domingo, 3 de abril de 2022

La ácida melodía de Margo

María Tuba tenía un nombre muy apropiado para haberse dedicado a la música. Pero María no era cantante ni compositora, como tampoco sabía tocar ningún instrumento. Ni siquiera había tenido oportunidad de aprender a hacerlo. Desde temprana edad, la chica que ya contaba 28 primaveras se había visto obligada por las circunstancias a emprender el tedioso camino del trabajador precario. Sus padres, uno conserje, la otra desempleada de larga duración, no habían podido proporcionar jamás ningún lujo a su hija, que pronto había descubierto en la comparación entre su patrimonio y el de sus amigos una carencia necesitada de ser subsanada.

  A los 16 años, María dejó los estudios para trabajar en el almacén de una conocida marca de ropa. Cuatro años más tarde y con los ahorros adquiridos, se había mudado del pequeño piso de sus progenitores, demasiado enjuto para abarcarla con holgura a ella y a sus tres hermanos pequeños, y había decidido vagar de piso en piso, de alquiler en alquiler. Mas cuanto más tiempo pasaba, peores contratos se encontraban... y los alquileres subían.... y la luz... y la gasolina, en máximos históricos. Para cuando llegó la víspera de su vigésimo noveno cumpleaños, la chica estaba harta de sus aburridos trabajos, entre los cuales alternaba de un contrato temporal en otro pero, tal y como estaba la vida, mejor eso que nada o, más correctamente, ni siquiera tenía elección.

  La crisis de los treinta se le había anticipado a la muchacha, siempre precoz y adelantada. Echando la mirada atrás, en ocasiones se arrepentía de haber dejado tan temprano sus estudios, ya que en aquel momento no tenía ningún salvavidas, nada a lo que aferrarse, tan solo la condena de vagar de un curro de mierda en otro, peleando por llegar a fin de mes y sin vistas a ninguna manera de echar raíces en la tierra. Cuando pensaba en ello, solo podía sentir el rugido de una enorme ola negra que se le acercaba desde las profundidades de un mar ya agitado, cuya mera presencia servía para angustiarla.

  María Tuba no bebía más que en contadas ocasiones y no podía permitirse fumar. No iba al cine nunca y había tenido que dejar el gimnasio tras la última subida de su casero, justificada en el aumento desmedido de la luz. Aparte de dar paseos, la cuenta de Netflix que compartía con tres amigas y algún que otro ligue, la única afición de la joven eran las antiguallas.

  A la chica le gustaba pasearse por el rastro de Madrid o por almacenes y tiendas de objetos clásicos varias para ojear su mercancía. Por supuesto, ella no poseía ninguna y jamás podría hacerlo dada su economía, pero le relajaba deambular entre las abarrotadas estanterías y elucubrar sobre cuál sería la historia de cada objeto que contenían: espejos, estatuas religiosas, cajas de música... Más de entre todos los tesoros, aquellos que más llamaban su atención eran los instrumentos. Su favorito era el piano, tanto por sonido como por forma, elegante y altivo, visiblemente inamovible. De haber tenido una casa grande, sin duda le habría dedicado algún rincón a uno de aquellos armatostes, a pesar de no saber tocarlo. En su idílica realidad inventada, ya tendría tiempo para tomar clases y aprender a doblegar sus teclas.

  La Vieja Mansión era, de todos los establecimientos de antigüedades que conocía, su lugar favorito. No era una tienda al uso, nada de eso. Era prácticamente un castillo. Situado en las afueras de un remoto pueblo al sur de la capital, la enorme nave industrial de 500 metros de largo era el orgullo de sus habitantes. Estanterías repletas de aquellos enseres milenarios se extendían de una a otra pared, apilados y abarrotados, montañas tan altas que uno sentía vértigo solo de mirarlas. El sitio tenía unas dimensiones tremendas, inverosímiles, era prácticamente todo un almacén. Su dueño era un restaurador retirado con cierta fama en el antiguo mundo, bastante viejo, que se dedicaba al negocio más por afición que por otra razón.

  Estaba La Vieja Mansión ordenada por secciones y, como no podía ser de otro modo, el lugar preferido de María era la sección de los instrumentos. Violas, saxofones, xilófonos y flautas. La chica decidió dedicar una parte de su día libre a pasear tranquilamente por entre aquellas piezas de coleccionista. Había tantos objetos apiñados que uno perdía la vista entre ellos, incluso en altura, donde reposaban peligrosamente tanto objetos medianos como otros mayores tales a arpas o pianos, inverosímilmente colocados en vigas para no ocupar espacio en tierra. Más, de entre todos, hubo uno que llamó la atención de la joven.

  Junto a un violín Stradivarius con las iniciales N.P. grabadas, se encontraba una nota discordante a la melodía común de la sala. Se trataba de una lámpara, cuyo color se intuía dorado, aunque era difícil asegurarlo a través de la capa de polvo que la impregnaba.

  -Definitivamente, este no es tu lugar.

  María creyó discernir unas letras en su dorso. Con la intención de descifrarlas, cogió la lámpara y frotó la superficie tres veces. El objeto se convulsionó, dio un brinco y comenzó a expulsar un humo azulado por la boquilla.

  En pocos instantes, y ante la atónita mirada de la joven, el denso vaporoso conformó una masa sólida, y la masa adquirió la forma de un ser alto, barrigudo y con la nariz tan puntiaguda como las orejas.

  Con una voz grave y penetrante, la mágica aparición comenzó a hablar.

  -Saludos humana. Mi nombre es Margo, el Genio Cabrón. Ya que me has liberado, es mi deber concederte un deseo a tu elección.

  María no podía creerlo. Por supuesto conocía a los genios y su mecanismo de haberlo visto en las películas, mas jamás en toda su vida habría podido anticipar que se vería en aquella situación.

  -¿Me concederás cualquier deseo? ¿Solo con pedirlo?

  El genio asintió.

  -Es mi obligación. Date prisa y pide sin dilación.

  María pensó en cuáles serían las palabras apropiadas para cambiar su situación. Finalmente, las halló.

  -Deseo tener el suficiente dinero en el banco como para no tener que preocuparme más por él durante el resto de mi vida.

  -Deseo concedido.

  Margo dio dos palmadas. Acto seguido, tanto genio como lámpara se evaporaron de entre los dedos de la joven.

  La chica estaba tan impactada que apenas podía creerlo, y desde luego no lo haría hasta que lo comprobara con sus propios ojos. ¿Habría sido una ilusión?

  Inmediatamente posterior a ese primer pensamiento, y casi como en respuesta, su móvil vibró. La chica encendió al aparato. La app de su banco le avisaba de un nuevo movimiento en su cuenta.

  El corazón de María dio un vuelco dentro de su pecho. Con dedos ávidos, introdujo dos veces mal su contraseña antes de acertar con la tercera. Diligentemente, corrió a chequear sus ahorros.

  -Pero... ¿qué?

  Tenía una transferencia nueva notificada, efectivamente, más era desde su propia cuenta. Destinatario, Margo S.L., por valor de absolutamente todo lo que tenía.

  Su crédito actual estaba a 0.

  -Pero... ¿qué? –repitió.

  Entonces, le cayó un piano en la cabeza.


FIN