Dicen que el agua es mucho más que meras partículas
líquidas, que tiene espíritu, una esencia que le dota de vida y armonía, un
alma. Lo que poca gente sabe es que, en realidad, tiene muchas.
El Dios del Mar, cuyo nombre fue entregado a los primeros
ancestros, pero olvidado y negado más adelante por la irrespetuosidad de estos hacia
la naturaleza, crea y destruye, separa y une a estas múltiples almas a su
voluntad. Se trata de un dios caprichoso, mutable, hacedor primero y último de
la vida, y con ella de los sueños, la esperanza, los miedos, las pasiones… Por
ello puede parir estos seres tan especiales, criaturas que muchas veces los
marinos confunden con simples corrientes que atraviesan sus barcos, capaces de
devolver a un niño a la orilla o a un animal marino perdido al océano, pero
también de hundir barcos y asolar ciudades enteras. Alfa era una de aquellas
almas de agua, Omega otra.
Un día, el veleidoso Dios del Mar decidió cruzar los
destinos de Alfa y de Omega en una misma corriente que atravesaba una playa de
pálida arena, en donde se conocieron. Cuando el camino de dos almas de agua se
cruza, resulta fácil que conecten o se repelan. Al ser fluidos, se mezclan
entre ellas con facilidad, entran la una en la otra y viceversa, por lo que la
afinidad brota casi de manera espontánea. Alfa y Omega descubrieron desde el
primer momento que tenían muchas cosas en común: las dos eran pasionales, cada
una a su manera; ambas eran críticas, les encantaba observar su entorno y
buscar maneras de mejorar aquellas cosas que a su juicio no marchaban como deberían;
bajo una fachada de abierta extraversión, ambas almas ocultaban un interior
melancólico, tendente a la tristeza; pero, por encima de todo, las dos eran
trabajadoras, constantes y entregadas a aquello en lo que creían. No fue
difícil, pues, que las dos almas de agua enlazaran sus destinos en un vínculo
mutuo. Juntas comenzaron a recorrer los confines del mar en busca de aventuras
y sueños, a emocionarse por los mismos momentos, vivir anécdotas compartidas y
navegar en armonía.
Tras unos años viajando juntos por el infinito océano,
descubrieron, conforme se abría la puerta de la convivencia, que sus pasiones,
aunque similares en cuanto a intensidad, eran de sentidos completamente
distintos: mientras que a Alfa le encantaba la tranquilidad y estabilidad de
las corrientes que lamían la orilla de la playa, Omega era partidaria de
adentrarse en el caótico e incierto fondo del mar, donde nunca se sabía dónde
podía llevar la corriente; Alfa era un alma buena que acercaba a los marineros
perdidos a las costas cuando se extraviaban en el océano, en oposición de
Omega, quien prefería hundir barcos de pescadores y ayudar a las ballenas
varadas a encontrar su rumbo; Alfa era romántica y detallista, así que le
costaba soportar lo libre e independiente que era Omega, quien no aceptaba que
su compañera no respetara sus decisiones personales… finalmente, tras muchos
encuentros desagradables, ambas almas de agua estallaron contra la otra en una
furiosa tempestad. Las aguas se abrieron, el mar lloró sangre salada. Las almas
habían explotado, rabiosas y desbocadas, y no había manera de calmar a ninguna
de ellas. Al final, incluso el Dios del Mar que las había unido decidió
intervenir. Expulsó a Omega a una parte del océano, a Alfa a otra distinta y separó
sus devenires.
Las dos almas de agua vivieron un tiempo que les pareció
siglos. Cada una alejada de la otra, comprendieron que tampoco eran felices de
esa manera. Se echaban de menos, no lograban contactar con ningún otro ser tal
y como había sucedido entre ellas. Su soledad fue tristeza y remordimiento, un
sentimiento cíclico que las convirtió en torbellinos, torbellinos erráticos y vehemente
que marcaban un camino aleatorio para cada una, y durante años no volvieron a
ser felices, siempre girando hacia dentro.
Si existe un dios más antojoso, pero a la vez más poderoso
que el Dios del Mar, ese es el Destino. Años pasaron sumidos en sus respectivas
espirales Alfa y Omega, años largos y tediosos hasta que, un cálido anochecer,
volvieron a coincidir a kilómetros de distancia sobre una falla submarina en
donde fueron a descansar. El choque de sus corrientes, cada una en un sentido
(Omega hacia la derecha, Alfa hacia la izquierda) tuvo un efecto sanador en la
otra, les restó fuerza y calmó su corriente, hasta que las turbulencias
desaparecieron. El mar quedó en calma, tan solo el sonido de la suave brisa que
daba vida a espumosas olas interrumpía la quietud. Alfa y Omega se miraron,
se acariciaron y se unieron de nuevo. Se habían echado tanto de menos que fue
sorprendentemente fácil, a pesar del tiempo y la distancia. Sin embargo, ambas
almas de agua sabían que su situación había sido incompatible hasta aquel
entonces, que sus apetencias habían interrumpido el lazo que les unía, y así
podían volver a hacerlo. Por ello, para salvar esas diferencias, hablaron largo
y tendido durante horas, en plácida paz y armonía, como nunca lo habían hecho
hasta entonces.
De haber algo que dé el dolor, eso es sabiduría sobre uno
mismo. Las dos almas de agua coincidieron en que habían actuado de manera
egoísta y que, si querían que su unión funcionara, ambos debían ceder. Por ello fue que, desde entonces, comenzó una
nueva época para ellas. Cuando discutían, en lugar de dejar que estallara la
tempestad, ambas se alejarían y meditarían con calma; las dos almas se
comprometieron a acercarse un poco más a las aficiones de la otra: Omega empezó
a viajar más a la playa, traer detalles y muestras de afecto para Alfa, conchas
rosadas y piedras pulidas, a invitar a su compañera a planes cargados de
belleza, puesta de sol y playas vírgenes alejadas de la mano del hombre… por su
parte, Alfa se comprometió a respetar con más rigor los momentos que Omega
necesitaba de libertad, de expresión de sí misma, de reflexión íntima e
interna.
Alfa y Omega decidieron que su camino juntos no tenía por
qué ser el que habían ideado para el otro, que cada cual debía ser dueño y
responsable de sus decisiones, y respetar al otro, aunque ellas no fueran las
que habrían elegido para sí mismas. En lugar de a la orilla o al fondo del mar,
ambas almas viajaron juntos paralelamente a las costas, desviándose de vez en
cuando de su recorrido para aceptar que, a veces, donde una quisiera, la otra
habría de ceder.
Y fue así como Alfa y Omega lograron concretar lo que había
sido la unión de sus destinos, y donde antes hubo guerras, ahora había treguas,
reflexión y perdón. Cariño y respeto, los dos pilares edificaron la catedral de
sal donde empezaría su nuevo camino, juntos. Y descubrieron que, tal y como
sentían, sí era posible.
FIN