Los domingos eran los días en que más afluencia de gente había. Pepi, la cajera, maldecía mudamente a todos y cada uno de los vecinos que cruzaban las puertas automáticas del Ahoramenos, el súper del barrio, aquel que estaba abierto los siete días de la semana los 365 días del año, exceptuando cuatro festivos.
–Puto convenio criminal y putos vecinos insolidarios.
En lo que a la mujer respectaba, los domingos deberían ser para descansar y prepararse para afrontar el resto de la semana. Sin embargo, desde que llegó a aquel supermercado no había tenido uno solo tranquilo. El resto de establecimientos cerraban, así que los conciudadanos más rezagados aprovechaban la abusiva disponibilidad del Ahoramenos para hacer la compra de la semana. Desde que abrían a las nueve de la mañana hasta su cierre de las tres, cientos de carritos atestados recorrían los pasillos entre los estantes de fruta, huevos, yogures y chocolatinas.
Pepi no había vivido un domingo tranquilo, pero nunca habría adivinado lo que aquel estaba a punto de depararle.
El hombre, de unos setenta años, dio un frenazo brusco cuando su viejo Fiat Panda quedó más o menos dentro de las delimitaciones de la plaza de aparcamiento —mucho más menos que más, en realidad—. Miró a través de la ventanilla con sus desorbitados ojos de huevo, por encima de las bolsas gelatinosas propias de la edad que tenía acumuladas. El auto había quedado tan en diagonal que era imposible que ningún coche entrara en las plazas de al lado.
–Está torcido –gruñó.
–Déjalo Ener, si no pasa nada –dijo la mujer del asiento del copiloto, una señora que, al igual que él, rondaba las siete decenas.
El hombre pegó un tirón arisco y prolongado del freno de mano, hasta que el crujido interior dejó de sonar. Mantuvo el gesto varios segundos.
–¡Lo vas a romper! –exclamó la mujer.
El hombre gruñó y soltó la palanca.
María Frigilda de los Santos Dolores Estomacales —Marifi para los amigos— y Energumenesio eran una pintoresca pareja de ancianos del barrio. Llevaban toda la vida allí, así que eran bien conocidos. A menudo se los veía pasear, ella con sus faldas monocromáticas y su pelo abombado por la permanente, él con sus pantuflas y sus camisas de cuadros.
–Ve a por el carrito –ordenó Energumenesio, una vez ambos hubieron bajado del coche.
Su esposa obedeció.
Marifi y Ener acostumbraban a pasar los domingos como el resto de la semana: solos en casa, él contemplando la tele, especialmente las noticias y el partido de fútbol de la jornada, ella haciendo las labores del hogar. A veces se sentaban juntos para ver lo que hubiera en la caja tonta, sin decirse nada. Tras más de 50 años casados, no quedaba nada que decirse… aunque tampoco es que lo hubiera habido nunca. Su religiosa visita al súper era el único detalle que se salía de lo usual en su rutina. Todos los domingos, sin falta. Una tradición más inamovible que la propia misa.
Era, para Marifi, el mejor momento de la semana.
Los ancianos recorrían los estrechos pasillos del Ahoramenos con parsimonia, cuidándose meticulosamente de ir por el centro exacto para impedir que nadie pudiera adelantarlos, echando en el carrito cada producto que dictara la amarillenta lista que Energumenesio portaba.
–Huevos… yogures… una pila…
–Piña –corrigió la mujer.
–Piña… ¿oyes, qué vamos a comer?
–Pollo.
Energumenesio gruñó, Marifi ignoraba si como protesta o como aceptación, pero le daba igual. Tocaba pollo.
Una vez acabada la compra, con el carro repleto de productos, la pareja se dirigió a las cajas.
–¡Uy! ¡El pan bimbo! –exclamó ella–. Anda Ener, tráete un paquete mientras yo hago la cola. Pero el de integral, que el del normal te da diarrea dura y luego me toca frotar con aguarrás para que salgan los palominos.
–Como debe ser, mujer.
Energumenesio marchó.
Había bastante gente en todas las cajas. Marifi repasó las colas con su adiestrada mirada de ama de casa. Tras descartar tres con mucha gente —las más cercanas a la salida—, la mujer quedó indecisa entre dos opciones: en una fila había varios jóvenes, pero con bastante compra cada uno; en la de al lado había dos señoras, la última una mujer de su edad con menos enseres en su modesto carrito. Pero la conocía. Se trataba de María Amparo, Amparus para los amigos, una tipa torpe y lenta que había mantenido su nula sagacidad desde los años que compartieran en el colegio de monjas, cuando eran niñas.
Velocidad juvenil contra menos cantidad, el eterno dilema.
–Y es que a la tonta de Amparus, como le dé por hablar…
Finalmente, Marifi decidió quedarse en la fila de la izquierda, la de los jóvenes, pero con un pie en el espacio entre ambas, por si hubiera que cambiar rápidamente. Pequeño truco fraguado con la experiencia de mil batallas en el supermercado.
Pasados unos segundos, la mujer de delante de Amparus acabó su compra antes de que lo hicieran los primeros de su fila.
–¡Esta es la mía! –pensó Marifi de inmediato.
La anciana ya estaba iniciando su movimiento de cadera, una cinética minuciosamente pulida, calculada y constante para cambiar de puesto de manera natural pero implacable. No era muy rápida, así que quien la observara desde fuera podía cometer el error de subestimar su velocidad, hasta que ya fuera demasiado tarde. Su éxito se basaba en la eficiencia: no desaprovechaba ni una sola de las calorías consumidas por sus músculos y tendones.
Un chico joven con una bolsa se adelantó, colocándose tras Amparus. Llevaba un bote de tomate, yogures y un pimiento.
–¡Será hijo de fruta! Ese sitio era mío. ¡Mío!
La mujer corroboró que el hombre que había ante los jóvenes seguía empacando su compra, mientras Amparus ya iniciaba a colocar sus productos en la cinta con parsimonia, pero diligencia.
–Esto no se va a quedar así.
Marifi ya se había conformado bastante: una vez en su vida, pero una que llevaba pagando desde entonces. Se había casado con Energumenesio a los 17 años. Ya entonces había sido un palurdo con el cerebro del tamaño de un guisante, pero eran otros tiempos, se le estaba pasando el arroz y sus amigas ya se habían prometido. No podía tolerar ser la comidilla del barrio y no iba a ser menos que esas guarras.
Energumenesio le había dado un hogar y nunca le había faltado de nada, pero era un hombre simplón y garrulo sin aspiraciones. A los 18 se había metido en una fábrica de plantillas, y desde entonces hasta su jubilación ni siquiera había ascendido. Habían tenido tres hijos: con dos de ellos no se hablaban, y el tercero vivía en Colombia, casado con una panchita. Este a veces les escribía por el guachap… el guarsap… el… ¡lo de los mensajes del móvil! Y nada más.
Marifi se había convertido en un ama de casa aburrida encadenada a un hombre que no la había satisfecho nunca de ninguna manera. Pero el súper era su territorio, aquello que mejor se le daba hacer. Y no iba a permitir que un joven descocado la pasara por encima.
La mujer comenzó a acercar el carrito disimuladamente a Amparus. El chico la vio por el rabillo del ojo y, tras un carraspeo falso, avanzó hasta pegarse a la de delante, cortándole el hueco.
–¡Uy! Será posible…
–¡Hombre, Marifi! ¡Cuánto tiempo!
Una señora gorda, con el pelo corto, rojo y puntiagudo se acercó a ella con su carrito. Era Charúpila Anunciación María Angustia, Chari para los amigos. La mujer tenía unos diez años menos que Marifi, pero se conocían del barrio desde hacía mucho tiempo, de la peluquería o la misma compra. Alguna vez habían quedado para ir al banco a quejarse. Se trataba de la clásica solterona, una que nunca había tenido novio conocido, razón por la que había sido objeto de toda clase de rumores, algunos alimentados por la propia Marifi. Había trabajado como funcionaria y después se había hecho sindicalista, hasta prejubilarse el año pasado, momento en el cual habían coincidido más.
–Qué gorda y fea que es la pobre. No me extraña que no haya encontrado marido nunca y se haya tenido que hacer lesbifiana de esas.
–¿Qué tal guapa? Pues aquí me ves hija, haciendo un poco de compra.
–Un poco dice… ¡menudo comprón! –La mujer acompañó su mensaje de una corta carcajada, como si hubiera dicho una genialidad, antes de continuar–. Ya te veo, ya… ¡te veo estupenda! Divina de la muerte.
–Y yo a ti, cariño. Te queda bien lo que te has hecho en el pelo –dijo Marifi–. Pareces un payaso de circo –pensó.
–Gracias, gracias. Pues nada hija, me pongo detrás tuya.
Marifi sonrió internamente. Tuvo que esforzarse mucho para que sus emociones reales no derruyeran la capa externa de cándida indefensión que mostraba al mundo. Si alguien le hubiera pedido trazar un plan para desatascar la situación en que se encontraba, jamás podría haber encontrado una estrategia mejor que el que Chari la Sindicalista se colocara tras ella.
–No, no. Si en realidad yo voy delante del joven.
El chico, que claramente estaba alerta, se volvió inmediatamente.
–¿Qué? –Tras una breve pausa de genuina indignación, prosiguió–. No, perdone: usted estaba en la otra fila, como mucho con un pie entre ambas, lo cual no puede ser.
Contrariamente a su gesto desvalido, la sonrisa interna de Marifi se acentuó todavía más. Ya había empezado. De ahora en adelante, tan solo tendría que mantenerse tranquilamente en un segundo plano y disfrutar del espectáculo.
–¡No, no! –intervino Chari inmediatamente–. Iba ella antes.
–¡Pero si usted no estaba!
–Pero es mi amiga.
El desconcierto del joven creció.
–¿Y ese qué clase de argumento es?
Energumenesio, que ya estaba volviendo y había escuchado más o menos la conversación —y el cual tampoco necesitaba saber todos los detalles—, llegó a la escena arrastrando los pies, con los hombros echados hacia atrás y los brazos colgando laxamente como si fuera un simio, llevando consigo un paquete de donuts de chocolate y cero de pan bimbo. Los cuatro miligramos de testosterona que todavía recorrían trabajosamente sus saturadas arterias se revolucionaron.
–Nadie mangonea a mi Marifi excepto yo.
–¿Qué está pasando, niño? Ella estaba aquí antes.
–¡De eso nada! Estaba en la fila de la izquierda.
Las neuronas de Energumenesio se atoraron. Aparte de para aprenderse las alineaciones completas del Real Madrid y los escándalos que rodeaban al gobierno del Perro Sanxe, su actividad cerebral no solía estar tan demandada.
Marifi conocía de sobra a su marido, sabía que la disputa no podía depender de sus nulas habilidades comunicativas. Pero estaba todo bajo control, tan solo necesitaba un pequeño empujón.
–No… yo estaba aquí, en la de la derecha… –dijo mirando al suelo, desempolvando su tono más lastimoso y desprotegido.
–¡Señora, no mienta! Estaba en la otra.
Los engranajes de Energumenesio por fin actuaron. Había encontrado el comodín definitivo.
–A los mayores nos respetas, ¿eh? Nos respetas.
El joven miró en ambas direcciones, buscando algún gesto de apoyo. Ninguno de los presentes acudió a su desesperada llamada, todos estaban haciendo lo posible por no inmiscuirse.
Tras una respiración profunda, el chico respondió.
–Les estoy hablando con respeto. Y ahora, con calma y educación se lo digo: la señora estaba en la otra fila y solo se ha puesto en esta cuando ha visto que avanzaba más, justo detrás de mí.
–¡No, no! ¡Estaba aquí, maleducado! –gritó Chari.
–¡Pero que usted no estaba!
La mujer se dio un paso hasta colocar a Energumenesio en su línea visual.
–Mira cómo nos habla, mira…
El chico se volvió hacia Marifi mirándola directamente a los ojos.
–En serio, señora, ¿de verdad va a seguir con esto? Usted estaba en la otra fila.
Durante un instante fugaz, el corazón de la mujer se detuvo. Había subestimado al joven. Hacerse la mojigata para que otros se pelearan por ella era su especialidad, el enfrentamiento dialéctico directo era algo muy diferente.
–Yo… yo estaba…
–El señor estaba detrás mío –intervino repentinamente Amparus.
Se hizo un silencio lapidario. La moneda había sido lanzada al aire y nadie sabía de qué lado caería, a quién sonreiría la diosa Fortuna.
–¿Qué señor? –preguntó el joven.
La anciana dudó un instante. Miró a Marifi, que le devolvió una mirada fugazmente amenazante, tan sutil que solo el detective más avispado podría haberla desentrañado, pero que sin embargo calaba de manera subliminal en el alma como un puñal etéreo.
Amparus miró a Energumenesio.
–Él.
–Bien Amparus, bien. Recuerda lo que te hacíamos donde las monjas cuando te chivabas.
El joven se volvió, con un rictus de terror en el rostro.
A Amparus le goteaba una baba espesa por la comisura de los labios.
–Punto uno –comenzó el chico–, el señor tampoco estaba al principio, acaba de llegar; punto dos, la mujer estaba en la otra fila, o como mucho en el centro, lo cual no está bien, y menos habiendo tanta gente esperando; y punto tres, el hombre ha ido a por más cosas, lo cual también está mal: si todavía no habían acabado la compra, no deberían estar en la cola. Y yo llevo tres cosas, ellos un carro entero.
Durante unos segundos, solo el pitido de las cajas registradoras rompió la calma.
Finalmente, Chari rompió la quietud.
–¡Qué es una señora mayor!
–Respeta… respeta… –añadió Energumenesio, levantando la mano.
–Les estoy respetando hasta el límite de mis fuerzas. Creedme.
Recuerdos de los años de servicio militar obligatorio desfilaron ante Energumenesio como una procesión de infantería. ¿Qué le habría dicho el sargento Gutiérrez de verlo en aquel momento, dejándose vilipendiar por un joven de extrema izquierda y de patillas no rasuradas? Las humillaciones sufridas por sus compañeros de barracón, como cuando le llenaron toda su ropa interior de cardos machacados o cuando le mearon en las duchas, volvieron para atormentarlo.
–Nunca llegarás a nada con esa actitud, ¿me oyes? ¡A nada! –le gritó el fantasma de Gutiérrez–. Y ahora, ¡frótate bien! Debajo de las axilas.
–Mira chaval que… el que busca, encuentra –sentenció el anciano.
El joven se volvió completamente hacia él, con los brazos cruzados ante el cuerpo y gesto inexpresivo.
–¿Perdona? ¿Eso qué quiere decir?
Energumenesio mantuvo la posición, firme como una estatua. No obstante, las dudas de si a Marifi le esperaría una tarde de rascar gallumbos con aguarrás, se convirtieron en certeza.
–Bueno, bueno, ya está, ¿no? Al final has pasado, pues cállate ya, pesado –dijo Chari, a salvo en su puesto y con una sonrisa maliciosa.
–¿Insultarme es respeto, señora?
–Uy… –La mujer retrocedió más.
–Pero vamos, que ya está. A ver si es verdad que dejamos el tema.
El joven les dio la espalda.
–¡No Chari, no! Muy mal. Estaba a punto, a punto… –se lamentó Marifi mudamente.
–Pero vamos, que te has colao por tol morro –sentenció Chari, lo bastante alto para que todo el mundo la oyera.
–¡Bien! El clásico tira y afloja.
–¡Ahhh!
El chico se giró bruscamente, sacó los yogures de la bolsa y los lanzó con saña contra el personaje más cercano: Energumenesio. Los postres estallaron, regando a las otras dos ancianas con el caldo de su interior como un accidente en un banco de esperma.
Mientras el viejo se retiraba los restos untuosos del rostro, el joven extrajo el pimiento de la bolsa y lo blandió cual cuchillo.
Energumenesio tenía los ojos rojos y desorbitados, sin caber en sí de sorpresa. El chico aprovechó la apertura para hundir la hortaliza en su pupila izquierda. El más que pasado humor vítreo del viejo apenas ofreció resistencia durante el avance del pimiento, que atravesó retina, globo y nervio óptico; tampoco se opusieron su esqueleto y tendones, reblandecidos por el transcurso del tiempo, y el verde dardo quedó finalmente insertado en lo más profundo de su lóbulo prefrontal.
Mientras Energumenesio se desplomaba hacia atrás, balbuceando abortos de palabras inconexas, su mujer empezó a chillar. El chico sujetó el cráneo de ella con ambas manos y de un tirón seco carne, piel y las vértebras cervicales cedieron como una serpentina, arrancando la bola, emperifollada con la permanente de su peluca, del resto del tronco.
Chari se dio la vuelta, pero en su huida precipitada chocó contra la madre y su hija que se habían colocado detrás en la cola, estupefactas por el aberrante espectáculo. El chico tardó menos de un segundo en saltar el cadáver de su última víctima y abalanzarse sobre ella. Después, comenzó a estampar una y otra vez la calota de la muerta contra la suya, horadando el engominado y rojizo cabello y machando hueso hasta llegar al propio cerebro, fundiendo ambas extremidades en una irreconocible masa gelatinosa y sanguinolenta…
O eso le hubiera gustado hacer.
En lugar de eso, el joven se volvió con gesto cansado.
–Pero vamos a ver, ¿no habíamos quedado en dejar ya el tema y callarnos, señora?
–Uy, lo que ha dicho, Ener… –dijo Chari.
Marifi contemplaba la escena a través de sus claros ojos grises, como el explorador que vislumbra las maravillas de la selva desde detrás de una catarata… aunque había algo que le faltaba. Su obra había quedado bastante decente, pero incompleta. Se sentía insatisfecha, como cuando le cancelaron el Sálvame.
Pepi, la cajera, terminó de cobrar a Amparus.
Mientras la mujer levantaba las bolsas repletas de sus adquisiciones, comentó en voz baja.
–En realidad el chico tiene razón… ellos estaban en la otra fila.
Pepi se encogió de hombros.
El joven abrió la boca lentamente.
–¡Vaya! Gracias. La pena es que lo diga usted ahora, no antes, cuando ha mentido delante de todos para “sabe Dios qué”. Venga: dígaselo, dígaselo.
El joven se volvió a los demás.
–Mira, mira, Energumenesio, te dice algo, te dice algo… –dijo Chari, que ya no sabía qué más hacer para presenciar una agresión en directo.
Marifi se echó a los brazos de su marido, fingiendo debilidad repentina.
Y volvió a mirar fijamente a Amparus.
–Yo… yo… me tengo que ir tengo prisa.
La mujer salió corriendo, dejándose el bolso por el camino.
–¿Pero qué…? ¡Señora, el bolso!
–Si quieres un consejo, déjalo ya, chico –intervino Pepi, recogiendo el objeto y guardándolo bajo la caja–. Ellos son así.
El muchacho miró a la mujer a los ojos. Cuando sus pupilas conectaron el cansancio, la comprensión y la resignación de ella cruzaron la distancia mental entre ambos y se fundieron con sus pensamientos propios. Aquella cuarentona hastiada de la vida, pero repleta de la sabiduría cotidiana que nada puede dar mejor que un trabajo de constante trato de cara al público, tenía razón.
Tres palabras, tres palabras habían servido para que el joven se diera cuenta de la realidad de la situación. La verdad, la justicia o el razonamiento cognitivo poco o nada importaban: ellos eran así.
Con cara de circunstancias, el joven no pudo más que asentir y acatar la lapidaria certeza.
En menos de cuarenta segundos, Pepi pasó la compra del joven y le cobró. El chico empacó de nuevo sus pertenencias, sacó el móvil del bolsillo e hizo una llamada rápida.
–Sí, ya estoy mamá. ¿Me recoges en la entrada? Vale, te espero…
Marifi y Energumenesio salieron del súper con su carro rebosante. Durante el pago de la compra, el hombre se había esmerado en dejar bien claro tanto a la cajera como al resto de vecinos que estuvieran lo bastante cerca para escucharlo que el chico era un maleducado y que se había colado, que los jóvenes de hoy en día no tenían educación y que hacía falta una buena mili y no tanta democracia.
Cuando se fueron, dejaron a Chari también insistiendo en el mensaje, para que le quedara bien claro a la cajera. Excepto lo de la mili.
–Claro es que la Chari es un poco roja. Por eso es lesbifiana de esas –“razonó” Energumenesio.
Una vez llegaron al coche, empezaron a cargar el maletero.
–¡Qué sinvergüenza el joven! ¡Sinvergüenza! Ya no hay respeto por los mayores –bramó Energumenesio.
Marifi asintió con el gesto torcido, pero no dijo nada.
La mujer no estaba contenta. Había habido drama y pasión, pero le había faltado algo más, el elemento fundamental que, de no estar, arruinaba toda película (libros no leía): un buen final. En conclusión, el chico había pasado delante de ellos. Por muy mal rato que le hubiera hecho pasar, al final de todo, él se había salido con la suya, ella no.
–Y todo por culpa de este calzonazos. Nunca ha sido un hombre de verdad, por eso no lo ascendieron. Es un mequetrefe pusilánime. Tenía que haberme casado con su hermano Paco el militar, que en paz descanse. Menuda pensión dejó a la Paqui, la muy cerda.
–No hay derecho, no hay derecho, sinvergüenza… ¿eh, Marifi?
–Mmm –fue su única respuesta.
Marifi conocía a su marido. No podía contradecirlo, pero había maneras de torturarlo más efectivas, y el silencio era una de ellas. Al hombre le gustaba hablar para sí mismo, como todo asno, pero también necesitaba la aprobación de los demás como la planta al agua, o si no se secaba. En aquel momento no se había comportado como un verdadero hombre, y merecía un castigo.
La mujer subió al coche y cerró, tan rápido que a Energumenesio no le dio tiempo a mandarle que llevara el carrito a su sitio, como le gustaba hacer. Por el espejo retrovisor vio cómo el anciano miraba alrededor, luego a sus nudillos peludos y blancos y, finalmente, con gesto derrotado y humillado, cogió las riendas del carro y se lo llevó.
Después, el hombre subió al coche y arrancó. En sepulcral silencio, condujo hasta la salida del recinto.
Estaban a punto de salir, cuando algo llamó la atención de Energumenesio. Era el chico. Estaba a las puertas de la salida del parquin, con el pie apoyado en la pared, mirando el móvil en actitud desenfadada de espera.
Se había reído de él, le había faltado al respeto. Y en aquel momento estaba ahí, tan tranquilo, como si nada. Los jóvenes de hoy en día no tenían disciplina.
–¿Y qué vas a hacer al respecto, cadete? –le preguntó el fantasma del sargento Gutiérrez–. ¡A las duchas ahora mismo! Te quiero bien enjabonado cuando llegue.
Algo en su interior se excitó, algo que siempre había mantenido dormido tras pesadas capas de densa niebla. Lo ignoró, como siempre hacía, con un gesto de cabeza.
–Marifi, este desafortunado evento me ha hecho recordar la pasión de nuestro primer beso, a los 6 meses de casados –mintió–. Tu honor ha sido mancillado por ese mangurrián, y por mis muelas que esto no quedará sin respuesta.
La mujer le miró con extrañeza.
–¿Qué vas a hacer?
–He visto en la tele que muchos políticos se libran de ir a la cárcel por exceso de edad. Inimputables, creo que se llaman. Ese zagal no se saldrá con la suya, voy a enseñarle respeto. Y cuando todo acabe iremos a casa, abriré el bote de píldoras azules y te haré el amor como nunca antes lo hemos hecho en los últimos 45 años, hasta el orgasmo.
–¿El de los dos?
–No.
–Jo.
Energumenesio dio un brusco volantazo, hasta colocarse cara a cara con el chico. Después, bajo de marcha y aceleró.
El joven alzó la vista horrorizado. El coche estaba muy cerca, no habría tenido tiempo de apartarse antes de recibir el impacto…
Siempre que Ener hubiera mantenido recta la dirección.
Los vertiginosos 30 kilómetros hora que alcanzó el Fiat Panda de manera repentina hicieron que el anciano perdiera el control del vehículo y se desviara de su trayectoria. En lugar de dirigirse hacia el chico, el auto se subió a la acera y rodó hasta la puerta del Ahoramenos, justo en el momento exacto en que Chari salía con sus bolsas de la compra. La mujer solo tuvo tiempo de gritar y soltar su carga antes de que el coche la embistiera.
Los reflejos tardíos de Energumenesio le hicieron frenar de golpe y virar completamente, lo cual descontroló aún más el vehículo, que acabó empotrándose contra una pared. El hombre, que no se había puesto el cinturón de seguridad, voló hasta atravesar el parabrisas y estamparse contra el muro de cabeza, haciendo que sus ojos implosionaran y su dentadura se prensaran hasta salírsele las muelas que le quedaban. El faro derecho acabó profundamente insertado en el tórax de Chari, cuyos órganos internos se prensaron hasta convertirse en una papilla anhelante de una vía de escape, para finalmente salirse por su boca como un tubo de dentífrico exprimido. Marifi sí tenía el cinturón puesto, pero los airbags del Fiat habían caducado largo tiempo ha, con lo que nada se interpuso entre su cabeza y el salpicadero, el cual percutió con tal vehemencia que su frente, blanda como la de un recién nacido, se hundió hacia dentro.
–Ella… se ha saltado un stop… –murmuró Energumenesio, en el que sería su último comentario.
–Puto… inútil… –respondió Marifi, en las que serían las últimas palabras que oiría su marido.
Cuando los paramédicos acudieron al lugar del accidente, Marifi era la única de los tres viejos que todavía seguía con vida, aunque en estado crítico. Los operarios hicieron cuanto estuvo en su mano para estabilizarla lo bastante como para poder llevarla en ambulancia, pero era demasiado tarde.
Con un último hálito vital, la mujer tuvo la suficiente fuerza como para que uno de los hombres que luchaban por mantenerla en este mundo escuchara sus últimas palabras.
–Yo estaba en la de la derecha…
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario