lunes, 20 de junio de 2022

El Espejo Veraz

Perlito era débil y enfermizo. Desde que tenía uso de razón, había sido víctima de una enfermedad que le atormentaba un día sí, otro también, y a la que él llamaba hipersensibilidad a las palabras: cada vez que una persona decía algo malo sobre él, su cuerpo reaccionaba de una manera similar a la que lo haría si le propinaran un puñetazo. Y sangraba por heridas invisibles, y le salían moratones donde solo podían existir las almas.

  La extraña afección de Perlito le había hecho mucho mal a lo largo de su vida. En el colegio, apenas se había atrevido a juntarse con otros niños, y mucho menos a arriesgarse a tener amigos. Siempre temeroso de no gustar al resto, prefería apartarse y recluirse en una solitaria clase antes que jugar. La única vez que se había atrevido a practicar con la pelota, había sido torpe y errático, motivo de burla entre los demás infantes. Apenas había conseguido fuerzas para recuperarse de ese día.

  Aquella persona especial que siempre había ayudado a Perlito, era su madre. Su padre había padecido su misma enfermedad, y esta había terminado matándole a través de una soga en el cuello, por lo que la mujer era el único apoyo que le quedaba. Pero era suficiente. Cada vez que el niño era golpeado por los demás, ella le curaba de manera similar: con palabras. Mientras que los insultos, críticas y reproches de los otros eran como látigos que le laceraban, los cálidos y suaves arrumacos de su madre curaban las heridas como las lágrimas de un fénix.

  -Eres buena persona, Perlito, no dejes que te afecte... tú vales mucho –le decía la mujer, y sólo aquello le daba fuerzas para continuar adelante.

  Pero, un día, la madre de Perlito también murió.

  Aún joven, el chico no tuvo más remedio que empezar a trabajar, así que pidió un puesto en la panadería del pueblo. Secuestrado por la ansiedad, el primer día, quemó toda una hornada, confundió el azúcar con sal en las magdalenas y tiró al suelo dos bandejas de pastelitos.

  -¡Menuda has liado! ¡Más te vale ponerte las pilas de aquí en adelante! –le reprendió su jefe, un hombre recio con un poblado mostacho blanco.

  Perlito no volvió a aquel lugar. 

  Más tarde, el muchacho entró a trabajar en la herrería. Pero resultó que no era lo bastante fuerte para subyugar al metal, lo bastante grande para cargar con objetos pesados ni lo suficientemente alto para alcanzar algunas herramientas. Tenía que pedir ayuda para todo y, sintiéndose un estorbo, decidió abandonar también aquello.

  Así sucedió una vez tras otra, hasta que Perlito llegó a la conclusión de que no era capaz de desempeñar ninguna profesión y, por consiguiente, así resultó ser. Sin trabajo, ni amigos, ni familia, decidió marginarse en lo más profundo de un espeso bosque.

  El chico se asentó en una húmeda cueva de musgosas piedras, cerca de un pequeño arroyo. Durante días, apenas la soledad le hizo compañía, una sensación tan vacía que ya casi ni la sentía. No comía, no caminaba, por poco sí bebía... tan sólo dormía; amanecía; escuchaba el canto de los pájaros y veía la luz naranja atravesando las hojas muertas, como una película ajena que no entendía y a la que no prestaba atención; tiritaba de frío y, de nuevo, otro día. Con la inanición, sus fuerzas se rendían, y poco a poco su cuerpo se volvió aún más débil y enclenque, pero su mente estaba en paz, porque nadie a su alrededor le disturbaba ni le hería, así que sólo amanecía y dormía, amanecía y dormía...

  Uno de aquellos días, Perlito salió de su cueva para beber del arroyo. Apenas podía sostenerse en pie, sus pasos eran trémulos y enlentecidos y su cuerpo una masa enjuta y palidecida.

  De repente, escuchó un suave tarareo que desde la orilla venía.

  Regaba el agua del riachuelo los pies desnudos de una joven muchacha de cabellos dorados, envuelta en un vestido del color del cielo. Perlito trató de huir de ella, pues no quería que nada malo le dijera sobre su aspecto, su ropa o su olor pero, débil como estaba, tan pronto encaminose en otra dirección, sus pies tropezaron y cayó.

  -No tienes que huir de mí, chico –le dijo la dama, en un tono absolutamente amable que le llevó a los tiempos en que era arropado por su madre antes de dormir-. Soy un hada, un hada buena. Sólo te quiero ayudar.

  -No veo cómo nadie podría ayudarme –respondió él desde el suelo.

  -Voy a darte algo que tenía reservado para ocasiones especiales. –La muchacha sacó un objeto de su bolsillo, un pequeño espejo con bordes de plata y una cara sin rostro cincelada en la empuñadura.

  -Parece un espejo normal y corriente. Odio los espejos –dijo Perlito, a quien nunca le había gustado su propio reflejo.

  -Un espejo, sí, pero uno con un gran poder en su interior. Cualquier cosa que le digas al Espejo Veraz, en el mismo momento de pronunciarla, se hará realidad. Ten, pruébalo.

  Perlito recogió el objeto de sus jóvenes y alargadas manos. Al ver su propio rostro, inmediatamente acudieron a él un sinnúmero de emociones. A pesar de haber cambiado mucho desde que marchara al bosque, aquellos rasgos asimétricos y sus ojos tristes y apagados le seguían esperando al otro lado, insultándole mudamente.

  -Has fracasado en todo cuanto has intentado, eres un inútil y te odio –escupió al instante. Luego, sin poder contener sus lágrimas, se apartó del espejo como si le quemara.

  El hada asintió ante la escena, con mirada maternal.

  -¿Ves? Te lo dije, las hadas no mentimos.

  -¿Y esto para qué sirve? Ahora me siento infinitamente peor... –sollozó el muchacho.

  -Te sientes mal porque lo has usado para ello. ¿Por qué no pruebas a decirle cosas positivas al espejo?

  -No sé si voy a ser capaz. Mi reflejo nunca me sugiere ninguna cualidad.

  -No hace falta que sean cualidades como tal –insistió el mágico ser-. Bastaría con que fueran cosas amables y sinceras al principio: una afición, un comportamiento que hayas tenido, algo que te anime...

  Perlito volvió a contemplar su reflejo. Aquel rostro que le avergonzaba seguía esperándole. Esta vez, sus labios agrietados se movieron de manera distinta.

  -Hasta ahora, has sido amable con los demás.

  Inmediatamente, un alud de sentimientos cálidos y agradables acudieron a arrullarle. Su tristeza dejó paso durante un instante a una sensación lúcida, como un rayo de sol a través de un día lluvioso. De repente, el anterior daño que el Espejo Veraz le había causado se esfumó.

  Viendo que había obrado bien, el hada desapareció.


Durante los siguientes días, la vida de Perlito cambió radicalmente. Las palabras que le llegaban del espejo tenían un efecto reparador sobre su alma castigada, sobre todo, por sí mismo. Conforme pasaba el tiempo, cada vez era capaz de controlar mejor esos poderes, sus heridas cicatrizaron y pronto pudo moverse de nuevo. Empezó a pescar, a recolectar comida, a disfrutar de los colores y los sonidos que el bosque encerraba, siempre con el apoyo del Espejo Veraz.

  “Sabes encontrar bayas. Se te da bien pescar. Puedes respetar otras vidas. Tienes la suficiente fortaleza como para vivir solo”. Era solo una muestra de las palabras que el objeto le susurraba, compañeras que le daban fuerzas para seguir.

  Pasado un tiempo, Perlito se vio con ánimos y fuerza para dar fin a su aislamiento y regresar al pueblo. El comienzo fue duro pues, acostumbrado a la soledad, el trato con otros resultaba mucho más impredecible. Sin embargo, alentado por el Espejo Veraz, logró algo que nunca había conseguido antes: conectar. Cuando alguien le criticaba, inmediatamente el espejo le contaba las cosas buenas que había logrado, en oposición; si hacía sentirse mal a alguien, le indicaba cómo había aliviado a otros en situaciones similares; por cada nuevo problema, el objeto le tranquilizaba, pues nada había bajo el sol que no tuviera solución.

  “Es normal no estar siempre de acuerdo con los demás. Te has disculpado y has sabido llevar la situación. Las críticas te ayudan a aprender. Puedes con ellas. Puedes mejorar. Cada día que pasas con otros, eres una persona más completa”. Al compás de las palabras, prosperó y encontró un trabajo en la biblioteca, y amigos que le acompañaran, y una vida que le satisfacía.

  Un buen día, Perlito amaneció con ánimo inusual, contento e ilusionado. Por primera vez en su vida, se dio cuenta de que le gustaba estar en su piel.

  El chico cogió el Espejo Veraz, lo sujetó ante su rostro, más aseado e iluminado de lo que había estado nunca, y pronunció las siguientes palabras.

  -Eres una persona válida y valiosa

  Y, desde entonces, Perlito se olvidó de usar el espejo. Las palabras de los demás habían dejado de tener un efecto negativo, y ahora le servían para cuestionarse, aprovechar la opinión de otros y tratar de ser una mejor persona. Con el tiempo, encontró un trabajo que le hizo realizarse por completo, una chica que le quería y un hogar donde asentarse. Y fue feliz, y triste, y luego feliz otra vez, en una rueda que continuó girando sin descanso, siempre hacia delante.

  Mientras tanto, el Espejo Veraz permaneció escondido en su cajón, cogiendo polvo y oxidándose como el espejo normal y corriente que siempre había sido.


FIN