martes, 23 de agosto de 2022

La picante película de Margo

Según un estudio realizado por Save the Children, se calcula que 7 de cada 10 jóvenes españoles de entre 13 y 17 años consumen porno de manera recurrente. Eduardo López López era sin duda uno de ellos.

  A sus 17 años de edad, el adolescente no paraba de darle al manubrio. Jalar al ganso. Blanquearse la mano. Dar brillo al calvo. Asfixiar al cíclope. Su deporte favorito era el cinco contra uno. Ya sabéis, esas cosas. Por supuesto, no tenía pareja ni prácticamente amigos. Sus compañeros de clase se burlaban tanto de su aspecto sucio y desaliñado como de sus dedos pringosos y las chicas de su edad no se acercaban a él ni para pedirle la hora. Una de ellas, Victoria, era su amor platónico aunque no hubieran hablado nunca. Se trataba de un sentimiento nacido de la talla de sujetador de esta nada más, y es que Eduardo no había tenido relaciones reales con ella ni con ninguna otra persona. Su única ventana hacia el mundo del sexo se encontraba en los 20 gigas de almacenamiento de su ordenador, así como en toda la red. Los vídeos pornográficos eran su mundo. Los actores X, sus alter egos, aquellos en quienes querría verse reflejado. Las actrices, sus amigas, quienes le daban ánimos para seguir adelante en una realidad tortuosa y complicada.

  Por desgracia para el chico, aquel mundo de confort, su pedacito de cielo particular, estaba llegando a su fin.

  Con el paso del tiempo, Eduardo se había empezado a dar cuenta de que había algo que le faltaba. Cada vez le costaba más encontrar vídeos que le satisficieran. Tríos. Negras. Colegialas. Madres adoptivas... ya nada conseguía emocionarle como la primera vez. A menudo recordaba su primer vídeo X. Un chico tenía dudas sobre un problema que le habían propuesto en clase de educación sexual, así que su profesora particular se las solucionaba. Giorgiana Zabachulska, nombrada MILF de oro el año 2017. Pero de aquello había pasado tanto tiempo...

  Tras años de perfeccionamiento, Eduardo había conseguido establecer su marca personal en tres pajas diarias. Récord de 9 en un glorioso sábado de agosto en que sus padres se fueron todo el fin de semana a la playa. En aquel momento, sin embargo, había bajado a dos por día, y a veces con una le bastaba, e incluso llegaba a hacerlo solo para conciliar el sueño, más como rutina que como placer. Los argumentos de los vídeos pornográficos se habían vuelto repetitivos, las actrices completamente reconocidas, sin la excitación de los comienzos. Incluso había empezado a fijarse en los diálogos.

  Y es que, cuando vemos cómo acaba el mundo conocido, la incertidumbre del mañana se cierne como una amenaza sobre nosotros.





Una tarde de otoño, estaba Eduardo navegando por la red a través de una ventana oculta, cuando le saltó un anuncio entre vídeo y vídeo.

  “¿Cansado de masturbarte solo? Prueba el nuevo Vaginator 600, con motor vibratorio y difusor de loción incorporada. Por solo 39.99 euros”

  Era como una linterna, pero en lugar del foco tenía una cavidad cavernosa llena de estrías. El chico pensó que no tenía nada que perder si lo probaba (en todo caso, lo haría la tarjeta de crédito de su padre, cuyos dígitos conocía de memoria) así que hizo el pedido.

  –Esta es mi última oportunidad. Si no funciona, dejo las pajas y empiezo una vida normal –se dijo con resignación.

  Tres días de espera, tres días nada más hubieron de pasar antes de que comenzara el desenlace final.

  Eduardo volvía del instituto tan cansado como habitualmente. No era especialmente bueno en los estudios, ni en los deportes, ni en nada. Victoria no le había dirigido la palabra, uno de sus compañeros le había llamado “Eduardo Manospajeras” y otros muchos se habían reído.

  –Necesito darle al manubrio para desestresarme –se dijo.

  La casa era grande, un chalet a las afueras de Rivas Vaciamadrid. Aunque contara con una habitación para él solo, Eduardo aprovechó que sus padres tenían turno de tarde para conectar su USB a la televisión de 55 pulgadas del salón y ponerse una nueva entrega de Universitarias borrachas en el salón, previamente forrar el sofá con papel de periódico.

  Aquella vez tampoco fue satisfactorio.

  El resto de la tarde transcurrió con normalidad. Estudió someramente, chequeó varios capítulos de su anime favorito y acabó masturbándose de nuevo con un vídeo de lolis furras.

  Ya casi eran las diez de la noche, cuando el timbre de la casa sonó. Sus padres deberían estar al caer, pero de seguro no eran ellos. Tenían llaves.

  Eduardo bajó las escaleras, fue hasta el recibidor y abrió a la puerta, más no halló a nadie en el exterior, tan solo una caja precintada con el logotipo de Amazon, con el tamaño ideal para albergar en su interior una vagina de lata.

  –El repartidor me lo ha dejado tirado y se ha largado. Estos cada día son más vagos.

  El chico recogió el paquete sin demasiada esperanza y lo subió a su habitación. Luego, despegó la cinta adhesiva y extrajo el contenido de su interior. De inmediato, se dio cuenta de que debía de haber algún error.

  –Esto no es una vagina en lata –dijo.

  Y tenía razón.

  En efecto, el contenido no era ningún juguete sexual (o, por lo menos, no demasiado habitual). Se trataba de una lámpara de color bronce algo sucia, extrañamente polvorienta para haber llegado precintada en una caja.

  Eduardo pensó que la más plausible explicación era que se hubiera equivocado, que había abierto un pedido de sus padres por error. Estaba a punto de devolver el objeto al interior de la caja, cuando intuyó unas letras grabadas en el margen que no se leían bien a causa de la suciedad.

  Eduardo frotó la superficie con la camisa, e inmediatamente algo cambió. El objeto tembló tan violentamente en sus manos que tuvo que soltarlo. Una vez en el suelo, dio un brinco, y luego otro, y al tercero un humo espeso y verde comenzó a salir por su boquilla.

  La niebla vaporosa se condensó ante sus ojos, tomando la forma de un personaje regordete y de nariz afilada, al principio poco definido como si se tratara de una estatua de arena, pero gradualmente más y más repleto de detalles. Finalmente, se constituyó en un ser con todas las letras de la existencia, tan real o más que cualquier persona.

  –Saludos, humano. Mi nombre es Margo, el Genio Cabrón. Ya que me has liberado, es mi deber concederte un deseo a tu elección.

  Eduardo se sentía como dentro de una película, de una realidad que era diferente a la suya. Pero el genio estaba delante de él, no había preguntas. No podía haber duda.

  El chico miró dentro de su corazón, en busca de su deseo más íntimo y descarnado... y al final dio con él.

  Había sido espectador por demasiado tiempo. Necesitaba entrar en escena.

  –Deseo vivir dentro de una película porno.

  Eduardo creyó intuir una tímida sonrisa en la comisura de los labios del genio. El ser, sin embargo, asintió dos veces con la cabeza sin decir más palabra.

  –Deseo concedido. Te recomiendo tomar mucho zumo de tomate. Mañana, la veda se abre.

  Acto seguido, tanto el genio como la lámpara desaparecieron, dejando como testigo de su existencia únicamente la caja en la que había venido envuelta.

  En estos casos, lo normal era que a uno le asaltara la duda de si lo que acaba de vivir era real.

  –Mañana lo sabrás.

  Eduardo se fue a la cama sin tardanza.





A la mañana siguiente, Eduardo no recordaba nada de lo que había soñado. Tras un inicio un poco pesado en el mundo de la vigilia, los acontecimientos de la noche pasada acudieron a la mente del chico y, cual infante la mañana de Navidad, se vistió a toda prisa y salió de su habitación.

  Durante los escasos segundos que tardó su precipitada bajada por las escaleras, cuyos escalones surcó de dos en dos, el chico solo anhelaba que su deseo se hubiera hecho realidad. Poco tiempo tardó en describir que, sin ninguna duda, así había sido.

  Una figura le esperaba en la cocina, de espaldas a la puerta. Por el ruido, debía de estar batiendo algo dentro de un cuenco. La persona estaba completamente desnuda, excepto por un delantal floral que colgaba de sus hombros al cual Eduardo apenas prestó atención. Aquel culo peludo y bailón llamaba toda su atención.

  –Precioso día. ¿Cómo amaneciste, step son?

  –Pa... ¿papá? ¿Cómo que step?

  El hombre se dio la vuelta. Tenía el bigote lleno de harina y un gesto perverso en el rostro.

  –Así es. Hijo, creo que has sido un chico muy malo... En cualquier caso, ¿quieres probar mis huevos?

  El hombre batía insistentemente el contenido del recipiente. Y tenía una erección.

  Eduardo no respondió. Únicamente, se dio la vuelta y salió de la cocina rápidamente.

  El chico cogió las llaves que había colgadas junto al recibidor y se dirigió a la puerta del jardín sin dilación.

  –¡Recuerda que esta tarde tienes que ayudarme a desatascar las tuberías! –oyó gritar a su padre tras él.

  Eduardo salió rápidamente de la casa y cerró la puerta.




El chico recorrió la mitad del camino que le separaba de la parada del autobús con la mente en shock. Solo tras varios largos segundos fue capaz de asimilar lo que le acababa de pasar.

  –Maldito genio pervertido... ¿a qué clase de enfermo se le ocurriría esa fantasía? –pensó, una vez fue capaz de racionalizarlo–. Es igual, en cualquier caso, funciona. Ahora solo tengo que llegar a clase y... ¡qué empiece la orgía!

  Solo de imaginarse a Victoria sin braguitas y desabrochándose el sujetador le sobrevino un calentón.

  Las calles estaban tranquilas, como era habitual en su urbanización. Una vez en la marquesina, el chico solo tuvo que esperar un par de minutos antes de que el autobús apareciera. Tras haberse detenido, sus puertas se abrieron por completo y Eduardo se introdujo en el interior del vehículo de un salto.

  –¡Hola, guapo!

  Una voz melosa extrajo su atención del monedero en el que estaba buscando su abono transporte. Se trataba de la del conductor, un hombre de unos cincuenta años calvo y que aquel día había decidido sustituir su uniforme oficial de autobusero por un mono de cuero negro que dejaba al descubierto sus pezones.

  Eduardo miró hacia el interior. No quedaba ningún asiento libre. Todos estaban ocupados por hombres similarmente ataviados. Algunos llevaban máscaras del mismo tono azabache que cubría sus rostros, otros capuchas o bozales.

  –¿Listo para un buen viaje? –insistió el autobusero, tocando el claxon dos veces.

  Eduardo salió del vehículo de un salto y comenzó a correr por la calle.

  –¿Qué demonios es esto? ¿¡Qué está pasando!?

  El chico avanzaba precipitadamente por los jardines que había entre las casas circundantes. Apenas había asimilado la desagradable experiencia del desayuno, y ya contaba con otra más siniestra si cabía que la anterior.

  –Puto genio de mierda... ¡esto no era lo que te pedí!

  –¡Pst! ¡Eh! ¡Guapo! ¡Ven!

  Una voz interrumpió a Eduardo en su huida hacia ninguna parte. Lo único que le hizo detenerse, fue que se trataba de una femenina.

  Desde la puerta de uno de los chalets, una señora le hacía gestos con la mano. A pesar de la distancia, pudo identificar una figura voluptuosa y unos pechos generosos que apenas quedaban cubiertos por la bata rosa que llevaba.

  Eduardo obedeció.

  –Buenos días, querido –dijo la mujer, con marcado acento del Este–. Soy Mia Milfkova y soy nueva en el vecindario. Se me ha roto la lavadora y yo no conozco a nadie por aquí... así que me preguntaba si tú podías echarme una mano.

  Eduardo repasó a la mujer con la mirada. Debía de tener unos cincuenta años, el pelo rubio oxigenado y la piel anormalmente estirada. Su generoso canalillo dejaba ver una leves venosidades atravesando la piel que no podían ser tapadas del todo por el maquillaje.

  El chico pensó que aquella no era su fantasía favorita pero, tal y como estaba transcurriendo la mañana, sin duda era una buena manera de redimirse.

  Con las manos empapadas de nerviosismo sudoroso, Eduardo asintió y acompañó a la mujer hacia dentro.

  –Buen chico.

  El interior de la casa era atípicamente austero: la entrada daba paso a un salón con un sofá, una mesilla con algunas revistas X desperdigadas y un televisor, este último desenchufado, como Eduardo se pudo percatar. Nada más. No había cuadros familiares, ni ningún adorno en las paredes.

  En contraposición con los muebles, el olor sí que estaba prolíficamente poblado: un aroma a almizcle, canela y otras esencias, que no se sabía bien de dónde manaba, pero que en contraste resultaba tan sucio como excitante.

  Los sentidos de Eduardo estaban aún sufriendo el asedio del entorno, cuando Mia se volvió hacia él.

  –Oh... cachorrito... no tienes buena cara. Por suerte, soy enfermera. Siéntate, ahora te traeré tu medicina.

  –Al parecer, la lavadora debe de haberse arreglado sola.

  Eduardo observó cómo la mujer se alejaba contoneándose por el pasillo.

  El chico no perdió un instante, se desabrochó el primer botón del pantalón y se sentó en el sofá.

  Pasaron unos segundos que se le antojaron eternos. El modesto bulto que reflejaba su virilidad asomaba por el hueco de su prenda inferior como un topo de lana. Tuvo que morderse el labio para evitar que la palpitación de su miembro acabara en una precoz eyaculación. Llevaba años esperando aquel momento, miles de horas empleadas delante del ordenador hasta llegar a aquello. Lo había logrado. Por fin él sería el protagonista.

  Tras unos instantes, los aterciopelados pasos de su anfitriona le avisaron de su llegada.

  –Bien cachorrito... ya es la hora...

  Eduardo no pudo aguantar la emoción y se volvió, mientras hacía que sus pantalones resbalaran hacia sus rodillas. Quedo frente a frente con Mia.

  –¡¿Pero qué cojones...?!

  –¡De ponerte tu inyección!

  Mia ya no llevaba puesto su albornoz. En su lugar portaba un sujetador rojo con pinchos y un tanga a juego con un orificio en la parte delantera por la que escapaba su miembro. Llamar pene a aquello no hubiera abarcado por completo la realidad de su esencia. Era al menos como cinco salchichas frankfurt envueltas en esparadrapo naranja.

  Eduardo se levantó de un salto del sofá, con los pantalones por debajo de su cintura y su erección completamente extinguida.

  –¿Qué demonios es esto? ¡¿Qué demonios es esto?!

  –No tengas miedo, chiquitín...

  –¡Atrás, monstruo!

  Eduardo atravesó el salón a toda prisa hasta llegar a la puerta de entrada. Por un instante se imaginó a Mia sujetándole del hombro y atrayéndolo hacia ella, él, o lo que demonios fuera. Por fortuna para él, fue capaz de girar el picaporte sin que eso ocurriera...

  Por desgracia, la realidad resultó aún peor.

  En el momento en que se abrió la puerta, la silueta de un hombre bajito y musculoso le hizo gritar. Tenía perilla, un pañuelo violeta en la cabeza y el cuerpo poblado de tatuajes.

  Eduardo retrocedió y el hombre se introdujo con gesto desafiante.

  –Buenas tardes –saludó el recién llegado, con acento mexicano–. Soy un afamado ladrón de casas y he venido a llevarme todo lo que tengan.

  Eduardo se alejó un poco más, con las manos ante el cuerpo. El sonido de la voz de Mia a su espalda le hizo recordar su presencia y la de su cachiporra. Estaba entre la espada y la pared.

  –Por favor señor atracador, no nos haga daño –contestó la anfitriona–. Haremos todo lo que nos pida.

  Eduardo sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.

  –¿Qué? Oiga señora, que yo ni siquiera vivo aquí...

  –¿Todo? Está bien. Oigan primos, pasen.

  La puerta se volvió a separar abruptamente. Primero entró uno, después otro y, por último, un tercer hombre negro de más de dos metros y 90 kg de peso, a ojo. Por los bultos asomando en todos sus pantalones iban armados, por lo menos tanto como Mia Milfkova.

  Los tres hombres cruzaron la sala precipitadamente, sujetaron a Eduardo de los hombros y empezaron a empujarle.

  –¡Maldita sea! ¡Dijiste “primos”! Estos no son mexicanos... NO SON MEXICANOOOS... –gritó el chico, mientras era arrastrado hacia el interior de la cocina.



FIN



A Eduardo mancillaron el agujero

Por no especificar que quería porno hetero.