Lo que mejor recordaba Pasajero de
su abuelo era su oblicua barba cana, como si los mismos pelillos sonrieran. Por
aquel entonces, la familia vivía junta en su vieja casita junto al mar. El
chico apenas era un crío que se deleitaba con los relatos que el viejo marino,
ya retirado, le regalaba. Entre ellos, su favorito era el de las aves grises.
- Vuelan de Norte a Sur, de Este
a Oeste, o viceversa. Baten sus alas con elegancia, dejando tras de sí una
estela pálida, brillante como el reflejo del sol en las olas. Su cuerpo entero
es etéreo, plateado como una joya, pero mutable y cambiante, que se difumina y
baila en el aire como si estuviera hecho de propia niebla... En su eterno
viaje, danzan con otras gaviotas, palomas, charranes y demás seres del aire,
pero siempre se distinguen del resto por su vuelo: mientras las demás seres
planean como peces suspendidos en agua, estos mágicos fluyen libremente hasta
perderse por el horizonte, como si ellas mismas fueran el viento.
- ¿Y dónde van las aves grises?-
preguntaba Pasajero, envuelto en las cálidas mantas de su cama.
- Eso es un misterio- contestaba
su abuelo-. Sólo los más valientes se han atrevido a ir tras ellas, y nadie que
las haya perseguido ha vuelto... por lo menos, tal y como era. De hecho, somos
pocos los que si quiera las hemos visto.
- Abuelo, ¿y yo? ¿Podré verlas
algún día?
El hombre le enseñó su mejor sonrisa.
- Sólo tienes que mirar por tu
ventana.
Pasajero rodó hasta que terminó su colchón, montó sobre sus piernas de
hierro y llevó la silla de ruedas hasta el alféizar. Durante unos segundos, no
pasó nada. Sin embargo, al poco tiempo, sus ojos reflejaron el brillo de plata
que, desde aquel día, arrullaría sus sueños.
Los días en que el niño cabalgara a lomos de las historias del hombre
habían quedado atrás. El abuelo de Pasajero murió a consecuencia de la edad, y
con él su mejor amigo. A parte del anciano, el resto de su familia apenas tenía
tiempo para él. Su padre había sido el primero, tras muchas generaciones, en
abandonar la tradición de marinero e instalarse con una tienda de percebes
cerca de la costa. Por su parte, su madre también trabajaba mucho para sacar la
familia adelante, limpiando las casas de los más ricos del pueblo. El chico
pasaba sus días moviéndose de un lado a otro de la habitación que nunca
abandonaba, al compás del chirrido de sus ruedas, o mirando con añoranza por la
ventana. El diálogo del mar era su única compañía durante la mayor parte del
tiempo. Le encantaba el rugido de las olas, el graznido de los pájaros, los
barcos que zarparían mientras sus hombres se preparaban... Pero, al mismo
tiempo, le apenaba. Si su padre había traicionado la tradición, él la había
herido de muerte. Con sus piernas inservibles, nunca sería capaz de unirse a
una tripulación.
Si algo de su abuelo quedaba vivo en él, Pasajero lo veía claramente
reflejado en las aves grises. Cada mañana a la misma hora, aquellos seres
pasaban rápidos como saetas junto a su ventana, dejaban tras de sí chipas
plateadas y se perdían más allá del mar, hasta ser devoradas por el mismo
horizonte. El chico estaba maravillado con su vuelo, sus colores mágicos y
sugerentes y su cuerpo hecho de fina tela de sueños. Siempre que las veía, a su
mente acudía la pregunta que tantas veces se había hecho a lo largo de su vida:
“¿dónde van las aves grises?”
Por más que insistía en su relato, sus padres nunca le creían. “No
existen aves de esas características”, decían. “No son más que cuentos
infantiles”. Pero Pasajero no quería darse por vencido. Estaba seguro de lo que
sus ojos le decían, dispuesto a demostrárselo a todos y mantener viva la
esperanza de desvelar el misterio.
Un día, Pasajero pidió a sus padres que les subieran una jaula y un
atrapa mariposas a su habitación, para enseñarles que ellos estaban
equivocados. Con la red en la mano, aguardó a que el primer rayo del alba
iluminara su ventana, el momento en que las aves grises aparecían. La primera
cruzó de un lado a otro antes de que apenas tuviera tiempo de reaccionar. El
niño tan sólo vio la silueta de sus alas y su pico de bruma antes de que volara
fuera de su alcance. Pocos segundos después, el resto de la bandada empezó a
desfilar ante sus ojos. Pasajero se apoyó en el alfeizar y movió la trampa de
un lado a otro, esperando algún resultado. La mayoría de aves fueron
inmediatamente espantadas y huyeron, pero el chico consiguió aprisionar una
pequeñita.
- Bien.
Inmediatamente, metió al ave en la jaula y cerró la puertecita de metal
con un click. El animal contempló un instante sus barrotes, para
finalmente centrar en su captor unos ojos azulados brillantes, como gemas
preciosas.
- Será por poco tiempo. Sólo
hasta que todos lo vean- se justificó el muchacho.
Aquel mismo día, llamó a su padre para que subiera al cuarto. Impaciente,
el chico le mostró al ave enjaulado, de cuyo cuerpecito mágico aún emanaba la
sustancia vaporosa.
- No veo nada- le dijo el hombre,
acercando la jaula a menos de un palmo de su cara-. Por favor, no me hagas
perder el tiempo con tus cuentos.
Pasajero no entendía nada. A través del acero, la figura del ave era tan
clara para él como un reflejo en el agua, con sus ojos brillosos, su pico firme
y puntiagudo que se confundía con el resto de su cuerpo y la niebla que le
rodeaba por completo.
Aquella misma noche, cuando su madre llegó de trabajar, agotada, la citó
también en su cuarto para enseñarle su captura. No fue distinto el resultado.
- No estoy para tus juegos,
cielo. Esa jaula está vacía, y yo muy cansada. Lo siento- respondió la mujer.
Pasajero no se rindió. En toda su vida, nunca había mostrado tanta
tenacidad en algo. Llamó a otros niños, profesores y conocidos de la familia
para que vieran al extraño pájaro. Como una copia unos de otros, siempre
obtenía la misma respuesta. Nadie veía al ave gris, nadie apreciaba su
existencia. Resignado, el chico comenzó a perder la esperanza. Más aún, empezó
a plantearse que quizás fueran sus ojos lo que le engañaban.
Con cada nueva visita a la jaula, con cada nueva negación de su
realidad, el ave gris se volvía más y más pequeño. Su cuerpo, siempre brumoso,
empezó a diluirse en el aire, a perder su brillo característico y a hacerse
cada vez más inconsistente y transparente.
Pasajero dejó de estar ilusionado y empezó a estar frustrado, luego
enfadado, luego, sólo triste.
- Tal vez mi abuelo me engañara-
se descubrió pensando-. Tal vez no fueran más que cuentos de un anciano amable,
y yo un niño iluso que dejó que le llenaran de pájaros la cabeza...
Una mañana, Pasajero despertó en su habitación como cualquier otro día.
Tras montar en su silla de ruedas, se acercó a la ventana sin ilusión, en donde el ave gris le esperaba. El animal ya apenas tenía el tamaño de un ratón, y
se había vuelto tan translúcido que al niño le costó distinguirle.
- Incluso para mí, que te tengo
delante, empieza a parecerme que no existes...
Entonces, el pequeño ave alzó un graznido temeroso y triste, lo más
melancólico que el joven había escuchado nunca. El sonido voló por la ventana y
se perdió en el exterior, como el suspiro de un moribundo. Pasajero empezó a
alejarse de la ventana.
Tres segundos después, nuevos graznidos le llegaron desde su ventana. El
niño se volvió, pero no vio nada. Y lo vio todo. El enorme horizonte que se
extendía hasta más allá de dónde si quiera pudiera imaginar; el brillo mágico
de la infinita sábana de agua salada y su espuma; las nubes blancas y pesadas,
las velas que desaparecían conforme se alejaban... y, mucho más allá, la silueta
de los pájaros que siempre viajaban.
- ¿Cuánto hace que no veo a las
aves grises?- se preguntó a sí mismo el joven.
Pasajero cogió la jaula, orientó la puertecita de metal hacia la ventana
y la abrió. El pájaro cautivó salió apresuradamente, saltó al vacío y remontó
rápidamente el vuelo, para despedirse del joven chico en la distancia.
Con lágrimas en los ojos, Pasajero le sonrió al sol en la lejanía.
- ¿Dónde van las aves grises?- se
preguntó una vez más-. Algún día lo descubriré.
FIN
"Es mejor perseguir un sueño, que enjaularlo".