miércoles, 30 de noviembre de 2016

Duelo en la Colina Eterna Verde por el honor de una princesa o la improbable epopeya romántica de Kagome y Yoshinabo



“Esta es una época de leyendas, de expertos guerreros duchos en el camino de la espada, las armas arrojadizas y las artes marciales, pero también de bestias mitológicas, magia a raudales y misterios ocultos del lejano oriente.
  Vivía, mucho antes de que se formaran Japón, China o Filipinas, y muchísimo antes de que lo hiciera Estados Unidos, un severo sogún que gobernaba con mano de hierro un vasto reino conocido como Changpía. Tenía tan poderoso hombre una hija, una muchacha joven y sana, que sin embargo era terriblemente infeliz… porque se llamaba Kagome.
  A pesar de su belleza, su lozana juventud y su pericia en las artes femeninas (danza clásica, canto popular y lanzamiento de cuchillos), nadie quería casarse con Kagome. Su padre había intentado arreglar diversos matrimonios de conveniencia pero, a pesar de la influencia del sogún, los pretendientes tarde o temprana se echaban atrás. La princesa tenía un nombre demasiado ridículo.
- Es imposible…- se lamentaba la muchacha a menudo-. Ningún hombre querría desposarse con una dama que se llamara como yo.
- ¡Ninguna hija mía quedará soltera!- profería el sogún-. Por mi honor que urdiré un trato tan ventajoso que ningún noble hijo osará rechazar tu mano.
- ¿Y no sería mejor cambiarme el nombre?
- ¡Jamás! ¡Ninguna hija mía se cambiará el nombre que le he dado! Encontraremos pretendiente digno, y te casarás con él conservando mi regalo. ¡Lo juro por mi honor!
  Pero los años pasaban, y la princesa no era desposada. Kagome estaba muy preocupada. Aquel otoño, cuando los cerezos fucsia mudaran su vestido de flores, ella cumpliría 13 años. Se le iba a pasar el arroz. Mientras tanto, ella sólo había ensoñado con un futuro distinto, oyendo historias de princesas normales con nombres comunes, o del sabio Duende de los Nombres Ridículos, un ente mágico que ayudaba a quienes lo requerían. Mas sólo eran cuentos chinos.
  Un día, la muchacha decidió buscar ayuda. Si su padre no atendía a razones, ella tendría que tomar las riendas de su vida. No se trataba meramente de perpetrar su linaje, también estaba harta de que los campesinos hicieran canciones con su nombre, de que los sirvientes cuchichearan a sus espaldas o de que los príncipes que había visto desfilar desde su más tierna infancia ante ella se rieran en su cara. Así pues, un día tomó la determinación de acudir al Sagrado Oráculo del Registro Civil, en las montañas sagradas del Norte, para así poder cambiarse el nombre. Pero el viaje era largo y lleno de peligros, demasiado duro para una doncella de su edad, por lo que decidió que necesitaría ayuda. Debía tratarse de alguien tan habilidoso como discreto, ya que su padre no tendría que conocer sus planes, por lo que no podía fiarse de nadie del reino. Por ello, decidió buscar en las páginas amarillas de samuráis al perfecto candidato. Tras una exhaustiva búsqueda, se decantó por un misterioso espadachín conocido como “El Guerrero Misterioso”, con una tasa de éxito en sus misiones muy alta.
  Contactaron por paloma mensajera, y quedaron secretamente en el Estanque de las Truchas Reales del palacio. El Guerrero Misterioso resultó ser un hombre maduro y fuerte, con el rostro y el cuerpo cubiertos de cicatrices forjadas en mil batallas.
- Le ayudaré, princesa, iremos al Valle del Sagrado Oráculo del Registro Civil- aceptó el espadachín.
- Y te pagaré bien por ello. Pero no me llames princesa. Mi nombre es Kagome.
  El Guerrero Misterioso guardó silencio un segundo antes de hablar.
- Joder, qué puto ridículo.
- ¡Te prohíbo que uses ese lenguaje conmigo! Descarado…
  Amparados por la noche, horas más tarde Kagome y el samurái huyeron para juntos emprender un tortuoso y largo viaje.
  El comienzo de tan improbable asociación no estuvo exento de dificultades. Kagome era una noble que siempre había vivido con las comodidades de un palacio, por lo que su frágil cuerpo tardó en acostumbrarse a las inclemencias de la vida del vagabundo: pedía comida a menudo, se quejaba cuando dormían al raso y siempre tenía frío, dolor de pies o pis. Por su parte, el Guerrero Misterioso (que pidió que le llamaran G.M.) era un mercenario despiadado acostumbrado a una vida regida por el código de la espada. Su antiguo señor y su mujer murieron en un incendio mientras él iba a comprar sushi, y no había podido soportar la vergüenza, por lo que se convirtió en un ronin que alquilaba sus servicios sin escrúpulos, lo cual provocaba enfrentamientos con Kagome, dama de buen corazón.
  De aventuras tampoco adoleció el viaje. Por el camino, Kagome y G.M. hicieron muchos amigos: liberaron a un pueblo de una banda de trolls que comían dedos de los pies, le enseñaron la alegría de vivir a un grupo de huérfanos que nunca habían tenido un adulto que les quisiera y reunieron a un mago errante con su perro perdido por largo tiempo. Pero esas son otras historias. Todo ello, sin ser conscientes de que el sogún había enviado a sus hombres en su búsqueda, y ya casi les tenían encima…
  Con los lazos entre ambos mucho más estrechados, habiendo aprendido la una sabiduría vital del otro, y el samurái habiéndose contagiado de la bondad de ella, Kagome y G.M. casi habían llegado a su destino.
- El Sagrado Oráculo del Registro Civil se encuentra tras esta colina de verde primavera eterna- dijo G.M.
- Estamos tan cerca…- suspiró Kagome.
  El día era soleado, apenas una suave brisa fresca se elevaba sobre la hierba. A su espalda, un bosque de cerezos fucsia había quedado atrás. En el cielo, el murmullo de los gansos reales hendían las nubes como flechas. G.M. y Kagome emprendieron la marcha, cuando el crujir de una rama rota les sorprendió por la espalda. El guerrero se volvió al tiempo que su katana se desprendía de la vaina tan presta que pareció haberse materializado en su diestra.
- ¿Quién va?- preguntó el samurái.
  Durante un segundo, no se oyó nada. El viento meció las ramas de los árboles cercanos. Y ahí estaban. Cuatro figuras misteriosas, de túnicas negras que cubrían todo el cuerpo desde el rostro a los talones, cada uno con sendas cuchillas púrpuras en sus manos, les contemplaban en silencio.
- Somos los hermanos ninja Estrella Maldita- informó uno de ellos.
- ¡La élite del ejército de mi padre!- lloró Kagome.
- El sogún nos ha enviado para devolverle a su hija, sin que sufran ningún daño ni ella, ni su nombre- explicó otro de los sinobis.
- Pero no se contentará con eso- intervino un tercero-. Por haberla ayudado a escapar, el sogún también quiere tu cabeza, samurái.
  G.M. se puso en guardia.
- Yo… soy… Lee- dijo el cuarto hermano ninja, que también quería tener diálogo en la historia.
- Me gusta ese nombre…- opinó Kagome.
- No entregaré a la princesa, ni mi vida, de manera gratuita. Adelante, pues no me da miedo la muerte- desafió G.M.
  Una chicharra cantaba a lo lejos. El viento de la tarde acarició sus mejillas. Hubo un graznido distante, una hoja se posó sobre el suelo, un parpadeo. Y, de repente, la batalla comenzó tan súbita como la explosión de una tormenta de verano.
  G.M. se batió en duelo con los cuatro hermanos ninja Estrella Maldita. Una danza de hierro y muerte se desplegó ante los obnubilados ojos de Kagome. Las espadas corrían, chocaban y se besaban en el aire sin cesar, y el samurái repelía y atacaba los embistes de sus rivales como  si hubiera nacido para ese momento.
  Tras unas horas de lucha, ya casi el sol había sido derribado por el manto nocturno, cuando G.M. había acabado con tres de los adversarios.
- Te arrepentirás de la muerte de mis hermanos- juró Lee, con sus espadas.
  G.M. estaba agotado. Aunque igualada en cuanto a pericia, la pelea con cuatro rivales al tiempo había hecho más mella en sus músculos que en los de su contrincante. Más aun, la muerte de su familia imbuyó en Lee el vigor de la venganza, porque los malos también tienen su corazoncito. Por todo ello, el ninja resultó mucho más rápido y certero: deshizo su guardia, le hizo un corte en el costado y le desarmó. El samurái cayó al suelo, sujetando la herida abierta con el puño.
- Pelaste con honor, guerrero- dijo Lee alzando sus cuchillas, preparado para rematarle-. Tus ancestros te recibirán en el otro mundo con los brazos abiertos.
  Sin embargo, antes de terminar el golpe de gracia, Lee notó un dolor agudo en la espalda. Con manos temblorosas, trató de quitarse la cuchilla que Kagome le había lanzado desde la distancia. La princesa la había robado del cadáver de uno de los hermanos ninja Estrella de Muerte.
- Apuñalado por el arma de mi hermano… a mis ancestros no les gustará esto… ¡qué indigno!- se quejó amargamente el ninja.
  En un esfuerzo mortal, G.M. recuperó su katana y le cortó la cabeza de un golpe a Lee. Después se desplomó en el suelo.
- ¡Guerrero misterioso!- lloró Kagome.
  La princesa corrió a socorrer a su compañero. El samurái estaba frío como la nieve, su rostro perlado de un sudor untuoso y oscuro.
- La cuchilla estaba envenenada- dio G.M. débilmente.
  Kagome lloraba desconsolada mientras con fútil esfuerzo trataba de detener el flujo de sangre que del torso del samurái manaba como un río de lava.
- Estábamos tan cerca, Guerrero Misterioso…
- Vos todavía podéis lograrlo- dijo G.M.-. Vuestro destino está allí, a pocos metros al Norte. Y, por favor, no me llaméis más Guerrero Misterioso. Hay algo que debo confesaros. Mi nombre verdadero, aquel que me dieron mis padres, aquel del que siempre he renegado… mi nombre, en realidad, es Yoshinabo.
  Hubo un segundo de silencio.
- Joder, qué puto ridículo- dijo por fin la princesa.
- Ya…
- Aun así, no quiero que te mueras…- siguió llorando desconsolada la muchacha.
  Yoshinabo entrecerró los ojos. Notaba como las fuerzas lentamente le abandonaban.
- Kagome…
- Yoshinabo…
- Kagome…
- Yoshinabo…
- Ka… go… me…
- ¡YOSHINABOOO!
  Entonces, un brillo mágico surgió a su lado. Hubo un sonido chispeante, un humo que brotó de la nada y una niebla que no se respiraba. Cuando el vapor desapareció, una figura pequeña, verde, con las orejas puntiagudas y una calva brillante, había surgido a su lado.
- Saludos, sin quererlo, me habéis invocado. Soy el duende de los Nombres Ridículos.
  Kagome se secó las lágrimas con la manga del kimono, no creyendo lo que veían sus ojos.
- ¿Duende de los Nombres Ridículos?
- Así es. Me aparezco a quienes los recitan de tres en tres con el corazón, y les concedo un deseo.
  La princesa sonrió. Aun notaba el corazón de su amigo.
- ¿Podrías curar a Yoshinabo?
- Podría- admitió el duende. Pero, antes de que la muchacha conjurara su deseo, prosiguió-. Mas a un precio. Quién de mí se sirve, a mí me debe lealtad. Si salvo la vida a tu amigo, los dos debéis jurarme dedicaros siempre a los Nombres Ridículos, promulgar su gloria y no rehuir nunca de ellos.
  Kagome reflexionó sobre aquella condición. Justo en ese momento, cuando estaba tan próxima a lograr el deseo que  desde niña había anhelado… sin embargo, finalmente asintió. La vida de Yoshinabo se había vuelto demasiado valiosa para ella.
- Acepto, duende de los Nombres Ridículos.
  El mágico ser asintió. Después, pasó sus verdes manitas sobre la herida abierta del samurái, que por arte de magia empezó a cerrarse ante sus ojos. Instantes después, la sangre había vuelto a su sitio, y el veneno desaparecido del organismo.
- ¿Qué…?- farfulló Yoshinabo.
- Gracias, duende mágico- dijo Kagome.
- No hay de qué. Mas recordad: ahora me sois fieles a mí, y a nadie más.
  El duende dio unos pases mágicos y desapareció, tal y como había llegado.
  Kagome y Yoshinabo quedaron a solas. Tras una mirada cómplice, se fundieron en un cálido abrazo.
- De verdad va a renunciar a su sueño… ¿por mí?- preguntó el samurái.
-  Me he dado cuenta de que hay cosas más importantes- dijo la princesa-. Porque un nombre es solo un nombre, no define quienes somos. Lo que realmente lo define es qué hacemos con nuestra vida… y a quién amamos.
  Yoshinabo le miró con ojos llorosos.
- …pero es muy puto ridículo.
- ¡Pues mira que el tuyo! Anda, vámonos…
  Y así, Kagome y Yoshinabo renunciaron a cambiarse los nombres. Los dos huyeron más al Norte, se instalaron en las montañas y tuvieron una vida de dicha y armonía con la naturaleza juntos, e incluso tuvieron un hijo. Y el sogún nunca les encontró…”

Kagome cerró el libro en el que había escrito su historia. Estaba en una pequeña cabaña de madera, rodeada de vegetación. A su lado, Yoshinabo tomaba una taza de té con calma, mientras se oía el murmullo de un estanque por la ventana. Ante ellos, un niño de unos 10 años les contemplaba sentado con las piernas cruzadas.
- Y esa es nuestra historia- dijo la mujer-. De cómo vinimos a vivir aquí a vivir, cómo te tuvimos y porqué te pusimos el nombre que llevas.
  El niño miró a su madre. Después a su padre, que asentía a cada palabra con su pipa de bambú en la mano. Finalmente, el joven se puso de pie de un salto, sin apartar la mirada de ninguno de ellos.
- Papá, mamá, idos a la mierda.
  Kagome y Yoshinabo se miraron un segundo. Después, ambos reaccionaron a la vez.
- ¡A tu cuarto, Konchichi!

FIN

lunes, 21 de noviembre de 2016

El Comprensivo y el Loco


Vivía en un pueblecito escondido entre los árboles de un recóndito bosque, un joven muchacho con retorcidas ideas al que todos llamaban Juan “el Loco”. Como era diferente al resto, la mayoría se metía con él, le insultaba y le pegaba. Tenía una casa para él solo, pues nadie quería hacerse cargo de su demencia, y era muy infeliz.
  Un día, se desató un terrible incendio en el bosque. Como era el que más lejos vivía del resto, Juan “el Loco” fue el primero en acudir al lugar con un saco lleno de lo que parecían piedras negras, que empezó a lanzar una a una contra el fuego que lentamente avanzaba.
  Ocurrió que, mientras tales acontecimientos tenían lugar, Pete “el Comprensivo” volvía a casa tras una infructífera jornada de caza, pues todos los animales le inspiraban compasión. El chico se lamentaba de su incompetencia.
- Seguro que la gente del pueblo vuelve a llamarme fracasado- se decía-. Y a tirarme piñas y a reírse. Seguro que mi novia vuelve a acostarse con otros hombres, para castigarme por ser tan inútil. Seguro que mis vecinos han vuelto a robarme el felpudo, por no preocuparme de clavarlo al suelo. Les comprendo a todos...
  Cuando el frustrado cazador pasó cerca de las llamas, enseguida se acercó a ver qué sucedía, momento en que vio a Juan “el Loco” arrojando insistentemente sus oscuros proyectiles contra el ardor.
- ¿Qué haces, Juan?- preguntó Pete.
- Luchar contra el fuego- respondió el demente, sin desviar la atención de su menester.
- Pero así no vas a apagarlo nunca. Se necesita agua, arena o un cortafuego. Además, eso que le estás tirando no son piedras. Es carbón.
  Juan “el Loco” le deleitó con una lunática sonrisa.
- La gente es mala, la vida dura y llena de sufrimiento. No quiero apagar el fuego. Quiero que el fuego viva, se haga grande y sufra. Como yo.
  Pete “el Comprensivo” miró a su conciudadano. Realmente se le veía muy esmerado en su tarea. Tras reflexionarlo, el chico se colocó junto a Juan y comenzó a ayudarle a tirar carbón.
  Los dos muchachos estuvieron un rato alimentando al fuego. Ya casi se había acabado la bolsa, cuando sus dedos se rozaron en el fondo. Ambos sintieron un escalofrío recorrer sus espaldas y, casi al mismo tiempo, sus propias almas. Luego, se miraron a los ojos.
- ¿Por qué no dejamos esto y nos vamos?- propuso Pete.
- ¿A dónde?
- No sé. A cualquier lugar. Pero lejos.
  La mirada de Juan se volvió bizca y perpleja pero, finalmente, tras unos segundos de pensamiento confuso, respondió.
- Venga.
  Los dos chicos fueron a sus respectivos hogares, prepararon sendos hatillos con lo más básico e imprescindible para la supervivencia y se volvieron a encontrar en el punto que sus sentimientos habían conectado, todo ante la burlona mirada de sus vecinos.
- ¿Listo?- preguntó Pete.
- Listo.
  Y desde aquel momento, Pete “el Comprensivo” y Juan “el Loco” abandonaron aquel pueblo lleno de prejuicios, se mudaron a una cueva y vivieron juntos el resto de sus días. Juan tuvo un embarazo psicológico y dio a luz a una piña a la que apodaron Cerecita, y Pete no dijo nada. Porque el loco necesita al comprensivo que le apoye, y a su vez al comprensivo le viene bien un loco que no se aproveche de él.
  Mientras tanto, nadie se acordó de apagar el fuego. Las llamas se propagaron, consumiendo el pueblo, y la gente que se había reído de ellos, sencillamente, dejó de hacerlo.

FIN

lunes, 14 de noviembre de 2016

Polvo que brilla un instante y luego se desvanece

Existió una vez un niño, uno pequeñito, gris y de aspecto un tanto simple. Ese niño nació con un hada. El mágico ser revoloteaba noche y día a su alrededor, esparciendo con sus pequeñas alas motitas brillantes de luz que bañaban, de una manera invisible para los ojos de los mortales, su cabeza.
  Al joven le encantaba dibujar para su amiga. Le hacía casas, paisajes, cielos y bosques, o montañas rusas donde divertirse. Sus dibujos estaban llenos de talento, escapaban de las concepciones tradicionales de la mente. A veces plasmaba mundos imposibles, lugares inexistentes para vivir llenos de magia y fantasía, con dragones y otras bestias, y estrellas que nacían de la tierra como plantas. Aunque nadie más que él pudiera ver al hada que en ellos habitaba, sus padres a menudo se asombraban con sus creaciones. Todo el mundo le decía que podía llegar lejos.
  En otro orden de cosas, lejos de la historia que compartía con su hada, el chico tuvo una infancia corriente. Con el paso del tiempo, y conforme avanzaba en el colegio, las exigencias del mundo se hicieron mayores, los deberes eran más difíciles de cumplimentar. El pequeño necesitaba dedicarle más tiempo a esa otra realidad, por lo que empezó a hacer menos caso al mágico ser y a sus dibujos.
- Lo siento hadita, hoy no puedo jugar- decía muchas veces cuando le llamaba la atención-. Tengo que terminar las tareas. Otro día será.
  A pesar de que en aquellos momentos el hada se ponía triste, era cierto que más adelante siempre encontraba el muchacho tiempo para regalarle, así que con aguantar un poco las ganas a veces, era suficiente.
  Siguieron pasando los años, y el chico empezó a interesarse más por los amigos. Ahora, aparte de los deberes, tenía que compaginar su tiempo libre con sus amistades, muchachos como él con los que hacía deporte, paseaba o, simplemente, se reía. El hada vio disminuida, de nuevo, la atención que le procuraba.
- Lo siento hadita, pero hoy he quedado. Otro día jugamos.
  Aunque la espera se hacía más larga, al final el joven siempre volvía a deleitar al hada con sus dibujos espectaculares. Le costó un tiempo aceptarlo pero, finalmente, con eso, el mágico ser se conformaba.
  Algún tiempo después, algún tiempo en que el estudio no era suficiente, el chico necesitó un trabajo. Lo encontró como tantos jóvenes en aquella época, de operario en una cadena de montaje, un desempeño repetitivo y monótono que machacaba sus nervios y su felicidad como una máquina llena de engranajes gravosos. Pero el dinero le venía bien para comprar cosas, así que decidió mantenerlo. Ya apenas tenía tiempo que procurar al hada, a quien sólo muy de vez en cuando dedicaba algún dibujo.
- Hadita, hoy sólo quiero descansar…- le decía a menudo al ser cuando llegaba exhausto a casa, sólo dispuesto a meterse en la cama.
  El hada, otrora azul de ilusiones y sueños, empezó a segregar un polvo rojo intenso, como la sangre que acude a dar rubor a las mejillas. Mientras, el chico dormía, ajeno a tales cambios.
  Las lunas siguieron subiendo y bajando, y ya él casi ni se acordaba del hada. Su trabajo marchaba bien, tanto que, cuando salieron plazas para poder ascender en la empresa, no lo dudó un segundo. No era el trabajo de sus sueños. No era lo que había deseado. Pero le venía bien el dinero, para comprar cosas, para salir con los amigos, para vivir o, al menos, para no morir. A conciencia, empezó a prepararse la oposición, estudiando y trabajando duramente para ello.
  Al hada, ya no le hacía ningún caso.
- Ahora no, hada… no molestes… déjame…- era ya lo único que le dedicaba a su vieja amiga.
  El hada caprichosa, roja de furia, decidió sublevarse y empezó a llamar la atención del hombre, que ya no era un niño. Le escondía las cosas, se las cambiaba de sitio; tiraba parte del dinero; sacaba y esparcía la basura por la casa… el chico, que ya era un adulto, estaba harto.
- Hada, te la estás jugando. Déjame tranquilo, asuntos importantes reclaman mi atención.
  Pero el hada no desistió. Más aún, se tomó aquellas palabras como un insulto. ¿Acaso ella no era importante? Ya ni dormir dejaba a su antiguo compañero, reclamaba su interés con el tintineo de sus alas, como campanas y llenaba el sitio de polvo rojo brillante que irritaba y alteraba al hombre. Un día, él no pudo más.
- ¡Hada del demonio!
  Estalló de furia. Cogió la pluma estilográfica con la que se había olvidado de dibujar y persiguió por toda la casa a su hada. El mágico ser huyó durante el tiempo que pudo, escondiéndose tras los muebles, en los cajones o bajo la cama. Todo fue en vano. Una vez apartados cuantos sitios hubiera donde poder ocultarse, el hombre la acorraló en un rincón.
- No tengo más tiempo que perder con esto…
  Y apuñaló al hada con la pluma. Sangre escarlata brotó del pecho del personaje, mientras sus alas perdían fuerza y ella misma se precipitaba al vacío. Al aterrizar en el suelo, sus bracitos y piernas primero, después todo su cuerpo, se deshicieron en ese polvo de colores que llevaba años soltando. Y el viento barrió sus restos.
  Ya sin distracciones, el hombre pudo estudiar tranquilo. Tras mucho esfuerzo, logró aprobar la oposición, consiguiendo un puesto fijo como supervisor en la cadena de montaje. Olvidó al hada para siempre.
  Pasados unos años, él ahorró el suficiente dinero para mudarse a una casa del centro y empezar una nueva vida. Conoció a una chica con la que estuvo saliendo una temporada, hasta que finalmente decidieron casarse. Tuvieron dos hijos, una chica y un chico, y el hombre trabajó para sacar adelante a su familia con ahínco. Dibujaba, pero el antiguo sueño se convirtió en hobby, y con ello la pasión y la vida volaron de sus creaciones. Años más tarde, cuando era ya un anciano, le diagnosticaron una enfermedad grave, que poco a poco le fue debilitando, como a todos. Al final de sus días, el hombre acabaría en la cama de un hospital, rodeado de los suyos.
  Un día, él murió. Y sus hijos y familia le lloraron.
  Había tenido el hombre una hija, una inteligente y resuelta muchacha. La joven también había nacido con un hada, verde y con un sombrero de plumas de los tonos del arco iris. Esa hada siempre le susurraba pero, desde que su padre muriera, lo empezó a hacer con mayor insistencia. La chica llevaba años sin hacerle mucho caso pero, aquella vez, no pudo ignorar su llamada.
- Tenemos que vencer a la muerte.
  Conducida por las indicaciones del mágico ser, la joven construyó una casa, un pueblo, un mundo de papel y letras, de colores, de sentimientos, de olores, de tactos y sonidos, un mundo inagotable y eterno. El mundo que ella quería. El mejor. Guiada por el hada, se encerró entre sus hojas, y todo aquel que quisiera podía ir a visitarla desde entonces. Estaba dentro, y lo estaría siempre. 
  Aparte de aquella hija, la familia del hombre, a su vez, creció como hubiera hecho él, llegando a terminar sus días de igual modo, postrados plácidamente en camas y rodeados de los suyos. Y los suyos les lloraron. Pero al hombre ya no. Porque casi nadie se acordaba de él.
  Con el paso del tiempo, la gente fue creciendo, viviendo y muriendo, hasta que la existencia del antiguo dibujante se perdió en el olvidó. Como la de la mayoría. Como la del hada que quiso ser algo que nunca pudo.

  La hija, sin embargo, nunca desapareció. Cualquiera podía ir a verla a su mundo particular, aquel que compartía con el hada. Un mundo eterno que nunca se agotaba. Uno donde, si morías, sólo tenías que empezar desde el principio para nacer de nuevo. Uno donde podía un sueño ser tan palpable como la carne. Y visitarlo era tan fácil como abrir un libro.