domingo, 9 de octubre de 2022

El Salado Cuadro de Margo

 “–A continuación tenemos a un invitado muy especial. Se trata de un hombre que ha revolucionado el mundo del arte. Es joven, es exitoso y... la verdad, señoras y señores, es un tío cojonudo. No necesita presentación... de todos modos, ya habréis visto la intro del programa.

  Risas del público.

  –¡Con vosotros, Ismael Álamos!

  Aplausos.

  La cámara enfoca a una de las entradas al plató. La puerta se abre con solemnidad. Un hombre de mediana edad, con el pelo rapado y el mentón cuadrado, atraviesa el umbral. El público aplaude más fuerte. Con paso firme, el invitado atraviesa la distancia que le separa del presentador antes de estrecharle la mano.

  –Es un placer, Trevor –dice el recién llegado.

  –Por favor, toma asiento –indica Trevor Bronca, el anfitrión, señalando un sofá negro que hay junto a su mesa.

  Cada uno toma su posición.

  –Bueno Isma... ¿puedo llamarte Isma? –comienza la entrevista.

  –Claro. Así es como me llaman mis amigos, y yo trato de llevarme bien con todo el mundo... por lo que pueda pasar.

  Risas.

  –Por lo que pueda pasar –repite Trevor.

  –Por lo que pueda pasar.

  –Bueno Isma, eres uno de los artistas más influyentes de la actualidad de nuestro país. Tus cuadros se venden por miles de millones de millones de euros, tienes galerías de arte en Madrid y Barcelona, pero también en Viena, Milán y... me dejo algún sitio, seguro.

  –Nada importante. Solo la de Nueva York.

  Más risas.

  –Eso eso. Solo la de Nueva York. Bueno Isma, con todo este currículum, la verdad es que ni de coña esperaba que aceptaras la invitación al programa.

  Risas.

  –No hombre...

  –Es decir, yo pensaba que un tío tan ocupado no tendría espacio en su agenda. Pero al final sí, y yo que me alegro. Así que vamos a comenzar, si te parece, con la pregunta que le hago a todos mis invitados... ¿cuánto dinero tienes en el banco?

  Risas moderadas.

  –Bueno veamos... vaya, es increíble que aunque tengas preparada la respuesta, esa preguntita sigue poniéndote en apuros.

  Risas.

  –Te la tenías preparada de antes, ¿verdad?

  –Si macho, pero aun así... bueno. Digamos que tengo menos que el dueño de Amazon, más que el de Zara.

  Más risas.”


Ron Tramor apretó el botón de apagado con vehemencia. Después, lanzó el mando a distancia contra el sofá, con tanto ímpetu que el aparato rebotó, se elevó unos centímetros y después cayó al suelo. La tapa se desprendió de la estructura y las pilas rodaron por el piso.

  –Mierda...

  El hombre no tenía tiempo para recoger los fragmentos. Aquel día había dormido más de la cuenta, así que iba justo de tiempo para llegar a su trabajo.

  Eran las 9 de la tarde.

  Ron trabajaba en un almacén de productos deportivos, con un horario fijo de 10 de la noche a 6 de la mañana, con media hora para comer, tal y como estipulaba su contrato. Y a eso se dedicaba. Dormía por el día. Se despertaba a las 8. Comía, se vestía, iba a trabajar, volvía a casa. Desayunaba o cenaba, según cómo se mirara. Dormía. Sus días libres, Ron estaba demasiado cansado como para organizar ningún plan. No tenía pareja y había perdido el contacto con sus amigos desde hacía bastante tiempo, tanto que ya ninguna llamada de resucitación de viejos tiempos podría surtir efecto. De haber tenido que escoger un color que representara su vida, habría elegido un gris oscuro tirando a negro.

  Sorprendentemente, lo peor de la realidad del hombre no era exactamente la rutina. Cierto era que su vida estaba bastante limitada, pero no era esa la afección que más le reconcomía por dentro. Su mayor mal tenía nombre y apellidos, y desde hacía algunos años a menudo protagonizaba programas de televisión y de radio, así como artículos de revistas, e incluso había escrito una autobiografía.

  Ron conocía bien a Ismael Álamos. Habían nacido en el mismo pueblo y juntos habían ido a la escuela y posteriormente al instituto. Nunca habían sido amigos, y no por la diferencia entre sus personalidades, puesto que a menudo los polos opuestos se tienden a atraer. La realidad era que el mozo de almacén nunca lo habría permitido.

  El desdichado hombre había tenido, desde pequeño, un sentido de la responsabilidad exacerbado. En el colegio, nunca había sido brillante o especialmente inteligente, pero siempre había obtenido las mejores notas de su clase. ¿Su secreto? Aquel que dicen los expertos: trabajo duro y sacrificio. Siempre se había tomado muy en serio sus obligaciones, estudiado a conciencia para los exámenes y preparado con esmero sus proyectos de trabajo. Ismael, en la otra mano, había sido todo lo contrario: perezoso, distraído, poco o nada aplicado... Al chico nunca parecían haberle interesado las clases. La única vez que Ron y él coincidieron en un trabajo, allá por quinto de primaria, recordaba haber tenido que hacer todo el trabajo, y ya nunca había vuelto a aceptar. Ismael había sido un zote y un aprovechado, un despropósito humano cuya vagancia se había acentuado aún más en los años de instituto, donde probablemente no hubiera faltado a ninguna recuperación. Y, sin embargo, jamás había repetido curso. ¿El secreto de Ismael? Su don de gentes. Se le daba muy bien hablar con las personas. Su desmedido encanto y su labia le habían hecho ser siempre el centro de atención, no solo entre sus compañeros, sino también con los profesores. Los maestros habían visto en su dejadez una petición de ayuda que ni en un millón de años habrían visto en otro chico de menos carisma, y habían volcado todos sus esfuerzos en ayudarle o pasarle de curso sin merecerlo. E Ismael, con agasajos y halagos, siempre había salido adelante.

  –La gente es estúpida, no ven la realidad –se había dicho siempre Ron–. Ismael no es una víctima, es un geta. Y, tarde o temprano, se acabará estrellando.

  Nada más lejos de cumplirse podría haber estado la profecía de Ron. Casi de la noche a la mañana, Ismael se había hecho famoso de la manera que se hace famosa la gente en la actualidad: por puro azar. A través de sus redes sociales (Instagram y Twitter, mayormente) algunos influencers de turno se habían fijado en los cuadros que pintaba y le habían ayudado a promocionarse. En poco tiempo, diversos programas de actualidad paralelos le habían invitado, y su encanto natural hizo todo lo demás. En aquel momento, se trataba de toda una celebridad de fama internacional. Por su parte, Ron había estudiado químicas, una carrera enormemente complicada pero que siempre le había resultado curiosa. Después de eso, sin dinero para estudiar ningún máster que le facilitara la entrada al mundo laboral, había ido al paro. Sus padres murieron poco después en un accidente de tráfico, dejándole como herencia únicamente una casa en un pueblo de Extremadura bastante vieja. Como era cuanto tenía de ellos, se había rehusado a venderla o alquilarla (lo cual tampoco habría sido sencillo, ya que la habría tenido que reformar previamente a buen seguro), así que rápidamente se había puesto a trabajar de lo que fuera, hasta el momento de entrar en el almacén de una famosa franquicia de productos deportivos, donde su sentido de la responsabilidad le había llevado a hacer horas extra ni remotamente remuneradas, algo muy codiciado por sus superiores, que en seguida le habían hecho indefinido en la época en la que no era fácil conseguir ese tipo de contrato. En aquel momento, se había estancado en su trabajo y en su monotonía, mientras que Ismael era la estrella del momento. La noche y el día.

  –Lo más gracioso es que a mí también me gustaba pintar. Era lo único que alguna vez alabaron de mí en el colegio. Ismael, sin embargo, aprobaba plástica por los pelos –recordaba a menudo –. De hecho, sus cuadros son bastante mediocres.

  Y aun así, los profesores de ambos recordarían con orgullo haber tenido como alumno a aquel pillín un poco distraído pero de mente despierta. A buen seguro ninguno se acordaría del mediocre mozo de almacén.

  Ismael se había vuelto una obsesión para Ron. Cada día, cuando volvía a su pequeño apartamento de Parla solo y sucio tras una dura noche en el trabajo, la enfermedad del odio le consumía, hasta el punto de que evitaba chequear las redes sociales o la tele para evitar toparse con dolorosos éxitos de su proclamado archienemigo. Aunque, probablemente, él ni siquiera tuviera constancia de su existencia.


Un día más, un día menos para el final de todo. El trabajo de Ron era todas las noches el mismo: la empresa recibía diversos pedidos; imprimía rafales que se acumulaban sobre el escritorio central; tanto él como sus compañeros los recogían, montaban en sus toros mecánicos, cargaban un palé con varias cajas y recorrían los pasillos en busca de los objetos; una vez rellenadas, cerraban las cajas, las flejaban y las dejaban en los muelles de carga, a la espera del camión. Era, por lo menos, absolutamente opuesto a la palabra “emocionante”.

  –Para esto sirve toda una vida de sacrificio. Mientras que los famosillos e influencers del momento... especialmente Ismael...

  Aquella noche, Ron viajaba sobre su carguero motorizado, cuando se topó con un objeto extraño en un sitio nada usual. No eran unas playeras, ni una toalla, ni una raqueta, como era habitual. Se trataba de una lámpara color bronce polvorienta que de alguna manera misteriosa había ido a parar a uno de los palés de la sección de atletismo. El hombre notó cómo una poderosa curiosidad se adueñaba de él así que, mientras su supervisor no miraba, aprovechó para fingir una visita al baño, abrir su taquilla y meter el objeto en su bolsa. Después, siguió trabajando con normalidad.

  Ya de madrugada, el mozo recogió sus cosas y volvió a su morada, y se dio una ducha como cada mañana para desproveerse del polvo, la mugre y el sudor, mientras dejaba calentándose un sándwich en la sartén. Se había acostumbrado a encender la tele en esos momentos, más por escuchar a alguien hablar que por interés, pero desde el último incidente había perdido las pilas del mando y ya no funcionaba.

  Aquella mañana se miró a sí mismo en el espejo. Hombros caídos. Barba desarreglada. Pechos blandos... estaba, como suele decirse, hecho un cuadro.

  –No tengo tiempo ni para ir al gimnasio... no me da la vida.

  Ismael sí que era una persona grande y fuerte, la cual había salido con varias modelos y actrices de moda y...

  Ron se dio a sí mismo una bofetada para desprenderse del súbito pensamiento.

  Una vez aseado y tras desayunar/cenar, sacó las cosas de su bolsa para preparar un nuevo uniforme para el día siguiente. Sus superiores solo le habían dado dos, así que los iba alternando de un día a otro para que el sudor se secara hasta poder lavarlos en su día libre, ya que su sueldo no le permitía poner una lavadora todos los días.

  Fue en ese momento cuando se topó de nuevo con la lámpara misteriosa.

  –Está tan sucia que apenas se ve su verdadero color... descolorida, como todo en mi vida –se lamentó, aquella vez en voz alta.

  El hombre la frotó de manera casi ansiosa, como un tic nervioso, cuando una ráfaga humeante escapó de su interior y un mágico ser verde de nariz picuda se materializó como una aparición, con la cola unida a la boquilla del artefacto.

  –Saludos, humano. Mi nombre es Margo, el Genio Cabrón. Ya que me has liberado, es mi deber concederte un deseo a tu elección.

  En aquellos momentos de luz crepuscular, terminada una dura jornada laboral, a Ron apenas le quedaban neuronas que no estuvieran extenuadas. Por ello, fue que le resultó excesivamente fácil hallar el deseo más profundo que guardaba en su interior y expresarlo con pesadas palabras en el exterior.

  –Deseo volverme tan famoso como para eclipsar a Ismael Álamos.

  Margo le sonrió, una sonrisa descarada y socarrona que por alguna razón quedó pintada en la retina de Ron.

  –Por supuesto, señor. No obstante, este deseo me llevará una semana de preparación. Ruego a su futura eminencia, no más que esos días de paciencia.

  Y, dicho esto, Margo y su lámpara mágica desaparecieron de la vista de Ron.

  Todo había sucedido en menos de un minuto, y Ron estaba demasiado cansado como para pensar con claridad, así que bajó todas las persianas para impedir que el sol mañanero le despertara y se fue a la cama sin más.

  –Una semana... siete días... ¿o cinco? ¿Laborales o naturales?

  Con este extraño pensamiento, Ron se quedó plácidamente dormido.


La tarde despertó a Ron a través del ruido infernal de su despertador, como cada día. Pero, aquella vez, algo era distinto.

  Para empezar, el hombre tenía la boca más seca de lo normal. Y había algo más.

  –¡Mierda! ¡Me he meado!

  Fue el primer pensamiento de Ron, puesto que tenía los calzoncillos húmedos y pringosos. Sin embargo, la mancha de sus gayumbos era diferente a la orina, más espesa y coloidal.

  –¿Qué demonios...? ¿Qué me ha pasado?

  Pensó en Margo. ¿Había sido real o una alucinación? La falta de sueño y los cambios de ritmo a menudo afectaban a las personas de maneras insospechadas, pero él llevaba varios años trabajando de noche, su cuerpo debería haberse acostumbrado. Tal vez aquel día había comido algo en mal estado, había alucinado y pasado una mala noche... o día, mejor dicho. Aquello podía explicarlo casi todo.

  La segunda alarma le espoleó repentinamente. Ron saltó de la cama, se dio un agua rápida y se vistió para ir a trabajar.

  Pronto descubrió Ron que un almuerzo insalubre no podía albergar toda la explicación.

  Uno tras otro, los siguientes días fueron similares al primero. Ron despertaba cada tarde con la boca reseca y la ropa interior manchada. Más aún, había habido un detalle sutil que había pasado por alto la primera vez, pero que a la tercera fue demasiado evidente para poder ser ignorado: cada día tenía menos pelo.

  Girones y girones estaban desapareciendo de su cabeza, dejando un pequeño rastro en la almohada y empezando a formar calvas en su cráneo.

  –Maldita sea... ¿qué es esto? ¿Qué está pasando?

  Al quinto día, en mitad de su trabajo, le vino a la mente una terrible idea, como una desgraciada inspiración.

  –Esto debe de ser cosa de Margo, el genio cabrón... maldita sea.

  Prácticamente había olvidado su encuentro con el mágico ser, pero en aquel momento le pareció perfectamente verosímil y encontró rápidamente una terrible explicación.

  –Ese genio malnacido me ha envenenado –pensó–. Fui un torpe desgraciado, me precipité al conjurar mi deseo. Seguro que ha creado una nueva enfermedad, alguna horrible y de efectos repugnantes que solo yo padezca, a la que incluso pongan mi nombre. La enfermedad de Ron, quizás. O Tramoritis, o algo así. Puede que por culpa de ella me haga famoso y se corra la voz y se cree un movimiento en redes y campañas en televisión. Al final seré un monstruo, o un vegetal, pero más famoso que Ismael...es eso, ¿verdad?

  –¡Tramor! –oyó gritar a su jefe, en mitad de sus elucubraciones–. Espabila, que últimamente estás en las nubes.

  –¡Sí! Perdón.

  Ron cogió uno de los rafales y subió a su toro mecánico. Al fin y al cabo, solo era una teoría.

  La sexta noche comenzó igual que las demás, con la misma pegajosa sensación. Era su día libre de aquella semana, y Ron aprovechó la ocasión para ir al médico de urgencia para que le diera alguna opinión.

  –Entonces, recapitulemos –dijo el doctor–. Te levantas con la boca seca, la ropa interior húmeda y pérdida de pelo.

  –Así es, señor.

  –Um... nunca he oído de nada similar. Te mandaré algunas pruebas para ver qué puede pasar.

  –Me lo temía...

  A Ron le dieron cita en la sanidad pública para dentro de 6 meses.

  –Me lo temía, también.

  La séptima noche transcurrió con absoluta normalidad, un día de trabajo aburrido sin más. Pero Ron presentía que aquel día habría de ser diferente a los demás.

  –Siete días fueron los que me prometió el genio. Hoy por fin se desvelará el secreto.

  Ron recogió sus pertenencias de la taquilla, guardó el mono y se colgó la bolsa al hombro. Se despidió de la recepcionista, atravesó los tornos con su tarjeta identificativa y abrió las puertas exteriores. La brisa matutina le acarició el rostro y él atravesó el umbral. En cuanto su pie derecho tocó el asfalto de la calle, una luz cegadora envolvió su silueta por completo.

  Durante aquel breve instante de tiempo, a Ron se le pasaron toda clase de bonitos pensamientos por la cabeza. Aquello era un foco, y pronto le seguirían los flases de las cámaras y las preguntas de los paparazis. Era una estrella, de algún modo que todavía le era ajeno a su entendimiento. Tendría que prepararse para entrevistas, para salir en los medios. Abandonaría su vida y tendría una mejor, una más merecida. Y, por encima de todo, superaría a Ismael.

  Verdaderamente, el genio había cumplido su promesa.

  –¡Policía! ¡Al suelo y con las manos en la cabeza! ¡AHORA!

  Las ideas de Ron se evaporaron de inmediato, y quedó paralizado. Todavía no podía ver bien del todo, tan solo un grupo de siluetas clavadas como sombras de un lienzo.

  El sonido de un disparo le sacó de su embelesamiento.

  –¡He dicho que al suelo o abrimos fuego!

  Ron se dejó caer como un saco de patatas.


Al día siguiente, los medios de comunicación no hablaban de otra cosa. El Monstruo de Parla, que llevaba una semana sembrando el terror por toda la ciudad, por fin había sido detenido gracias a la encomiable labor policial.

  Ron Tramor, de 35 años, había sido capturado a la salida de su trabajo. A plena luz del día, después de su jornada laboral en un almacén, se había estado dedicando a realizar toda clase de fechorías: aprovechando un despiste de la cuidadora, había raptado a 6 niños de una guardería, a los que había mantenido encerrados en una casa abandonada que antiguamente había pertenecido a sus padres; de manera todavía no resuelta y durante el descanso de los vigilantes, se había colado en el museo Reina Sofía y había destrozado diversas obras de arte; había matado a siete monjas de un convento con un hacha; había entrado en una de las jaulas del zoo y había mantenido relaciones sexuales con una alpaca... y la lista de crímenes aberrantes continuaba y continuaba, como le hicieron saber a Ron en el juicio exprés que se celebró tres días después y que por supuesto copó las portadas de todos los periódicos.

  La policía había encontrado muestras de cabello, saliva y semen pertenecientes al acusado en todas las escenas del crimen, e incluso contaban con una grabación de las cámaras de seguridad del museo. Las imágenes en movimiento mostraban a una figura de la misma altura y complexión que el acusado, con el rostro cubierto por un pasamontañas, rajando y destrozando una colección completa de cuadros de Dalí. Inmediatamente después, el criminal se había vuelto hacia la cámara, a la cual había dedicado una sonrisa a través del agujero de su disfraz, una que Ron reconoció al instante.

  –¡Maldito genio de mierda! –estalló el acusado en un exabrupto incontrolable.

  La sentencia fue rápida y fulgurante. El abogado de oficio de Ron aconsejó a su cliente que se declarara culpable, para intentar evitar la permanente revisable, pero el hombre insistió en mantener su historia sobre el mágico genio que por siete días había estado recopilando sus muestras para tenderle una encerrona. El juez no le creyó.

  5780 días fue la sentencia, la más alta que se recordaba en la historia de la democracia. Los informativos se hicieron eco durante meses, hubo programas enteros, libros escritos y series de televisión dedicadas al respecto, incluso se estaba preparando una película protagonizada por Will Smith y Matt Damon. Durante ese tiempo, apenas se habló de otra cosa.

  Finalmente Ron, el Monstruo de Parla, se había convertido en toda una celebridad.


“Tono solemne, gesto serio y boca apretada, compungido ante la cámara. Ismael Álamos mira fijamente a la pantalla.

  –Estoy muy afligido sabiendo que ese monstruo ha estado entre nosotros. Fui con él a la escuela, como ya saben. Por ello, no puedo evitar sentirme en parte responsable. Quizás si hubiera sido mejor compañero, si le hubiera podido encarrilar por el camino del esfuerzo y el sacrificio, alejarle de sus oscuras perversiones...

  Ismael aprieta el puño y se lo lleva a la boca, como tratando de contener las lágrimas. Luego, continúa.

  –Pero no es momento de estancarse. Durante mucho tiempo no se ha hablado de otra cosa, pero ahora toca mirar al futuro y enfrentarlo con valor, para que su mala influencia no nos arruine a nosotros. Es por eso que he organizado una exposición benéfica para las víctimas del monstruo, con todos mis cuadros actuales y una nueva colección. El 40 % de lo recaudado será donado a ellos y...”


Ron apretó el mando a distancia y lo lanzó contra la tele de quince pulgadas que tenían en el comedor de la cárcel de Valdemoro. Después, se dio la vuelta mordiéndose la lengua, de vuelta a su celda.