le echó un vistazo rápido. Una
carcajada hosca, como el sonido procedente de una alimaña, escapó de su
garganta.
- ¡Qué
apropiado…! Caso cerrado.
El inspector tiró la nota al suelo de manera
burda. Durante unos instantes, y antes de que la policía se agachara a
recogerla del suelo para devolverla al archivo de “pruebas”, pudo leerse el
contenido del folio.
“Haz lo que te pida
el cuerpo”
FIN