“Esta es una época de leyendas, de expertos guerreros duchos
en el camino de la espada, las armas arrojadizas y las artes marciales, pero
también de bestias mitológicas, magia a raudales y misterios ocultos del lejano
oriente.
Vivía, mucho antes de
que se formaran Japón, China o Filipinas, y muchísimo antes de que lo hiciera
Estados Unidos, un severo sogún que gobernaba con mano de hierro un vasto reino
conocido como Changpía. Tenía tan poderoso hombre una hija, una muchacha joven
y sana, que sin embargo era terriblemente infeliz… porque se llamaba Kagome.
A pesar de su
belleza, su lozana juventud y su pericia en las artes femeninas (danza clásica,
canto popular y lanzamiento de cuchillos), nadie quería casarse con Kagome. Su
padre había intentado arreglar diversos matrimonios de conveniencia pero, a
pesar de la influencia del sogún, los pretendientes tarde o temprana se echaban
atrás. La princesa tenía un nombre demasiado ridículo.
- Es imposible…- se lamentaba la muchacha a menudo-. Ningún
hombre querría desposarse con una dama que se llamara como yo.
- ¡Ninguna hija mía quedará soltera!- profería el sogún-.
Por mi honor que urdiré un trato tan ventajoso que ningún noble hijo osará
rechazar tu mano.
- ¿Y no sería mejor cambiarme el nombre?
- ¡Jamás! ¡Ninguna hija mía se cambiará el nombre que le he
dado! Encontraremos pretendiente digno, y te casarás con él conservando mi
regalo. ¡Lo juro por mi honor!
Pero los años
pasaban, y la princesa no era desposada. Kagome estaba muy preocupada. Aquel
otoño, cuando los cerezos fucsia mudaran su vestido de flores, ella cumpliría
13 años. Se le iba a pasar el arroz. Mientras tanto, ella sólo había ensoñado con un futuro distinto, oyendo historias de princesas normales con nombres comunes, o del sabio Duende de los Nombres Ridículos, un ente mágico que ayudaba a quienes lo requerían. Mas sólo eran cuentos chinos.
Un día, la muchacha decidió
buscar ayuda. Si su padre no atendía a razones, ella tendría que tomar las
riendas de su vida. No se trataba meramente de perpetrar su linaje, también
estaba harta de que los campesinos hicieran canciones con su nombre, de que los
sirvientes cuchichearan a sus espaldas o de que los príncipes que había visto
desfilar desde su más tierna infancia ante ella se rieran en su cara. Así pues,
un día tomó la determinación de acudir al Sagrado Oráculo del Registro Civil,
en las montañas sagradas del Norte, para así poder cambiarse el nombre. Pero el
viaje era largo y lleno de peligros, demasiado duro para una doncella de su
edad, por lo que decidió que necesitaría ayuda. Debía tratarse de alguien tan
habilidoso como discreto, ya que su padre no tendría que conocer sus planes,
por lo que no podía fiarse de nadie del reino. Por ello, decidió buscar en las
páginas amarillas de samuráis al perfecto candidato. Tras una exhaustiva
búsqueda, se decantó por un misterioso espadachín conocido como “El Guerrero Misterioso”,
con una tasa de éxito en sus misiones muy alta.
Contactaron por
paloma mensajera, y quedaron secretamente en el Estanque de las Truchas Reales
del palacio. El Guerrero Misterioso resultó ser un hombre maduro y fuerte, con
el rostro y el cuerpo cubiertos de cicatrices forjadas en mil batallas.
- Le ayudaré, princesa, iremos al Valle del Sagrado Oráculo
del Registro Civil- aceptó el espadachín.
- Y te pagaré bien por ello. Pero no me llames princesa. Mi
nombre es Kagome.
El Guerrero Misterioso
guardó silencio un segundo antes de hablar.
- Joder, qué puto ridículo.
- ¡Te prohíbo que uses ese lenguaje conmigo! Descarado…
Amparados por la
noche, horas más tarde Kagome y el samurái huyeron para juntos emprender un
tortuoso y largo viaje.
El comienzo de tan
improbable asociación no estuvo exento de dificultades. Kagome era una noble que
siempre había vivido con las comodidades de un palacio, por lo que su frágil
cuerpo tardó en acostumbrarse a las inclemencias de la vida del vagabundo:
pedía comida a menudo, se quejaba cuando dormían al raso y siempre tenía frío,
dolor de pies o pis. Por su parte, el Guerrero Misterioso (que pidió que le
llamaran G.M.) era un mercenario despiadado acostumbrado a una vida regida por
el código de la espada. Su antiguo señor y su mujer murieron en un incendio
mientras él iba a comprar sushi, y no había podido soportar la vergüenza, por
lo que se convirtió en un ronin que alquilaba sus servicios sin escrúpulos, lo
cual provocaba enfrentamientos con Kagome, dama de buen corazón.
De aventuras tampoco
adoleció el viaje. Por el camino, Kagome y G.M. hicieron muchos amigos:
liberaron a un pueblo de una banda de trolls que comían dedos de los pies, le
enseñaron la alegría de vivir a un grupo de huérfanos que nunca habían tenido
un adulto que les quisiera y reunieron a un mago errante con su perro perdido
por largo tiempo. Pero esas son otras historias. Todo ello, sin ser conscientes
de que el sogún había enviado a sus hombres en su búsqueda, y ya casi les
tenían encima…
Con los lazos entre ambos mucho más estrechados,
habiendo aprendido la una sabiduría vital del otro, y el samurái habiéndose
contagiado de la bondad de ella, Kagome y G.M. casi habían llegado a su
destino.
- El Sagrado Oráculo del Registro Civil se encuentra tras esta
colina de verde primavera eterna- dijo G.M.
- Estamos tan cerca…- suspiró Kagome.
El día era soleado,
apenas una suave brisa fresca se elevaba sobre la hierba. A su espalda, un bosque
de cerezos fucsia había quedado atrás. En el cielo, el murmullo de los gansos
reales hendían las nubes como flechas. G.M. y Kagome emprendieron la marcha,
cuando el crujir de una rama rota les sorprendió por la espalda. El guerrero se
volvió al tiempo que su katana se desprendía de la vaina tan presta que pareció
haberse materializado en su diestra.
- ¿Quién va?- preguntó el samurái.
Durante un segundo,
no se oyó nada. El viento meció las ramas de los árboles cercanos. Y ahí
estaban. Cuatro figuras misteriosas, de túnicas negras que cubrían todo el
cuerpo desde el rostro a los talones, cada uno con sendas cuchillas púrpuras en
sus manos, les contemplaban en silencio.
- Somos los hermanos ninja Estrella Maldita- informó uno de
ellos.
- ¡La élite del ejército de mi padre!- lloró Kagome.
- El sogún nos ha enviado para devolverle a su hija, sin que
sufran ningún daño ni ella, ni su nombre- explicó otro de los sinobis.
- Pero no se contentará con eso- intervino un tercero-. Por
haberla ayudado a escapar, el sogún también quiere tu cabeza, samurái.
G.M. se puso en
guardia.
- Yo… soy… Lee- dijo el cuarto hermano ninja, que también
quería tener diálogo en la historia.
- Me gusta ese nombre…- opinó Kagome.
- No entregaré a la princesa, ni mi vida, de manera
gratuita. Adelante, pues no me da miedo la muerte- desafió G.M.
Una chicharra
cantaba a lo lejos. El viento de la tarde acarició sus mejillas. Hubo un
graznido distante, una hoja se posó sobre el suelo, un parpadeo. Y, de repente,
la batalla comenzó tan súbita como la explosión de una tormenta de verano.
G.M. se batió en
duelo con los cuatro hermanos ninja Estrella Maldita. Una danza de hierro y
muerte se desplegó ante los obnubilados ojos de Kagome. Las espadas corrían,
chocaban y se besaban en el aire sin cesar, y el samurái repelía y atacaba los
embistes de sus rivales como si hubiera
nacido para ese momento.
Tras unas horas de
lucha, ya casi el sol había sido derribado por el manto nocturno, cuando G.M.
había acabado con tres de los adversarios.
- Te arrepentirás de la muerte de mis hermanos- juró Lee,
con sus espadas.
G.M. estaba agotado.
Aunque igualada en cuanto a pericia, la pelea con cuatro rivales al tiempo
había hecho más mella en sus músculos que en los de su contrincante. Más aun, la
muerte de su familia imbuyó en Lee el vigor de la venganza, porque los malos
también tienen su corazoncito. Por todo ello, el ninja resultó mucho más rápido
y certero: deshizo su guardia, le hizo un corte en el costado y le desarmó. El
samurái cayó al suelo, sujetando la herida abierta con el puño.
- Pelaste con honor, guerrero- dijo Lee alzando sus cuchillas,
preparado para rematarle-. Tus ancestros te recibirán en el otro mundo con los
brazos abiertos.
Sin embargo, antes
de terminar el golpe de gracia, Lee notó un dolor agudo en la espalda. Con
manos temblorosas, trató de quitarse la cuchilla que Kagome le había lanzado
desde la distancia. La princesa la había robado del cadáver de uno de los
hermanos ninja Estrella de Muerte.
- Apuñalado por el arma de mi hermano… a mis ancestros no
les gustará esto… ¡qué indigno!- se quejó amargamente el ninja.
En un esfuerzo
mortal, G.M. recuperó su katana y le cortó la cabeza de un golpe a Lee. Después
se desplomó en el suelo.
- ¡Guerrero misterioso!- lloró Kagome.
La princesa corrió a
socorrer a su compañero. El samurái estaba frío como la nieve, su rostro
perlado de un sudor untuoso y oscuro.
- La cuchilla estaba envenenada- dio G.M. débilmente.
Kagome lloraba
desconsolada mientras con fútil esfuerzo trataba de detener el flujo de sangre
que del torso del samurái manaba como un río de lava.
- Estábamos tan cerca, Guerrero Misterioso…
- Vos todavía podéis lograrlo- dijo G.M.-. Vuestro destino
está allí, a pocos metros al Norte. Y, por favor, no me llaméis más Guerrero Misterioso.
Hay algo que debo confesaros. Mi nombre verdadero, aquel que me dieron mis
padres, aquel del que siempre he renegado… mi nombre, en realidad, es Yoshinabo.
Hubo un segundo de
silencio.
- Joder, qué puto ridículo- dijo por fin la princesa.
- Ya…
- Aun así, no quiero que te mueras…- siguió llorando
desconsolada la muchacha.
Yoshinabo entrecerró
los ojos. Notaba como las fuerzas lentamente le abandonaban.
- Kagome…
- Yoshinabo…
- Kagome…
- Yoshinabo…
- Ka… go… me…
- ¡YOSHINABOOO!
Entonces, un brillo
mágico surgió a su lado. Hubo un sonido chispeante, un humo que brotó de la
nada y una niebla que no se respiraba. Cuando el vapor desapareció, una figura
pequeña, verde, con las orejas puntiagudas y una calva brillante, había surgido
a su lado.
- Saludos, sin quererlo, me habéis invocado. Soy el duende
de los Nombres Ridículos.
Kagome se secó las
lágrimas con la manga del kimono, no creyendo lo que veían sus ojos.
- ¿Duende de los Nombres Ridículos?
- Así es. Me aparezco a quienes los recitan de tres en tres
con el corazón, y les concedo un deseo.
La princesa sonrió.
Aun notaba el corazón de su amigo.
- ¿Podrías curar a Yoshinabo?
- Podría- admitió el duende. Pero, antes de que la muchacha
conjurara su deseo, prosiguió-. Mas a un precio. Quién de mí se sirve, a mí me
debe lealtad. Si salvo la vida a tu amigo, los dos debéis jurarme dedicaros
siempre a los Nombres Ridículos, promulgar su gloria y no rehuir nunca de
ellos.
Kagome reflexionó
sobre aquella condición. Justo en ese momento, cuando estaba tan próxima a
lograr el deseo que desde niña había
anhelado… sin embargo, finalmente asintió. La vida de Yoshinabo se había vuelto
demasiado valiosa para ella.
- Acepto, duende de los Nombres Ridículos.
El mágico ser
asintió. Después, pasó sus verdes manitas sobre la herida abierta del samurái,
que por arte de magia empezó a cerrarse ante sus ojos. Instantes después, la
sangre había vuelto a su sitio, y el veneno desaparecido del organismo.
- ¿Qué…?- farfulló Yoshinabo.
- Gracias, duende mágico- dijo Kagome.
- No hay de qué. Mas recordad: ahora me sois fieles a mí, y
a nadie más.
El duende dio unos
pases mágicos y desapareció, tal y como había llegado.
Kagome y Yoshinabo quedaron
a solas. Tras una mirada cómplice, se fundieron en un cálido abrazo.
- De verdad va a renunciar a su sueño… ¿por mí?- preguntó el
samurái.
- Me he dado cuenta
de que hay cosas más importantes- dijo la princesa-. Porque un nombre es solo
un nombre, no define quienes somos. Lo que realmente lo define es qué hacemos
con nuestra vida… y a quién amamos.
Yoshinabo le miró
con ojos llorosos.
- …pero es muy puto ridículo.
- ¡Pues mira que el tuyo! Anda, vámonos…
Y así, Kagome y
Yoshinabo renunciaron a cambiarse los nombres. Los dos huyeron más al Norte, se
instalaron en las montañas y tuvieron una vida de dicha y armonía con la
naturaleza juntos, e incluso tuvieron un hijo. Y el sogún nunca les encontró…”
Kagome cerró el libro en el que había escrito su historia.
Estaba en una pequeña cabaña de madera, rodeada de vegetación. A su lado,
Yoshinabo tomaba una taza de té con calma, mientras se oía el murmullo de un
estanque por la ventana. Ante ellos, un niño de unos 10 años les contemplaba
sentado con las piernas cruzadas.
- Y esa es nuestra historia- dijo la mujer-. De cómo vinimos
a vivir aquí a vivir, cómo te tuvimos y porqué te pusimos el nombre que llevas.
El niño miró a su
madre. Después a su padre, que asentía a cada palabra con su pipa de bambú en
la mano. Finalmente, el joven se puso de pie de un salto, sin apartar la mirada
de ninguno de ellos.
- Papá, mamá, idos a la mierda.
Kagome y Yoshinabo
se miraron un segundo. Después, ambos reaccionaron a la vez.
- ¡A tu cuarto, Konchichi!
FIN