El Día del Fénix era la festividad más importante para el
nórdico pueblo de Priuka. La leyenda que la vio nacer se remontaba varios
siglos atrás, en mitad de las guerras entre el pueblo y los invasores del
Norte. Viendo la flota vikinga que se acercaba a sus costas, los antepasados de
los priukanos pidieron ayuda a sus dioses, y éstos se la concedieron en forma
del llamado Fénix del Anochecer. Con la última luz del día, el mágico ser sobrevoló
los cielos, regó los barcos enemigos con su magia y les hizo estallar en llamas
que, como velas en la oscuridad, poco a poco fueron extinguiéndose y muriendo
en el mar. De esta manera, los priukanos pudieron conservar su libertad y, en
agradecimiento, decidieron dedicar un día del año a rememorar tan legendario
acontecimiento.
Muchos años habían
transcurrido desde aquello, pero los habitantes de Priuka no habían olvidado.
Desde tiempos igualmente inmemoriales, cada 9 de Febrero los priukanos llevaban
a cabo su particular conmemoración. A falta de disposición del mitológico ser,
el sustituto apropiado habría de ser una paloma. Cuando doblaban las campanas
del crepúsculo, el ave era rociada con un líquido inflamable de fabricación
casera, acariciada por una cerilla y enviada a perecer al mar, hacia donde el
desesperado vuelo del animal solía guiar en busca de agua.
Aquel año iba a ser
la ceremonia más espectacular vivida en años. A consecuencia del gran
seguimiento popular, los presupuestos para el Día del Fénix habían aumentado
considerablemente: mayores y más estruendosos fuegos artificiales, tenderetes
de puestos de manufactura artesana, una noria el doble de grande, comida
caliente, más música…
Todos los priukanos
estaban contentos con el cambio, excepto uno. Para Rudolg el vigilante, no iba
a ser tarea fácil. Un mayor despliegue demandaba mayor responsabilidad por su
parte, más vigilancia y atención. Un evento que precisaba de fuego era caldo de
cultivo para problemas… y Rudolg odiaba los problemas. Desde pequeño, el hombre
había evitado tomar riesgos: mientras los demás niños se tiraban por el
tobogán, él esperaba para ver si era peligroso; jugando al fútbol, las
posiciones más alejadas del balón siempre habían sido sus preferidas; en la
escuela, nunca había faltado a su obligación de llevar los deberes, por si
acaso el maestro le descubría. Ahora tenía mujer y un hijo, a pesar de no haber
sido nunca un hombre familiar. Casarse y engendrar era lo que se esperaba de
él, la manera más cómoda y segura de envejecer, y así lo había hecho.
Cuestionarse lo que la mayoría consideraba apropiado era el primer paso hacia
los problemas.
La celebración tuvo
lugar durante todo el día, y transcurrió sin ningún incidente. Rudolg asentía
con complacencia entre los niños felices, los padres comprando comida y los
amigos charlando pacíficamente. El vigilante inspeccionó varias veces que las
atracciones estuvieran bien ancladas, los puestos de comida bien atendidos y
los petardos asegurados en su apartado rincón dentro de la carpa… Ni una sola
contrariedad.
Media hora antes de
que la previsible caída de la noche, los encargados llevaron a la paloma al
recinto. Mantener al animal mucho tiempo entre tanto ruido habría sido un
problema: cuanto más tranquilo estuviera el pájaro, más fácil sería rociarlo, y
menos posibilidad tendrían los niños de lanzarle piedras, tocar la jaula o
llamar su atención con ruido para satisfacer ese impulso natural de
experimentar. El ave era blanca con marcas grises, de ojos rojos y pico y patas
rosadas, nada fuera de lo habitual. Rudolg la llevó hasta su garita, en donde
estaría a salvo. Luego, inició su habitual ronda de inspección. El animal no
parecía enfermo, ni especialmente nervioso o agitado; sólo un pájaro normal y
corriente, con su pequeño cerebro de pájaro y su actitud propia, probablemente
atrapado aquella misma mañana. Antes de que se hubiera dado cuenta, todo habría
acabado.
- Hoy es tu gran día, ¿eh?- le dijo a la jaula.
- ¿Ah, sí? Pues qué alegría. Aunque, si me preguntaran,
preferiría estar en otro sitio, sin duda.
El primer impulso de
Rudolg fue retroceder dos pasos. El segundo, mirar alrededor en busca de algún
bromista. La habitación estaba vacía, excepto por él y el pájaro, el mismo
pájaro que juraría haber oído hablar.
- ¿Puedes hablar?- preguntó el vigilante, extrañado.
- Eso estoy haciendo ahora mismo- respondió el ave. Su voz
era aguda y rasgada, lo que se podía esperar de un ave.
- Nunca me había cruzado con una paloma que pudiera hacer
eso.
- Para todo hay una primera vez. Aunque haya habido muchas
antes. Supongo que habrás conocido a muchas de mi especie a lo largo de esta…
fiesta, creo que lo llamáis.
Rudolg se encogió de
hombros.
- Sólo tres, los años que llevo siendo vigilante. – Y,
creyendo que se le exigía algo más de su respuesta, prosiguió-. Una de mis
tareas es procurarle agua al animal para que no se muera antes de tiempo, y
evitar que le entre estrés.
- Qué considerado- ironizó el ave-. ¿Sabes qué sería aún más
considerado? Dejarme libre y evitar que me quemaran viva.
Rudolg arqueó la
ceja.
- No puedo hacer eso.
- Oh, sí que puedes- contradijo la paloma-. Sólo tienes que
levantar el pestillo y tirar hacia ti. Yo haré el resto.
- No me refiero a eso. No puedo dejarte libre porque mi
trabajo es asegurarme de que se cumple con éxito el… ritual.
- Ritual es un eufemismo. Lo que vais a hacer es prenderme
fuego. Y no estoy de acuerdo.
Rudolg repitió el
gesto.
- Respeto que no estés de acuerdo. Pero es algo que debe
hacerse, independientemente de lo tus deseos.
- ¿Por qué?
- Porque es la tradición.
- Ya veo. Tradición, otro eufemismo. ¿Sabes lo que también
era tradición hace siglos? Quemar personas que no creían en lo que se suponía debían
creer. Hoy en día, esas cosas ya no se hacen, a pesar de que eran tradición. Tu
argumento no me vale.
- Esas cosas se
hacían cuando eran tradición, ahora ya no lo son. Dejaron de serlo por
absurdas, crueles e inmorales.
- ¿Y qué hay de lógico, piados y moral en quemar a un animal
y dejarle que se ahogue en el mar?
- En otros sitios, a los animales se les hacen cosas peores.
Esto es un orgullo.
- ¿Orgullo? Pues preferiría declinar este honor, la verdad.
Además, al igual que un asesinato no exculpa un robo, una crueldad no exime a
otra de existir.
Rudolg negó con la
cabeza. Aquella ave estaba equivocada. Le hubiera gustado hacerla entrar en su
mente, que viera lo que él veía cuando el pájaro en llamas surcaba el cielo y desaparecía
por el horizonte, como su vuelo se iba agotando cuando la vida viajaba aún más
lejos que su cuerpo, como caía y se hacía uno con la mar. Tal vez así fuera
menos duro para ella. Era cierto, había cosas que no le gustaban: el olor a
quemado, los graznidos agónicos que eran ahogados por la banda o los ojos
tristes que le miraban mientras se derretían unos segundos antes de huir, cosas
que sólo el vigilante veía. Sin embargo, esas cosas no eclipsaban la belleza
del momento. Aquella ave estaba equivocada, aunque no hubiera sabido explicar
el porqué.
- No voy a discutir con un pájaro aspectos tan complicados.
No lo entenderías.
Rudolg se dio la
vuelta y abrió la puerta.
- Una pena- dijo la paloma antes de que el hombre se marchara-.
Tendréis que aprender por las malas…
El festival siguió
su curso hasta la hora señalada. La paloma fue colocada junto a la apertura de
la carpa, directamente comunicada con el despeñadero que llevaba al mar, y los
priukanos tomaron posiciones. Los más afortunados, miembros del ayuntamiento,
personalidades o familiares de estos se sentarían junto a la jaula; el resto
del pueblo podía seguir la ceremonia de pie a través de la tele gigante que lo
capturaba todo. A Rudolg le encantaban los ojos de emoción contenida y
admiración de los jóvenes, en especial los de su hijo, sentado en primera fila
junto su esposa. Mientras tanto, la paloma aguardaba en malicioso silencio. Al
vigilante le pareció que algo malo tramaba.
- ¡Priukanos, bienvenidos al festival anual del Día del
Fénix!- entonó el alcalde, con su poderosa voz-. Sentiros cómodos y a gusto,
ante la fiesta que más nos representa, de la que debemos sentirnos orgullosos.
Que el vuelo de fuego ilumine vuestros corazones un año más.
Sencillas palabras
que no significaban nada, pero que lo decían todo, pensó Rudolg de su alcalde,
un hombre bonachón, sincero y campechano. Una buena persona.
El anciano volcó la
botella aceite sobre la paloma. El animal se sacudió inquieto el líquido del
plumaje, que sin embargo ya se había pegado lo suficiente para que se inflamara
sin remedio. Después, empezó a sonar un redoble de tambores.
- …por un año más, porque Priuka siga existiendo. Por
nuestros antepasados y por nosotros, que vuele tu espíritu más allá del mar-
entonó el alcalde.
Luego, encendió una
cerilla y dejó que cayera como un meteorito sobre el animal.
Inmediatamente el
cuerpo del pájaro empezó a arder. Durante los primeros segundos no pasó nada
pero, una vez las llamas se hubieron propagado, la paloma empezó a convulsionarse
de dolor, dar saltos y golpear las rejas con estrépito metálico. La banda
empezó a tocar.
- Abrid la jaula- ordenó el alcalde.
Rudolg dejó la
ventana libre a la libertad. La paloma no dudó un instante en tomar la salida,
tal y como había hecho cada animal detrás de él. El vigilante vio los ojos del
ave, como siempre. Pero esta vez no era tristeza o dolor lo que vio en ellos.
Era otra cosa.
De repente, un
alarido les llegó desde el cielo. Los habitantes del pueblo se removieron
incómodos en sus asientos, buscando la fuente del sonido. La banda dejó de
tocar de inmediato ante las indicaciones de su director. Nadie sabía de dónde
procedía aquel estruendo, pero parecía humano.
- ¿Qué está pasando?- no cesaba de preguntar el alcalde.
La gente empezó a
murmurar y a revolverse en sus sitios. Rudolg se volvió. Odiaba ese sonido. Era
el sonido de los problemas.
Lo primero que hizo
el vigilante fue comprobar que su familia se encontraba bien. Como todos los demás,
su cabeza se movía en varias direcciones, tratando de encontrar la fuente de
los gritos. Cuando se dio cuenta de dónde procedía, ya era demasiado tarde.
Aprovechando la
confusión, la paloma dejó de gritar y dio la vuelta en el aire. En lugar de
dirigirse al mar, su vuelo de fuego fue directo al corazón de la carpa, al
punto más recóndito de todos, a donde los fuegos artificiales aguardaban su
momento.
Rudolg gritó órdenes
de abatirla, pero nadie fue capaz de cumplirlas entre la confusión. Lo último
que sus ojos vieron, fue como el fuego se extendía.
Las llamas tardaron pocos segundos en propagarse. Cuando los
fuegos artificiales volaron dentro de la carpa, besaron la tela como amantes
furiosos y lo inflamaron todo a su alrededor. Inmediatamente, cundió el pánico
entre los priukanos, que entre alaridos y carreras colapsaron las salidas y las
hicieron poco eficaces. Los desafortunados que cayeron al suelo fueron los
primeros en morir, aplastados por sus propios vecinos. Tras unos pocos minutos,
la noria gigante cedió, y su esqueleto mecánico cayó sobre varios priukanos que
no fueron capaces de reaccionar a tiempo. Aquellos que no pudieron salir antes
de que las llamas lo devoraran todo, murieron calcinados, y sus cadáveres
tuvieron que ser sacados al día siguiente. Algunos de los que lograron escapar,
desorientados y asustados en la oscuridad más allá de la bola de fuego en que
se había convertido la carpa, se precipitaron directamente por el despeñadero
hasta caer al mar y morir ahogados o descuartizados contra las rocas. Más de
doscientos priukanos perdieron la vida aquel fatídico día, en la que sería
recordada como última y más sangrienta ceremonia del Día del Fénix.
A la hora de depurar
responsabilidades, no hubo duda. Todo el peso de la ley cayó en Rudolg,
negligente en su actividad y llevado a un centro especializado a cumplir su
condena. Las heridas provocadas le habían desfigurado el rostro, dejándole
ciego. Apenas notó aquel castigo, pues su alma ya había sido sentenciada. Su
mujer y su hijo habían perecido aplastados por la multitud que huía, como la
mayoría de miembros de las primeras filas. El hombre maldijo su suerte, a la
dichosa paloma y a los problemas hasta su último día.
Y así fue como los
priukanos aprendieron una valiosa lección que, como el estigma de la res,
quedaría grabada a fuego para siempre en su historia. Aquella paloma parlante
murió, mas asegurándose de que su terrible destino no volviera a recaer sobre
ningún otro animal.