domingo, 27 de diciembre de 2015

Donde Van las Aves Grises

Lo que mejor recordaba Pasajero de su abuelo era su oblicua barba cana, como si los mismos pelillos sonrieran. Por aquel entonces, la familia vivía junta en su vieja casita junto al mar. El chico apenas era un crío que se deleitaba con los relatos que el viejo marino, ya retirado, le regalaba. Entre ellos, su favorito era el de las aves grises.
- Vuelan de Norte a Sur, de Este a Oeste, o viceversa. Baten sus alas con elegancia, dejando tras de sí una estela pálida, brillante como el reflejo del sol en las olas. Su cuerpo entero es etéreo, plateado como una joya, pero mutable y cambiante, que se difumina y baila en el aire como si estuviera hecho de propia niebla... En su eterno viaje, danzan con otras gaviotas, palomas, charranes y demás seres del aire, pero siempre se distinguen del resto por su vuelo: mientras las demás seres planean como peces suspendidos en agua, estos mágicos fluyen libremente hasta perderse por el horizonte, como si ellas mismas fueran el viento.
- ¿Y dónde van las aves grises?- preguntaba Pasajero, envuelto en las cálidas mantas de su cama.
- Eso es un misterio- contestaba su abuelo-. Sólo los más valientes se han atrevido a ir tras ellas, y nadie que las haya perseguido ha vuelto... por lo menos, tal y como era. De hecho, somos pocos los que si quiera las hemos visto.
- Abuelo, ¿y yo? ¿Podré verlas algún día?
  El hombre le enseñó su mejor sonrisa.
- Sólo tienes que mirar por tu ventana.
  Pasajero rodó hasta que terminó su colchón, montó sobre sus piernas de hierro y llevó la silla de ruedas hasta el alféizar. Durante unos segundos, no pasó nada. Sin embargo, al poco tiempo, sus ojos reflejaron el brillo de plata que, desde aquel día, arrullaría sus sueños.
  Los días en que el niño cabalgara a lomos de las historias del hombre habían quedado atrás. El abuelo de Pasajero murió a consecuencia de la edad, y con él su mejor amigo. A parte del anciano, el resto de su familia apenas tenía tiempo para él. Su padre había sido el primero, tras muchas generaciones, en abandonar la tradición de marinero e instalarse con una tienda de percebes cerca de la costa. Por su parte, su madre también trabajaba mucho para sacar la familia adelante, limpiando las casas de los más ricos del pueblo. El chico pasaba sus días moviéndose de un lado a otro de la habitación que nunca abandonaba, al compás del chirrido de sus ruedas, o mirando con añoranza por la ventana. El diálogo del mar era su única compañía durante la mayor parte del tiempo. Le encantaba el rugido de las olas, el graznido de los pájaros, los barcos que zarparían mientras sus hombres se preparaban... Pero, al mismo tiempo, le apenaba. Si su padre había traicionado la tradición, él la había herido de muerte. Con sus piernas inservibles, nunca sería capaz de unirse a una tripulación.
  Si algo de su abuelo quedaba vivo en él, Pasajero lo veía claramente reflejado en las aves grises. Cada mañana a la misma hora, aquellos seres pasaban rápidos como saetas junto a su ventana, dejaban tras de sí chipas plateadas y se perdían más allá del mar, hasta ser devoradas por el mismo horizonte. El chico estaba maravillado con su vuelo, sus colores mágicos y sugerentes y su cuerpo hecho de fina tela de sueños. Siempre que las veía, a su mente acudía la pregunta que tantas veces se había hecho a lo largo de su vida: “¿dónde van las aves grises?”
  Por más que insistía en su relato, sus padres nunca le creían. “No existen aves de esas características”, decían. “No son más que cuentos infantiles”. Pero Pasajero no quería darse por vencido. Estaba seguro de lo que sus ojos le decían, dispuesto a demostrárselo a todos y mantener viva la esperanza de desvelar el misterio.
  Un día, Pasajero pidió a sus padres que les subieran una jaula y un atrapa mariposas a su habitación, para enseñarles que ellos estaban equivocados. Con la red en la mano, aguardó a que el primer rayo del alba iluminara su ventana, el momento en que las aves grises aparecían. La primera cruzó de un lado a otro antes de que apenas tuviera tiempo de reaccionar. El niño tan sólo vio la silueta de sus alas y su pico de bruma antes de que volara fuera de su alcance. Pocos segundos después, el resto de la bandada empezó a desfilar ante sus ojos. Pasajero se apoyó en el alfeizar y movió la trampa de un lado a otro, esperando algún resultado. La mayoría de aves fueron inmediatamente espantadas y huyeron, pero el chico consiguió aprisionar una pequeñita.
- Bien.
  Inmediatamente, metió al ave en la jaula y cerró la puertecita de metal con un click. El animal contempló un instante sus barrotes, para finalmente centrar en su captor unos ojos azulados brillantes, como gemas preciosas.
- Será por poco tiempo. Sólo hasta que todos lo vean- se justificó el muchacho.
  Aquel mismo día, llamó a su padre para que subiera al cuarto. Impaciente, el chico le mostró al ave enjaulado, de cuyo cuerpecito mágico aún emanaba la sustancia vaporosa.
- No veo nada- le dijo el hombre, acercando la jaula a menos de un palmo de su cara-. Por favor, no me hagas perder el tiempo con tus cuentos.
  Pasajero no entendía nada. A través del acero, la figura del ave era tan clara para él como un reflejo en el agua, con sus ojos brillosos, su pico firme y puntiagudo que se confundía con el resto de su cuerpo y la niebla que le rodeaba por completo.
  Aquella misma noche, cuando su madre llegó de trabajar, agotada, la citó también en su cuarto para enseñarle su captura. No fue distinto el resultado.
- No estoy para tus juegos, cielo. Esa jaula está vacía, y yo muy cansada. Lo siento- respondió la mujer.
  Pasajero no se rindió. En toda su vida, nunca había mostrado tanta tenacidad en algo. Llamó a otros niños, profesores y conocidos de la familia para que vieran al extraño pájaro. Como una copia unos de otros, siempre obtenía la misma respuesta. Nadie veía al ave gris, nadie apreciaba su existencia. Resignado, el chico comenzó a perder la esperanza. Más aún, empezó a plantearse que quizás fueran sus ojos lo que le engañaban.
  Con cada nueva visita a la jaula, con cada nueva negación de su realidad, el ave gris se volvía más y más pequeño. Su cuerpo, siempre brumoso, empezó a diluirse en el aire, a perder su brillo característico y a hacerse cada vez más inconsistente y transparente.
  Pasajero dejó de estar ilusionado y empezó a estar frustrado, luego enfadado, luego, sólo triste.
- Tal vez mi abuelo me engañara- se descubrió pensando-. Tal vez no fueran más que cuentos de un anciano amable, y yo un niño iluso que dejó que le llenaran de pájaros la cabeza...
  Una mañana, Pasajero despertó en su habitación como cualquier otro día. Tras montar en su silla de ruedas, se acercó a la ventana sin ilusión, en donde el ave gris le esperaba. El animal ya apenas tenía el tamaño de un ratón, y se había vuelto tan translúcido que al niño le costó distinguirle.
- Incluso para mí, que te tengo delante, empieza a parecerme que no existes...
  Entonces, el pequeño ave alzó un graznido temeroso y triste, lo más melancólico que el joven había escuchado nunca. El sonido voló por la ventana y se perdió en el exterior, como el suspiro de un moribundo. Pasajero empezó a alejarse de la ventana.
  Tres segundos después, nuevos graznidos le llegaron desde su ventana. El niño se volvió, pero no vio nada. Y lo vio todo. El enorme horizonte que se extendía hasta más allá de dónde si quiera pudiera imaginar; el brillo mágico de la infinita sábana de agua salada y su espuma; las nubes blancas y pesadas, las velas que desaparecían conforme se alejaban... y, mucho más allá, la silueta de los pájaros que siempre viajaban.
- ¿Cuánto hace que no veo a las aves grises?- se preguntó a sí mismo el joven.
  Pasajero cogió la jaula, orientó la puertecita de metal hacia la ventana y la abrió. El pájaro cautivó salió apresuradamente, saltó al vacío y remontó rápidamente el vuelo, para despedirse del joven chico en la distancia.
  Con lágrimas en los ojos, Pasajero le sonrió al sol en la lejanía.
- ¿Dónde van las aves grises?- se preguntó una vez más-. Algún día lo descubriré. 


FIN

"Es mejor perseguir un sueño, que enjaularlo".




domingo, 29 de noviembre de 2015

Viajero del Viento

Me da igual lo que hayan escrito los demás
en mi nombre.
Tengo tanto miedo de acabar como él…
A mi viajero del viento, que no cejas en tu empeño,
de viajar.
Cabalgando los aires con maestranza,
porque no tienes un lugar
al que llamar hogar.
Sin prisa, la brisa esperas,
y si aliento de tu alma debilita,
ávida cuenta da
tu espada, fulgura el firmamento y
nunca cejas de viajar.
Viajero del tiempo, sabes que nada aguarda,
al tiento, al ciego,
al cieno que moras,
libre, en tu musitada aurora.
Ya no hay más, sólo un momento.
Dime que es verdad, viajero del viento.
No quieres estar aquí,
no quieres estar allí.
En realidad, no quieres estar
en ningún lar,
no hay de ti emplazamiento
que te haga olvidar tu sueño,
y es que tu sueño, es no pertenecer a ningún lugar.
Viajero del viento, ya nada te retiene,
sólo una mano vacía y solitaria,
consuela tardía, amenazadora
de riesgos inexistentes, de flora
y fauna que ya conoces, que siempre ha estado allí, junto a
aquella rosa marchita
hace tiempo, olvidada estrofa de un soneto
por el que ya nadie llora,
que persigue tu vuelo al compás de sus pétalos.
Demasiado tarde, otrora.
Viajero del viento, ya no mires atrás
más, no queda nada que lamentar, sólo todo.
Viajero del viento,
a donde vayas, donde acabes,
no olvides que lo siento.  

FIN

miércoles, 18 de noviembre de 2015

"El Precio de Devolver el Golpe" o "Montesino y Caprialetto"

Cualquiera habría dicho de aquellos dos que eran los mejores amigos; nadie habría podido anticipar que la muerte separaría tan pronto sus destinos.
  Rodolfo Montesino y Adriano Caprialetto habían forjado la amistad más sólida que ninguno de sus conciudadanos hubiese visto. A pesar de haber nacido cada uno en el seno de una de las familias más poderosas y orgullosas del reino de Vernizzia, portadores orgullosos del futuro de las mismas, ello no había impedido que se hermanaran más que con aquellos con quienes compartían lazos de sangre. Crecieron juntos jugando, cortejando damiselas o quedando para beber y reírse de sus aventuras. A pesar de sus travesuras, en todo el reino les apreciaban y eran bien recibidos. Fue por eso que resultó más sobrecogedora la tragedia.
  Una noche de niebla, los dos amigos quedaron en su bar habitual con desenlace funesto. Hay quien dice que fue por un amor adolescente, algunos creen que se debió a una riña nacida de la casualidad y el alcohol, pero lo cierto es que, tras batirse en duelo, Rodolfo mató a Adriano.
  Malherido, el muchacho acudió a su familia para curar sus heridas y lavar con dolor la sangre de su amigo de las manos. Poco tardaron los Caprialetto en denunciar al culpable de la muerte de su hijo predilecto.
  El rey Marco era un hombre bondadoso y sabio, pero de carácter débil y corazón almidonado. No viendo más que defensa propia en el trágico suceso, estipuló una generosa compensación económica de los Montesino por la pérdida y nada más. Los Caprialetto rechazaron la solución, escupieron en la justicia y se marcharon airados. Aquella misma noche, un asesino se coló en el cuarto de Rodolfo, al cobijo de las sombras, y le degolló en su propia cama.
  La autoría del crimen fue un secreto a voces, una advertencia para que, quienes quisieran en un futuro meterse con los Caprialetto, se lo replantearan. Sin embargo, para los Montesino fue una ofensa terrible. El rey había dictado justicia, sus rivales no tenían derecho a tomar aquella vida por su cuenta. No había pruebas para denunciar al autor, pero tampoco estaría conformes con otra pena así que, un día en que el asesino de Rodolfo regresaba a su casa tras una noche de diversión, los padres del difunto le abordaron y le estrangularon en la misma calle.
   Los Caprialetto ardieron de rabia. La muerte de Rodolfo había sido un “ojo por ojo”, una igualación de ambas fuerzas. Ahora que uno de sus hombres había sido asesinado, la balanza volvía a estar desequilibrada. Un día en que los dos Montesino asesinos volvían de la ópera, un numeroso grupo de sus rivales les abordó, rajó sus vientres y tiró los cadáveres al río.
  Los Montesino enfurecieron. La autoría de la muerte se debía a tantos hombres que habría sido imposible identificarlos. Además, haciendo recuento, ahora era su facción la que tenía un muerto más que lamentar, por lo que el cabeza de familia decidió asesinar a una joven Caprialetto y enviar su cabeza al otro líder. El hombre se encendió por completo. Aquella chica era inocente de cualquier disputa y, aunque el número de muertes estuviera empatado, no había tenido culpa alguna de aquella guerra, empezada, a su parecer, por el otro bando.
  Con el tiempo, las hostilidades aumentaron, dando paso a una escalada de violencia que parecía no tener pico. Con cada nuevo ajuste de cuentas, el otro bando se enarbolaba para tomar represalias cada vez más brutales y desproporcionadas.
  Mientras tanto, el rey Marco contemplaba con ojos impotentes cómo sus ciudadanos se mataban entre ellos. Al principio había tratado de imponer su ley deteniendo a los culpables, pero nunca servía para satisfacer a la otra familia. Ellos pedían una sangre que no estaba dispuesto a dar. Los Montesino eran la mayor familia de comerciantes, mientras que los Caprialetto dominaban todas las vías marinas. Cada una podía almacenar prácticamente el mismo poder que la corona por sí sola.
- He aquí el mayor dilema al que me he enfrentado. Si me posiciono de un lado, aunque sólo sea momentáneamente, el otro lo tomará como una ofensa y se sublevará; mientras tanto, mis súbditos se matan entre ellos, el reino sangra hasta en las cárceles, y yo sólo puedo ser testigo mudo, imparcial e impotente. No es este el legado que quiero dejarte- lloraba el monarca ante su hija Adelaida, testigo mudo del dolor de su padre.
  Cuanto más avanzaba el conflicto, más incontrolable se volvía. Montesino y Caprialetto eran demasiado orgullosos. En varias ocasiones, el rey Marco se reunió con sus líderes e hizo de árbitro en la negociación de una tregua.
- Nunca nos arrodillaremos ante esos cerdos- decían los líderes Caprialetto-. Si quieren una tregua, que se rindan y paseen por nuestra espada.
- Lo mismo decimos de esos bastardos- se defendían los Montesino-. La única paz que tendrán, la encontrarán al otro lado.
  Lo decían cínicamente, mientras sonreían de manera cómplice. Habían nacido nuevos intereses.
  Las demás familias del reino se habían visto obligadas a tomar parte, de un modo u otro, para su protección. Amigo o enemigo, no existía la neutralidad. Se crearon alianzas, beneficiosos para los cabezas de familia y mejoras comerciales, en detrimento de la sangre y el horror de los humildes, regados con el odio hacia el otro bando que les proporcionaban desde su propia casa.
  Vernizzia acabó dividido en dos bandos. Incluso geográficamente, los apoyos de los Caprialetto y los Montesino se mudaron según estuvieran más cerca de sus líderes. Marco habría partido la ciudad en dos, si con ello hubiera solucionado algo.
- Se seguirían matando. Ya no es sólo cuestión de honor, ahora está en juego algo mucho más peligroso: el dinero- comentaba el hombre con aflicción.
  Con los años, la más absoluta desesperanza se instaló como una lacra imborrable. La gente moría a diario por sus vecinos, ninguna zona era segura ni para los niños. Marco no creía que las cosas pudieran empeorar, hasta que llegó su hija con una terrible noticia.
- Los Montesino y los Caprialetto están construyendo sendas bombas. Con ellas, calculan que podrían destruir la otra mitad de la ciudad, si no más. Las están ocultando, como garantía. Ya casi las tienen acabadas, padre.
  La chica había crecido recia y firme entre la guerra y la muerte. Había aprendido cómo gobernar de sus lecciones, y Marco había tratado de educarla en aquello que, a su parecer, es más importante para un gobernante, y de lo que más a menudo adolece: la ética. El rey la miró con orgullo, pero también con tristeza.
- Hija mía, hay algo que quiero que hagas por mí.  

Varios días después, el rey Marco tuvo una reunión con los líderes de Montesino y Caprialetto. Los dos grupos denunciaban lo mismo: varios niños habían desaparecido.
- Esos cerdos han raptado a nuestros hijos- gritaban los Montesino.
- Sí, claro, queréis tapar vuestros inmorales crímenes. ¡Vosotros habéis asesinado a nuestros niños!- respondía la otra facción.
  Como en cada reunión, la disputa no llegó a ningún puerto seguro. Ni Montesino ni Caprialetto confesaron crimen alguno así que, de nuevo, regresaron sin acuerdo.
  Esa misma noche, el rey Marco contemplaba la devastada ciudad de Vernizzia desde su ventana. Sus ojos ancianos rememoraron con tristeza cómo antaño fue aquel un remanso de paz, hermandad y prosperidad.
- Qué difícil es a menudo mantener aquello que más importante es para todos- suspiró el hombre.
  Un segundo después, dos brillos gemelos y un ensordecedor estruendo consumieron su palacio, la ciudad por completo y a todos sus habitantes.

Adelaida y sus hombres de mayor confianza regresaron al reino pocos días después, a lo que quedaba de Vernizzia. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Ruinas, polvo, ceniza y esqueletos calcinados eran cuanto quedaba de su tierra. La antigua princesa, ahora reina, sabía que tenía una ardua tarea por delante.
- Traed a los niños- ordenó.
  En un segundo carruaje, los infantes desaparecidos fueron llevados a su presencia. Montesino y Caprialetto, todos ellos apartados de la guerra en mitad de la noche, como el más alto secreto. La reina, de corazón más duro que el de su padre, no tuvo miramientos a la hora de contarles que todo el reino había muerto, que sólo quedaban ellos y que en sus manos estaba construir una nueva Vernizzia desde sus cimientos.
  Tras la amargura, los llantos y el obligado luto, la dama se puso manos a la obra. Tendrían que aprender labores y oficios con los que empezar la reconstrucción, pero Adelaida decidió comenzar por el pilar básico de toda civilización: la educación.
- Comenzar hablando de la palabra más importante que existe- dijo la reina-. ¿Cuál creéis que es?
  Los niños se miraron un segundo entre ellos. El corazón de la mujer se enterneció sutilmente viendo sus rostros llenos de inocencia, inocencia que deseó haber conseguido preservar de las garras de la guerra.
- ¿Honor?- preguntó un joven, inseguro.
- ¿Tradición?
- ¿Familia?
- ¿Amistad?
  Adelaida negaba con cada nueva aportación.

- Nada de eso- respondió la reina-. La palabra más importante, aquella que nunca debéis olvidar ni temer, es “perdón”. 

FIN

lunes, 9 de noviembre de 2015

La Semilla que Nunca Muere

Vivió en su cabaña de madera vieja, a los pies de una enorme montaña solitaria, una bruja. La llamaban Annie y, aunque todos en el reino la conocían, no tenía amigos. A pesar de ser más hermosa que una noche estrellada, la gente la repudiaba, era temida y despreciada al mismo tiempo por sus inhumanos poderes, y a su hogar tan sólo acudían campesinos desesperados por alguna enfermedad de ellos o de sus parientes cercanos. Annie era capaz de aliviar cualquier mal con sus pócimas. Por unas pocas monedas o algún objeto que le pudiera interesar, los demandantes conseguían el remedio apropiado de su problema, el cual nunca fallaba.
  Por su parte, los humildes del reino estaban desesperados. Desde su trono de arce, el rey Juan VIII gobernaba con más inflexibilidad que justicia. Con impuestos asfixiaba a sus súbditos para mantener un ejército temible con el que satisfacer sus ansias de conquista. Su mano era férrea, castigando con penas peores que la muerte a cualquiera que osara alzar una sola palabra de rebelión. A pesar de no amar las ostentosidades, casi todo lo recaudado era gastado para acrecentar su ejército o pagar espías que se mezclaban con la gente, sus ojos y oídos entre el populacho. Ninguna persona se atrevía a discutir a Juan VIII, excepto su primogénita, Lucero. La princesa era una chica poco agraciada, de cabello dorado y generosas caderas. Única descendiente de Juan, heredaría el reino tarde o temprano, por lo que desde el día en que se hizo mujer participó activamente en la política. Por desgracia para el pueblo, su despotismo resultó mayor que el de su padre.  En su afán por subyugar aún más a la gente, se adueñó de algunos servicios como el de panaderos, curanderos y escribas, para que todo aquel que quisiera contratarlos tuviera obligatoriamente que dejar más recursos en sus arcas. Como condición posible para saldar una deuda, los campesinos podían entregar uno de sus hijos, que trabajaría de por vida como esclavo.
  Los súbditos, viendo que no tenían opción, empezaron a recurrir más a menudo a la bruja del bosque. Annie les curaba sin reparos, viendo su éxito multiplicado por la necesidad… lo cual no pasó desapercibido para la implacable Lucero. La princesa vio un día que las cuentas no cuadraban, así que interrogó a los campesinos hasta que delataron a la bruja. La primogénita viajó a la cabaña e hizo que decapitaran a la hechicera ante sus ojos. 
- Niña estúpida y codiciosa- bramó su cabeza desde el suelo-. Por tu avaricia condenas a tu pueblo pero, sin saberlo, también a ti. Yo te maldigo, que la enfermedad corrompa tu cuerpo hasta que quede igual de podrido que tu alma- dicho aquello, la bruja expiró.
  A pesar de no haberles otorgado crédito al principio, Lucero pronto descubrió que las palabras de la bruja no fueron una bravuconería. Horrorizada, vio como la piel y el pelo se le empezaron a caer, que cada día le costaba más respirar. De su cuerpo emanaban gases repugnantes, su visión comenzó a menguar y terribles dolores aquejaron todas sus extremidades. A pesar de sus intentos, ningún curandero fue capaz de encontrar explicación, y mucho menos cura. El rey, con el corazón descarnado por los alaridos de su propia hija, ofreció una gran recompensa a aquel que pudiera salvar su vida. Días pasaron sin respuesta, nadie en el pueblo estaba dispuesto a ayudar a aquella déspota hasta que, a la décima noche de tortura, un hombre moreno y sencillo se presentó en la corte.
- Mi nombre es Geo, y mi labor hasta ahora ha sido la de jardinero- comenzó el humilde, arrodillándose sobre sus roídos pantalones de lana-. Si bien es cierto que no soy curandero, mi experiencia me ha hecho conocedor de cierta panacea, aquello que puede curarlo todo. Sólo me hará falta una oportunidad para demostrárselo.
  Juan estaba desesperado, así que aceptó su ayuda.
- Mas, como sea un embuste, te lo haré pagar caro- replicó el monarca.
  Geo aceptó el trato. Solicitó una selección de semillas de lejanas tierras misteriosas, tan costosas de encontrar que sólo gracias al enorme poder del reino fueron capaces de reunirlas todas en poco tiempo. Una vez adquiridas, las machacó y solidificó con arcilla en pequeñas cápsulas. Después, hizo que enterraran desnuda a la princesa, únicamente dejando fuera su rostro. Los criados, esclavos y mayordomos, llenaron el cuarto de la chica de tierra. Con gran dolor, apartaron los vendajes que la cubrían, despegando con ellos las últimas capas de piel pegajosa que le quedaban. Luego, la hundieron con cuidado.
- ¡Qué tontería! ¡Qué desfachatez más inaudita! ¿Cómo Ha de curarme esto?- se quejó la princesa.
- A veces hay que ser humilde y confiar en los demás- respondió Geo. Después, le mostró las semillas-. Esto son semillas de “Esperanza”, también conocidas como “Semillas que Nunca Mueren”. Las plantaré junto a tu cuerpo, y allí deberán germinar. Una vez el brote haya arraigado, podré preparar el remedio definitivo. Mientras tanto, sus raíces te mantendrán con vida.
  Lucero no creyó una palabra, pero no tenía elección. Con resignación, quedó plantada en tierra, a la espera de algún resultado.
  Durante días, el jardinero estuvo cuidando de la princesa. Llegaba con la primera luz del alba, y no se marchaba hasta bien entrada la noche. A horas específicas que sólo él conocía la regaba, abría las ventanas para que el sol entrara en la estancia y removía la tierra con delicadeza. Para su sorpresa, Lucero comenzó a mejorar. Notaba el fango cálido y amistoso, como el abrazo que su padre nunca le había dado. A pesar de no poder verse, la sensación de dolor en sus miembros menguaba, y empezó a recuperar pelo y piel, junto con su ánimo.
- Cuéntame, jardinero, ¿cómo es que alguien como tú conoce este remedio?- se interesó un día Lucero.
- Como todo en la vida: quien me enseñó lo conocía antes que yo. Y tengo nombre, alteza. Soy Geo.
  La princesa se encendió ante tanta osadía. En cualquier otro momento habría mandado cortarle la lengua.
- Eres un jardinero, mi sirviente, y te llamaré como me dé la gana.
- Soy un jardinero, cierto. Soy tu sirviente, eso también es verdad. Pero nada de eso me despoja de mi nombre ni de mi dignidad. Creo que esa es una lección que a ningún gobernante conviene olvidar.
  A pesar de la mala impresión del principio, poco a poco Lucero aprendió a respetar a Geo. La curación mejoraba su humor, y el botánico era prácticamente su única compañía en todo el día. Pronto descubrió que se trataba de un hombre amable, de mente fresca y vivaz. Al final, casi sin percatarse, empezó a confiar en él.
- Nunca he sido feliz- le confesó una tarde la dama. El azul del cielo se reflejaba en sus ojos apagados por la tristeza-. A pesar de tener cuanto alguien pudiera desear. Mi padre es odiado, es cierto, pero mi madre es poco más que un alfeñique, una posesión de él a la que sólo mantiene y utiliza. Nunca conseguí cariño real, así que me decanté por crecer fuerte. Y entre muñeca o espada, yo elijo el acero. Jamás seré marioneta de nadie.
  Geo la miró con sus profundos ojos verdes.
- Nadie querría ser un fetiche, alteza. Sin embargo, tampoco hace falta ser daga para encontrar respeto. Tal vez debierais forjar vuestro destino sin la influencia de otros y, si me permitís, ser una reina a la que valga la pena querer.
  Con el tiempo, las palabras de Geo acabaron calando en el alma de la princesa. Durante su entierro, decidió convertirse en una mejor líder, una que no abusara de sus ciudadanos sino que tuviera como primer objetivo hacerlos felices. Entonces, de su pecho empezó a brotar un estrecho tallo, con un pequeño bulbo en su extremo.
- ¡Ya nace!- se emocionó la chica.
  A Geo se le iluminaron los ojos viendo tan notable progreso.
- Esta planta nace de la persona. La mantiene viva, es cierto, pero también se alimenta de ella, de sus sentimientos positivos. Se trata de una simbiosis en la que ambos salen ganando. Como debería ser la relación entre un rey y su pueblo.
  Lucero asintió. Se había acostumbrado al jardinero, tanto que había llegado a sentir algo por él. Se preguntó si tal vez pudieran seguir siendo amigos cuando su pesadilla acabara.
  Varios días más pasaron, y la planta creció mucho más, hasta casi llegaba al medio metro de altura. En su punta, el capullo dio paso a una flor violeta de reflejos brillantes, la más hermosa que la chica había visto nunca.
- ¿Cuánto tiempo queda, amigo?- preguntó Lucero-. ¿Cuándo podré, por fin, volver a caminar?
  El jardinero acarició los pétalos, observándolos con ojos analíticos de experto.
- Nunca.
  El hombre arrancó la flor y la princesa murió.

Aquella noche, Geo regresó a su casucha de adobe, en donde un niño envuelto en vendajes enrojecidos le esperaba. El joven padecía una terrible enfermedad que le había acompañado desde que nació. Con pericia, el jardinero picó las hojas de la flor mágica y las mezcló con aceite para crear un ungüento brillante que frotó por la purulenta piel.
- Padre- dijo el muchacho, entre sollozos-. Las marcas se van. Por fin seré normal.
  Poco a poco, la piel se fue aclarando, dejando paso a una dermis completamente sana. Niño y padre lloraron de alegría mientras se abrazaban.
  Acto seguido, empacaron lo poco que tenían y salieron de casa. Geo calculó que en medio día podrían estar en el siguiente pueblo, donde Juan VIII lo tendría más difícil para dar con ellos. Después, seguirían hacia el Este, empezarían una nueva vida.
- Gracias, cariño- dijo el jardinero a la oscura noche.
  En cuanto colocó el primer pie fuera de su casa, un brillo aceroso golpeó su rostro y Geo cayó al suelo ensangrentado. Escuchó el grito de su hijo en la distancia, decenas de pisadas metálicas pasando por encima de él y, finalmente, la negrura consumió su conciencia por completo.

Geo despertó desnudo en una húmeda mazmorra. El dolor laceró sus músculos cuando intentó zafarse de las cadenas que aprisionaban sus brazos, colocándolos en cruz. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudo distinguir dos siluetas, una oscura y con un saco, la otra imponente, regia y roja del rey Juan VIII.
- Llegaste lejos en tu pretensión- comenzó el monarca, con su tono seco y áspero habitual-. Caí en el embuste, conseguiste lo que querías. Fui un necio, y ahora mi hija ha muerto.
- Tu hija era un monstruo, al igual que tú- respondió el jardinero, escupiendo sangre en el suelo-. Soy culpable. Mátame y habrás hecho justicia. No tengo nada que decir al respecto.
  Juan VIII se apretó los puños de la camisa.
- ¿Morir? La muerte sería un castigo demasiado benévolo, y yo no lo soy. Sufrirás mi dolor multiplicado con creces. Muéstraselo, verdugo.
  La figura oscura abrió la bolsa que portaba y dejó que su interior rodara por el suelo.
- ¡Noooo!- El grito desgarrado de Geo atravesó las mismas paredes de la mazmorra.
- Déjala cerca- continuó el monarca, con una mueca de rabia en la cara-. Asegúrate de que cada día la vea, que no olvide.
  Cuando el rey se marchó, el verdugo clavó la cabeza del hijo de Geo en una pica cercana a su padre.
  Durante días, Geo fue torturado. Para el jardinero apenas significó nada. No gritó cuando le rompieron los dedos, no lloró cuando le quemaron los genitales, no suplicó cuando le cortaron los pezones y los párpados o cuando le arrancaron los dientes. Para el hombre sólo existía una tortura entre aquellas paredes: los ojos fríos y muertos de su hijo, mirándole fijamente desde las sombras, acusándole de su muerte en silencio.
  Uno de aquellos días en que su cuerpo agonizaba, la mente de Geo no pudo soportarlo. Porque el alma, a pesar de ser etérea, también puede romperse con el peso de la suficiente culpa. De su dolor nació una semilla, y de su pecho brotó una rosa oscura, llena de espinas.
 - El dolor es insufrible, ¿verdad cariño?- dijo dulcemente la voz de Annie.
  Geo bajó sus nebulosos ojos hacia la flor de su pecho. 
- Nos abandonaste. A los dos- susurró, casi sin aliento.
- Os abandoné. No podía curar a nuestro hijo, y la gente ya me repudiaba bastante. No quería que pasarais por lo mismo- admitió la rosa negra, con un tono amargo y triste.
- Y ahora, él está muerto. Tú estás muerta. Yo moriré…
- Así es. Pero aún queda algo dentro de ti, algo que puedes hacer. El reino no merece perdón. La monarquía es cruel, los aldeanos traidores, hipócritas e interesados.
  Geo reprimió una arcada sanguinolenta. Casi podía notar como la vida se arrastraba fuera de su cuerpo.
- Siempre quisiste destruirlo todo.
- Los sentimientos son como semillas: cuanto más hondo se plantan, más difícil es impedir que, tarde o temprano, florezcan- dijo Annie, con aire melancólico-. El reino merece ser destruido. Y, ahora que estamos cada uno en un lado, podemos hacerlo. Estabas equivocado, Geo, no se trata de la esperanza: la única semilla que nunca muere, es la venganza.
  Una mirada a la cabeza putrefacta bastó para convencer al hombre.
- Sea.

En su cuarto, el rey Juan VIII dormía plácidamente cuando él y su mujer fueron bruscamente despertados por un dolor punzante. Lianas cubiertas de espinas hendieron la piel de sus cuellos, estrangulándolos sin piedad. El monarca ni siquiera tuvo tiempo de gritar cuando la asfixiante sensación atravesó su cuerpo y su vejiga se aflojó sobre sus calzones. Tras varios segundos agónicos, finalmente acabó ahogándose con su propia sangre, sus pies hondeando inertes a pocos centímetros del colchón.
   Y la planta creció, y sus espinas llegaron cada vez más lejos. Uno a uno, primero en el castillo, luego en el resto de casas, cada ciudadano fue asesinado por los terribles tallos, que como serpientes sedientas de sangre reptaban en la oscuridad. En poco tiempo, la rosa oscura devoró el reino entero, y no quedó más vida.
  Nadie osó nunca más poblar aquella tierra maldita. Nadie trató de reclamar los tesoros que aún albergaba el castillo. El nombre del reino fue olvidado para siempre. Y en lo más profundo de aquella monstruosa planta, en la oscuridad cavernaria de las mazmorras, permaneció oculto para siempre su corazón, lleno de sombras: la semilla que nunca muere.


FIN

viernes, 30 de octubre de 2015

La Máscara de Thomas

Apareció un día cualquiera a las puertas del orfanario de Londres, sin que nadie supiera de dónde había llegado, demasiado joven para recordar el rostro de su madre, si tenía los ojos de su padre o si alguna vez había sido querido. Le bautizaron Thomas, uno de los nombres más comunes de la Inglaterra de principios del siglo XX, un alma más de las de cientos de niños sin padres que moraban entre aquellas paredes… sólo que este Thomas no era como los demás.
  Desde el principio, aquel niño demostró ser diferente, a pesar de su rostro común, de piel pálida, ojos claros y pelo negro y frondoso. Era una persona huraña, reservada e huidiza que nunca hablaba con nadie. Mientras sus compañeros se relacionaban, creaban amistades y charlaban sobre sus sueños, Thomas únicamente atendía a las escasas lecciones que le impartían, trabajaba para mantener el lugar y, sobre todo, observaba. La realidad era que no podía soportar la felicidad a su alrededor.
  Algunos dicen que era la envidia de una mente enferma que nunca había sentido calor humano. Otros, que él era otra cosa. Thomas dedicó su estancia en el orfanato a sembrar dolor entre sus compañeros, amargar aún más su ocre existencia. Creaba rumores, separando amistades y enfrentando a compañeros entre sí; si alguno conseguía encontrar novia en el pueblo, él falsificaba cartas y creaba malentendidos para que se pelearan y rompieran la relación; a veces, desaparecían cosas de los despachos de los cuidadores y eran encontradas bajo la almohada de huérfanos que juraban ser inocentes. A pesar de no dejar nunca huellas, los desagradables incidentes que rodeaban al chico no pasaron desapercibidos para sus partenaires, y pronto se ganó el sobrenombre de “Thomas la Serpiente”. El chico estaba tan encantado con su mote que, desde entonces, siseaba cuando paseaba a solas.
  El día que Thomas abandonó el orfanato, todos lo celebraron. Había cumplido los 16 años, y ya era hora de que se enfrentara al mundo. Pronto encontró trabajo en una fábrica de automóviles. Una vez dentro, las desgracias que le rodeaban no hicieron más que subir de nivel: extorsiones, enfrentamientos entre compañeros, accidentes inexplicables que terminaban en graves heridas… el sufrimiento de los demás acompañó al joven en un ascenso meteórico dentro de la empresa. Cuando su principal rival en la pugna por un puesto de encargado perdió la mano en una máquina de ensamblaje, Thomas “la Serpiente” adquirió una posición de relativa categoría con la que amasó una importante cantidad de dinero.
  Un día Jackelin, la hija de unos de los máximos accionistas, acudió a la fábrica. Se trataba de  una joven de exquisito perfil, dulce, delicada y de ideas románticas y taciturnas. Thomas no tardó en fijar su vista de reptil en ella. Estaba prometida con un miembro de la baja aristocracia, pero al poco tiempo su auto sufrió un desgraciado accidente y el hombre quedó en coma irreversible. Poco tardó “la Serpiente” en seducir a la desdichada soltera, corromper su mente con sibilinas palabras zalameras y, finalmente, deshonrarla. Para cuando su padre lo descubrió, la joven estaba tan hipnotizada que, negándose a obedecer a su progenitor, fue desheredada.
  Hay quien dice que, al principio, Thomas la quiso. Hay quienes creen que sólo la mantuvo como una posesión egoísta. El caso es que ambos fueron a vivir juntos. Tras el escándalo, “la Serpiente” empezó a trabajar como limpiador de zapatos. A pesar del cambio de ingresos, con apoyo de sus ahorros, los jóvenes pudieron casarse y ambos convivieron juntos una temporada en un apartamento a orillas del Támesis. Pronto, Jackelin descubrió hasta qué punto había sido vilmente embelesada. Thomas apenas le dirigía la palabra, su trato únicamente se reducía al sexo frío y desprovisto de humanidad de cada noche. El resto del día que su marido no trabajaba, la mujer sólo sabía de él lo que los susurros sibilinos que escapaban de su escritorio le contaban. El hombre a menudo se encerraba y mantenía lo que parecían conversaciones a solas consigo mismo. A veces, Jackelin se despertaba en mitad de la madrugada y podía oírle desde la otra habitación, siseando en un idioma que no entendía, sin respuesta aparente. La duda oprimía el pecho de la chica hasta asfixiarla de terror, más nunca se aventuró a investigar lo que su marido hacía allí dentro.
  Jackelin siempre había vivido envuelta en comodidades, haciendo lo que sus apetencias le habían dictado. Actualmente, vivía modestamente y tenía prohibido salir de casa. A Thomas no le hacía falta amenazar a alguien para mantenerlo aterrado. Nadie recuerda ver el rostro de la chica durante esa primera época. Nadie recuerda haberla visto durante la estancia en que estuvo conviviendo con el monstruo, ni un grito, ni un susurro. Prisión o vivienda, los vecinos no sabían bien lo que sucedía en el interior del apartamento. Hasta que, un día, la muchacha fue al hospital, encinta. Los médicos auguraron un varón sano y fuerte, un rayo de esperanza para la joven reclusa.
  Cuentan que durante un tiempo, la muchacha fue feliz. A veces se oían canciones desde su ventana, colgó unos geranios en el alfeizar e incluso de uno a otro día salía a comprar el pan y, aunque escasas, mantener conversaciones con las vecinas. Pocas semanas después de la feliz noticia, en una velada apacible y quieta, la mujer despertó envuelta en sangre y tuvo que acudir al hospital nuevamente. El niño que esperaba había muerto en su vientre.
  Varios días pasaron antes de que Jackelin pudiera volver a casa. Era una noche especialmente oscura y triste, una niebla densa cubría todo el pueblo como una gruesa manta. Tras aquel funesto ocaso, los vecinos recordarían la primera y única discusión que hubo en casa de Thomas.
- Muéstrales a todos tu verdadero rostro, ¡que vean al monstruo sin su máscara!- repetía una y otra vez la desgraciada mujer, con un cuchillo en su diestra y un bote cerrado en la otra mano.
  Thomas la miró imperturbable. Sus ojos, fríos estanques de hielo, apenas vacilaron un instante cuando la joven acometió contra él con el arma. Carne tras carne, el filo hendió su rostro, dibujando un surco rojo, ardiente como el fuego. La Serpiente ni siquiera gritó cuando la piel empezó a desprenderse de su cara. Ante los ojos de Jackelin, la verdadera faz de su marido vio la luz, y ella descubrió que había estado equivocada: antes de aquel momento, nunca había experimentado lo que era el verdadero miedo. Durante un instante fugaz, una sonrisa afilada se dibujó en el semblante del monstruo, antes de que se abalanzara sobre su mujer, le quitara el cuchillo y hundiera los dedos en su garganta.
- Todos usamos máscaras- le susurró-. Muéstrame lo que la tuya oculta.
  Tras varios minutos, los curiosos que habían aguardado impacientes el desenlace pudieron ver a Thomas salir de la casa, cubriéndose el rostro con una mano ensangrentada, siseando.
  A la mañana siguiente, la policía encontró a la chica muerta en la cocina. La sangre había regado las paredes hasta cubrirlas de un manto rojo enfermo. La cara de Jackelin había sido completamente desollada, su piel pegajosa descansaba a escasos centímetros de su mano, aún sujetando en póstumo estertor un bote de artemisa, la sustancia usada para abortar que había encontrado en los armarios.
  Por su parte, nada se volvió a saber de Thomas. Sencillamente, la niebla se lo tragó. Algunos dicen que murió a causa de la herida y se lanzó al río, que su cadáver sigue perdido. Otros piensan que el diablo le reclamó para sí mismo antes de que llegara su hora, a la persona que jamás conoció el amor, para que le sirviera siempre en su nombre.

  Cuenta la leyenda que, algunas noches de niebla, Thomas "la Serpiente" vigila a sus presas. Si oyes su siseo, se presentará ante ti y también te quitará tu máscara, para que tu verdadero rostro quede al descubierto, igual que hicieron con el suyo propio...

FIN

martes, 6 de octubre de 2015

Muñeco Tóxico

El fabricante de juguetes rellenó la envoltura de trapo. Luego, cosió los bordes con finas puntadas que apenas se notarían, invisibles para la mirada ilusionada de un niño. Por último, encoló los ojos en la cara, dos gemas brillantes y vivas de un azul oscuro tan vibrante como la noche más profunda.
  -Te encomiendo una labor, un trabajo simple y, a la vez, tan complejo que poca gente se da cuenta de que, en realidad, es a lo máximo a lo que podemos aspirar… -dijo el anciano, con un tono que recordaba al de un padre con su hijo. Luego, le dio de su propio fuego.

Primeramente, le compró un hombre de manos duras y callosas como regalo de cumpleaños para su hija. Cuando la niña abrió el paquete, en seguida cayó enamorada del muñeco, de sus pantaloncitos vaqueros con bolsillos enanos, de sus manos grandes y esponjosas como manoplas, de sus rizos dorados, de sus ojos de piedra… Rápidamente, integró al fetiche entre sus mejores amigos. La muchacha era reservada y tímida para alguien de su edad, por lo que la mayor parte del tiempo jugaba a solas con sus variadas muñecas: princesas de cuento, soldados de rostro severo o animales de peluche, eran sólo parte de su grandiosa colección.
  Con su nuevo compañero, jugó tanto como le permitía su tiempo libre e ideó historias de fantasía, aventuras con la que se transportaba a otro mundo más colorido y feliz. Hasta que las cosas cambiaron.
  Poco a poco, la casa se empezó a inundar de odio. La madre estaba cada día más distante del resto de su familia, y su padre empezó a beber. La niña no conocía los motivos, pero cada vez se peleaban más entre sí, llegando incluso a forcejeos. Eran temas que no entendía, aunque muchas veces parecía ser su culpa. Cada vez jugaba menos y, al final, ya casi sólo acudía a sus juguetes, triste, para llorar a su lado.

Cuando la chica joven revisó su bolso, su corazón dio un vuelco. Desde dentro, mirándola con fríos ojos pétreos, el muñeco respondía mudamente a su duda de qué había sido el tirón notado hacía un segundo. Al principio dudó. ¿Quién le habría metido aquella cosa en el bolso? ¿Para qué?
  -El mundo está lleno de tarados -se dijo.
  Sin embargo, una mirada a enigmática boca cosida la convenció para que se lo quedara.
  Vivía sola en un apartamento del centro de la bulliciosa ciudad. Tenía novio, un trabajo, casa… y muchos sueños por cumplir. El muñeco se limitaba a ser testigo silencioso de cómo trabajaba para sacarlos adelante, siempre desde la comodidad de su cama.
  Un día, llegó a casa llorando. Tras desahogarse a pocos centímetros de donde él se encontraba, cogió el teléfono y marcó los números con ansiedad.
  -Me ha dejado… -dijo, entre sollozos.
  Las cosas no mejoraron para la chica. Tras unas semanas terribles, perdió el trabajo. Sin dinero para ello, se vio obligada a abandonar el piso. Lágrimas amargas recorrían su rostro mientras empacaba sus cosas, de vuelta con sus padres.

Los siguientes en encontrar al muñeco fueron una pareja de chicos jóvenes que volvían con una bolsa cargada de bebida. Tendido en el suelo, con los miembros desperdigados y los ojos orientados hacia el cielo, les hizo gracia y decidieron llevarlo con ellos.
   Aquella noche, asistió a una fiesta en un piso compartido. Apostado en una estantería las bromas, las risas, los recuerdos de otros tiempos danzaron ante las brillantes gemas que eran sus ojos. Todo fue bien, hasta que uno de los chicos se fundió en un cálido beso con otra de las asistentes. Un tercero se levantó airado y se marchó de la escena.
  Acabada la fiesta, los días posteriores no fueron nada tranquilos. El ambiente era hostil y osco. El amante tuvo varios encontronazos con su amigo, qué respondía secamente o esgrimiendo malos modos. Con el tiempo, los roces hicieron mayor fricción, las peleas estallaron y, en una discusión, entre reproche y reproche, se zarandearon. Sólo la mediación del tercer compañero impidió que se dañaran.
  Nadie se percataba de su presencia. A nadie le importaba. Así que un día, simplemente, el muñeco saltó de su estantería y se fue.

Era de noche, y el fabricante de juguetes acababa de acostarse. La quietud era absoluta, y únicamente la luz de la luna filtrándose a través de su ventana abierta iluminaba la penumbra. La cálida brisa nocturna templaba su fiebre.
  De repente, distinguió entre las sombras una silueta. Con mano temblorosa, encendió la lámpara de su mesilla.
  -¡Hijo mío! ¡Qué alegría verte! ¿Qué tal te ha ido?
  El muñeco le contemplaba impasible. Sus labios se deshicieron de las costuras en una mueca dolorosa.
  -Horrible.
  -¿Qué ha pasado? Cuéntamelo todo -dijo el hombre, sosegado.
  -Primero estuve con una niña. Era muy agradable y simpática, pero pronto su fuego empezó a apagarse. Sus padres discutían cada vez más, su dolor aumentaba y yo no sabía qué hacer. Luego estuve con una chica emprendedora, independiente y luchadora. De nuevo, las cosas se torcieron en cuanto llegué, perdió el trabajo y tuvo que renunciar a sus sueños. También estuve con unos amigos, pero estos empezaron a pelearse y ya ni siquiera creo que vuelvan a hablarse. Soy tóxico.
  El anciano arqueó sus cejas blancas.
  -¿Qué significa eso?
  -Que atraigo las desgracias. La vida de todos los que me rodean se pudre, con mis ojos mágicos puedo ver cómo su fuego se extingue, mengua y titila hasta casi desaparecer. Familia, amigos, pareja… todas las personas se perjudican por mi influencia. Los libros hablan de cómo tratar con alguien tóxico, alejándote y cortando su aura pero… ¿quién te dice qué hacer si el tóxico eres tú?
  El fabricante pensó en sus palabras.
  -Y tú, ¿qué haces cuando esas cosas malas le pasan a la gente?
  -Me voy. No quiero hacerles daño.
  -¿Y no has pensado que, precisamente en esos momentos es cuando más falta les haces?
  El muñeco quedó sin palabras. Sólo pudo negar.
  -La gente sufre continuamente, hijo mío, la mayoría de veces por cosas que no son de nuestra competencia, aunque estén a nuestro alrededor. Te hice para que llevaras felicidad y te di esos ojos mágicos para que supieras cuándo hacías falta. Y no hay persona que te necesite más como aquella de cuya alma la tristeza se ha hecho dueña y apaga su llama.
  El juguetero tosió sonoramente, tapándose la boca. Al despegarla de sus labios, el muñeco pudo ver la sangre que había esputado. Por primera vez, se dio cuenta de la debilidad de su llama, apenas una luciérnaga agotada sobre su cabeza.
  -Me muero, hijo mío, mi tiempo se agota -dijo el anciano juguetero.
  El muñeco de trapo fue hasta donde se encontraba sin pensarlo, subió a la cama y reptó por las mantas hasta acurrucarse a su lado.
  -No te preocupes -dijo-. Estaré a tu lado hasta el final.

Y desde entonces, el muñeco no abandonó a ninguno de sus compañeros. A las noches oscuras y frías les sobrevinieron amaneceres llenos de luz y esperanza, y descubrió que no era tóxico, sino que no había sabido lidiar con el sufrimiento de aquellos que le importaban. Por fin, logró alcanzar lo que su corazón más anhelaba: hacer feliz a otros. Y, de esta manera, él también fue feliz.


FIN

martes, 28 de julio de 2015

El Penalti Más Duro

Nick Stone era el glorioso capitán del equipo de fútbol “Los Demonios Pedregosos” de Denver. Fuera del campo, su carácter afable y su aspecto cautivador, con unos ojos verdes misteriosos y unos bucles rubios que refulgían como destellos de sol cuando caminaba, le habían hecho muy popular ante la gente. Sin embargo, dentro del campo era donde realmente destacaba. Su carisma como líder era una roca que desgastaba la moral de los rivales y una soga que tiraba de su equipo siempre hacia la victoria; corría por el campo como un animal nacido para ello y regateaba con una elegancia insólita en alguien de tan corta edad; pero, sin duda, lo más impresionante era su tiro, capaz de preparar ambas piernas en milésimas, desde cualquier posición, para cargar un disparo potente que, como mínimo, siempre ponía en apuros al portero rival.
  Nick lo tenía todo: amigos, fama, dinero, chicas y éxito, y más aún tendría si se llevaba a término la oferta que un reputado oteador le hizo cierto día. El hombre era conocido por “Sonrisa Dorada”, ya que se había cambiado todos los dientes por unos de dicho material que gratuitamente mostraba.
- Si sigues por este camino, no tendré otra que llevarte a Europa, muchacho- dijo el taimado hombre, enseñando su primera hilera de dientes de oro.
- ¿Usted no estaba interesado en Moon Hollard? Es mi compañero de equipo, no quisiera robarle una oportunidad de oro- respondió Nick, dubitativo.
- Moon Hollard es el pasado. Me he dado cuenta yo y se ha dado cuenta tu entrenador, por eso te hizo capitán. Moon es bueno, no lo niego, pero no tiene el carisma ni los atributos para llegar a lo más alto. Tú sí. Llevo años consiguiendo contratos con los clubes más grandes, cogiendo talentos y creando estrellas. Tú puedes ser la más brillante de todas, te lo aseguro.
  Nick se dejó seducir por las ostentosas palabras de Sonrisa Dorada. Desde aquel día, se entrenó con mayor devoción, radiante de ilusión ante un futuro tan prometedor. Cada mañana, antes de que sus compañeros se despertaran, el chico acudía al campo de entrenamiento para driblar entre conos, dar vueltas al recinto o practicar su magistral disparo a portería.
  Cierto día, el joven practicaba su remate. El sol aún no había salido y una suave brisa le despejaba el pelo de la frente. Como si de un zapato se tratara, moldeaba a fuerza el cuero para que se adaptara a su empeine un segundo para, después, lanzarlo despedido con un último jalón. El balón volaba en línea recta hasta taladrar la red, girando unas milésimas antes de caer al suelo. Llevaba 6 remates consecutivos limpiando la escuadra.
“Bota, bota, mi pelota,
 contra el suelo ella rebota.
Bota, bota, mi pelota,
siempre que la bola bota,
la pateo con la bota”
  Nick colocó un nuevo balón en el suelo. Pequeño, ligero y esférico, blanco y negro, hecho de curtido cuero hilado entre sí por hábiles puntadas. El césped fresco de la mañana acarició sus dedos un instante. Después tomó cinco pasos de carrerilla y se dispuso a chutar. Hacía una mañana magnífica, antes de que el sol calentara demasiado el campo. Con determinación, corrió hacia su blanco pero, antes de patearlo, un grito le detuvo.
- ¡ESPEEERA!
  Nick frenó en seco, y a punto estuvo de perder el equilibrio y caerse. Sorprendido, buscó en derredor la fuente del sonido.
- Estoy aquí. Abajo.
  El capitán miró al suelo. Si hubiera sido escéptico, le habría costado asimilar que la pelota le hablaba.
- Es curioso, nunca había visto un balón que hablara.
- Todos lo hacemos. En el almacén, en la fábrica o en los trasteros donde nos guardáis. Pero es difícil dialogar con alguien que te está dando patadas continuamente.
  Nick tuvo que asentir.
- También tenemos emociones, sentimientos y nombres. Me llamo Balton, por cierto.
- Mucho gusto. Nick. ¿Qué quieres de mí? Estoy ocupado.
- Sí. Moliéndonos a patadas- se quejó el balón-. Pareces un buen chaval, por eso quería hablarte en nombre de todos nosotros. Chutas muy duro… y eso duele. Apelo a tu humanidad para que dejes de hacernos daño, por piedad.
  Nick repasó las palabras a conciencia. Llevaba toda su vida chutando balones, pero nunca se le había ocurrido pensar que tuvieran personalidad. Sin embargo, lo que aquella pelota le pedía era insólito. El fútbol había sido todo para él desde pequeño, y era a través de esos chuts que se había ganado la vida hasta el momento, los mismos que en adelante servirían para saciar sus aspiraciones de llegar a la cima.
- ¡Ey, Nick!- saludó el señor Rogers, su entrenador, entrando desde la grada-. Como siempre, el más madrugador.
- Entiendo lo que dices y comprendo tu postura, pero yo tengo la mía. Lo siento, pelota, no puedo hacer lo que me pides- susurró Nick.   
  El chico chutó a portería con fiereza.

Balton llevaba toda una vida dedicada a ser una pelota. Empezó desde bien pequeño en la guardería, donde los niños ya se le pasaban unos a otros con sus churretosas manos y hacían ademanes de patada hacia ella. Con el tiempo, pasó a dar sus servicios en el colegio, donde era el centro de los recreos, así como en el instituto. Cada vez las patadas eran más fuertes.
- Cosas de la vida- se decía.
  Finalmente, Balton ascendió hasta entrar en el circuito profesional como balón de entrenamiento. Con el cambio, deseaba que su vida mejorara, pero nada más lejos de la realidad: en aquel nuevo mundo competitivo, los mejores eran los que más fuerte le pateaban.
  Tras el entrenamiento de aquel día, volando de un lado a otro, mareado y magullado, rebotando contra el suelo o los postes, fue guardado en una apestosa bolsa de tela con otras pelotas tan desgastadas como él. El viaje al trastero siempre era silencioso, una procesión funesta de espíritus quebrados. Sin embargo, por la noche, Balton no fue capaz de contenerse.
- He hablado con uno de ellos.
  Las demás pelotas le miraron horrorizadas.
- ¿POR QUÉ? ¿CÓMO OSAS? ¿Y SI NOS DESCARTAN? SI DEJAN DE JUGAR… ¿QUÉ SERÁ DE NOSOTRAS?
- No aguantaba más.
- POR LO MENOS SOMOS PARTE DE ALGO. ES MEJOR QUE NO TENER NADA.
- Para mí no. No pienso seguir tolerándolo...
- JÁ, JÁ, JÁ.
  Una risa áspera como el esparto le interrumpió. Desde la bolsa, Balton pudo ver la fuente en un altar.
- ¿Por qué ríes, viejo Max? ¿Acaso no estás de acuerdo conmigo? ¿Acaso no estarías harto de que te tratasen así?
- ¿Harto? Por supuesto.- El cuerpo de Max era una madeja gastada y antigua, de un material mucho más duro que el actual, una reliquia de otros tiempos-. Antes era como tú, pero con el tiempo uno se da cuenta de que algunas cosas son como son sin que podamos impedirlo. Pasa en el fútbol, pasa en la vida...
- Hablé con él, el que más fuerte pega. No parecía mala persona, pero aún así no quiso dejar de hacer lo que hacía.
- Buenas o malas personas, da igual. Ellos son estrellas, nosotros pelotas. Nos necesitan para triunfar y seguirán aprovechándose mientras puedan.
- ¡Pero contigo ya no juegan! No te lanzan por los aires ni te patean. Tuviste que hacer algo, lo lograste.
- Te equivocas. Simplemente, ya no les fui atractivo, no me necesitaron para nada. Se cansaron y me desecharon. Cuanto antes lo aceptes, mejor. El mundo es como es, las personas son lo que son. Los de arriba seguirán pateando a los de abajo hasta que decidan dejar de hacerlo. Punto.
  Balton meditó las palabras con tristeza. Max tenía razón, no podía hacer nada. El mundo estaba hecho para que unos se beneficiaran de otros, los cuales estaban indefensos contra el abuso, sin posibilidad de hacer nada.
- No- dijo, sin embargo-. Yo romperé ese destino. Encontraré la forma.
  Entonces, la puerta del cobertizo se abrió lentamente.
- Conozco esa “forma” que buscas- le dijo una voz que conocía.   

La mañana siguiente, Nick entrenaba con el resto de sus compañeros. Aquel día era especial. Aquel día, Sonrisa Dorada había ido con un amigo a verle entrenar, alguien importante. Ninguno de sus compañeros lo sabía, pero sólo se fijaban en él, la estrella. Con cada jugada bien ejecutada, con cada remate magistral, el oteador le susurraba algo a su compañero y ambos sonreían complacidos. Pensó en el vuelco que daría su vida cuando viajara a Europa. Seguramente fuera con su familia. Su madre llevaba años enferma, y con el dinero que ganara podría llevarla a los mejores médicos. Luego se permitió algo de egoísmo y evocó cómo sería su vida: las finales, las emociones desbocadas, las fiestas, las modelos… tuvo que refrenar sus ideas para no flaquear en un momento así.
- Aún no lo has logrado, Nick- se dijo-. Todavía tienes que dar tu mejor esfuerzo.
  Entonces, vio un balón suelto, solitario en mitad del campo. Nick pensó que era buena idea demostrarles de lo que era capaz. El chico derrotó la distancia que les separaba y chutó con todas sus fuerzas, un chut que le mandaría directo a Europa… pero, en su lugar viajó a otro sitio, uno en su interior, lleno de un dolor agudo, lacerante e intenso que le recorría desde su zurda hasta la espina dorsal, pasando por la pierna y arribando finalmente en el cerebro con violencia. Primero los dedos, luego los huesos que los anclaban al pie y, finalmente, todo el miembro se volvió un amasijo sanguinolento y palpitante.
  El equipo se movilizó al instante. Nick fue llevado a la enfermería con un pronóstico bastante desfavorable sobre si podría volver a andar con normalidad. Alguien había llenado el balón de cemento. Todos mostraron públicamente su repulsa al acto, aunque no se encontrara al culpable, y sus condolencias a Nick. Incluso Moon Hollard, quien sin Nick en el equipo volvió a ser el capitán y fue elegido por Sonrisa de Oro para viajar a un equipo de Europa del Este.
- Hasta luego, Nick. Trataré de hacer realidad este sueño por los dos- fueron las palabras de Moon al despedirse, palabras que no portaron consuelo-. Mírame, de albañil a jugador profesional… ¿quién lo habría dicho?
  Nick se arropó con las mantas del hospital en respuesta, ocultando el rostro y ahogando sus lágrimas en la acartonada tela.
  Por su parte, Balton fue tirado a un vertedero. Habría sido imposible volver a usarlo en el estado en que se encontraba. El aire era pútrido, los escombros se amontonaban por doquier y las alimañas corrían libres entre los desperdicios. Libres…
- Yo elegí salir del juego. Aunque sea para estar solo- se dijo la pelota, contemplando la calmada inmensidad de basura.

FIN



martes, 30 de junio de 2015

Diario de un Toro Bravo

El sol veraniego acaricia mi piel. El verdor del dulce prado, cálido y familiar, me abraza y me arropa. Mis compañeros y hermanos también están junto a mí. Pastamos, corremos juntos y jugamos, no hay nada de lo que preocuparse, nada que temer. Me siento tan feliz que sé que nada malo lo puede arruinar.

Mi padre me ha llevado a los establos. No es exactamente mi padre, pero así me gusta llamarle. Le agrada acariciarme, hablarme, contarme cosas. Es un buen hombre, siempre con sus vaqueros gastados, su camisa de cuadros y su sonrisa afable. Me trata con cariño y me cuida. Sin duda, un buen hombre.
  -Has crecido mucho Bribón. Hay que ver, qué deprisa pasa el tiempo. En nada estarás preparado para lo que eres, como los otros antes que tú.
  No sé de lo que habla. Tal vez esa sea la razón por la que mis hermanos desaparecen de vez en cuando. Antes éramos unos, ahora otros. Con gesto inquisitivo, agacho la testa, suplicando saber más.
  -Dentro de poco te enfrentarás a tu destino. La lucha, el espectáculo entre la supervivencia de dos seres quienes, en igualdad de condiciones, se enfrentan demostrando su valor, haciendo brotar el arte de la vida y la muerte. Si lo haces bien, es posible que te indulten.
  ¿”Indulten”? ¿De qué? No he hecho nada malo que sepa. Yo sólo disfruto de lo que hay a mi alrededor, que tan feliz me hace. Soy inocente, el ser más inocente de todos… pero en fin, lo de la lucha no suena tan mal. Es posible que sea como cuando juego con mis hermanos.
  -Hazme sentir orgulloso -acaba él, con lágrimas en los ojos. Yo lamo sus manos, cariñoso.

No sé qué está pasando. Nos han metido en un camión un poco estrecho, a mí y a otros como yo. El espacio es reducido, tengo que tener cuidado para no herir a nadie con mis cuernos. De repente, todo se mueve. Estamos en marcha. Nos bamboleamos, nos movemos inexactos en el vehículo. Por las miradas de mis hermanos, sé que todos están tan confusos como yo.
  Tras varios minutos, nos dejan salir y nos llevan a un recinto algo mayor que el camión. No me gusta cómo huele la arena del suelo. Hay algo malo en ella, pero no sé el qué. A pesar de todo, agradezco el aire libre del exterior. ¿Dónde estamos? Oímos gritos, voceríos, una manada de humanos como nunca antes he sentido nunca. Están cerca, pero no puedo verles. Mis amigos dan vueltas, inquietos, chocan contra las paredes tanteando el terreno. Ninguno sabemos qué va a pasar, por lo que es normal que estén nerviosos. Yo soy más tranquilo. Me sentaré a esperar.

Han pasado varias horas desde que llegamos. Da la sombra así que, a pesar del calor, se está bien. Cada vez quedamos menos. Uno a uno, mis hermanos son sacados del recinto, guiados con palos con punta. La verdad, podrían usar otros métodos. Están algo nerviosos, pero no creo que sea para tanto. Con cada uno que se va, el público estalla en gritos y proclamas. Oigo una palabra constantemente. Se repite mucho, pero no sé qué significa. ¿Algo como “olé”? No estoy seguro. En cualquier caso, tras un tiempo se acaba el ruido, o se vuelve más bajo, pero mis hermanos no regresan. Probablemente después vayan a casa. Sigue sin gustarme la arena, ni el ruido, ni el olor salado que no logro distinguir. Ahora sí que estoy nervioso y tengo un poco de miedo. Esperemos acabar cuanto antes y volver con ellos.
  Las puertas se abren. Uno de los hombres que guían me señala sin mostrar apenas emociones. Es mi turno. Dócilmente, manso como soy, obedezco. Van a conseguir lo que quieren, ¿por qué resistirse? Justo cuando voy a pasar por la puerta, noto el primer pinchazo en el lomo. Me vuelvo con mis quejas al hombre que me ha atacado. Está seguro en las alturas, sin que pueda hacerle nada. ¿Por qué ha hecho eso?
  Desde otra parte, noto un golpe en el costado. Trato de volverme, buscando la nueva fuente, cuando sufro un nuevo pinchazo. ¡Parad!
- ¡Hia! ¡Hia!- me grita alguien. Tampoco sé qué significa.
  Pinchazos y costalazos no paran. Tengo que salir de aquí. Tomo la puerta y corro hacia delante. El pasillo es estrecho y oscuro, pero se ve la luz del final. Voy hacia ella con decisión, escapando de quienes me hacen daño. Pero tampoco creo que me guste el sitio al que voy a ir. El ruido allí es mayor. La luz me ciega cuando abandono el corredor. El grito ensordecedor de mil gargantas humanas me recibe. Tiemblo de pánico.  
  Mis ojos tardan un tiempo en acostumbrarse. Estoy en una plaza circular, rodeado de más gente en las alturas. No estoy solo, pero eso tampoco me gusta. Hay dos jinetes, y los caballos están cubiertos de algo que brilla. Por los laterales, vislumbro a otros dos hombres con algo de un color muy llamativo y largo en cada mano. La muchedumbre grita eufórica, contenta pero, ¿por qué? No me gusta estar aquí. El sol me golpea duramente, el ruido me pone nervioso y esta arena es aún más molesta que la otra. Huele peor, más salada. Fijándome bien, veo manchas rojas en el suelo. ¿Qué son esas manchas? Me voy de aquí. Prefiero enfrentarme a los palos y a los pinchos que a esto. Me doy la vuelta, pero la puerta por la que he entrado no está. Tendré que buscar otra salida.
  Entre gritos y observado por un sinfín de ojos, doy una vuelta en busca de la salida. El recinto está cerrado, es un círculo hermético. No hay escapatoria. ¿Qué hago?
  Uno de los jinetes se acerca a mí sin ocultarse. Ahora que me fijo, él también lleva un palo en las manos. Le miro con incertidumbre, ¿qué va a hacer? Sin mediar palabra, clava el extremo en mi espalda. ¡Au! ¿Por qué hace eso? El hombre retuerce la lanza y yo noto las primeras gotas de sangre resbalando por mi cuerpo. ¡Para! Embisto. No sé qué otra cosa hacer para que pare. Mi cabeza choca contra la cosa dorada del caballo, que recibe el impacto estoico. No quiero darte a ti, compañero, ¡quiero que el dolor pare! Pero no lo hace. La punta cada vez entra más en mi piel, retorciéndose y haciéndome más daño. Gimo de dolor. Es inútil. Pero no tengo otra cosa que hacer. Tras varios empujones y gritos más, el jinete finalmente se da por vencido y se va. Por primera vez pienso en las palabras de mi padre. ¿Será esto a lo que se refería con la lucha? Entonces tengo que ganar para salir de aquí y volver por fin con los míos, a salvo, ¿no? Doy un vistazo rápido. Desde aquí sólo distingo los primeros palcos, pero no me hace falta más. Allí está, en primera fila, viéndolo todo, preocupándose de que nada malo me pase. Está vestido con ropa más lujosa que de costumbre, pero su mirada sigue estando llena de orgullo al verme.
  Dos pinchazos más, muy cerca del primero. La gente vuelve a gritar. Para cuando me he dado la vuelta, uno de los hombrecillos ya se ha alejado, sólo que no tiene los palos. Voy a por él, pero algo me incomoda. Con cada trote, noto golpes en la espalda, siento como si me pellizcaran. ¿Puedo tener sus palos en mi espalda? pateo el suelo y salto de impotencia para quitarme los incómodos objetos. Otros dos pinchazos. Me giro y me encuentro con la lámina de oro del corcel. Embisto y me vuelve a clavar algo cerca de la columna. La piel está irritada y la sangre la ha vuelto blanda, por lo que cala más hondo, duele más. Mientras el manto rojo me atrapa no paro de preguntarme: ¿por qué?
  El baile de dolor se repite. Los hombres van clavándome cosas sin que pueda hacerles nada, protegidos por el muro dorado cuando intento defenderme. Los vítores y los gritos siguen siendo ensordecedores, y yo cada vez me noto más mojado y pegajoso de sangre. Es suficiente. Ya está bien. Han ganado, me rindo. Me vuelvo al público, hacia mi padre, suplicante. El hombre sigue mirándome de la misma manera. Un nuevo pinchazo en la espalda. Aplaude. Se me parte el alma.
  -¿Por qué?
  De repente, todo se convierte en solemne silencio. Un nuevo personaje hace su aparición, un hombre alto y fuerte, apuesto, con un traje que brilla y una capa de ese color tan molesto. El público le aplaude, ¿quién es? Casi ni me he dado cuenta, pero el resto de humanos se han ido o apartado. Sólo quedamos los dos. Estoy tan cansado… Bate la capa del color chillón ante mí. No entiendo, no sé qué hace. Prefiero esperar, pero parece que la gente está inquieta con esa decisión. Me gritan cosas, me increpan. ¿No veis que estoy sufriendo? El hombre acerca más la capa. ¡Vete! No quiero saber nada más de ti… otro pinchazo en la espalda. Me giro por el dolor a tiempo de ver como uno de los compinches se aleja sin sus palos, que probablemente ya hayan sido clavados en mi cuerpo. Tengo que hacer algo.
  Embisto al humano. Él se esconde tras la capa. Cuando la atravieso, su cuerpo se ha ido y yo sigo recto. Me refreno, mis músculos arden, me doy la vuelta y embisto de nuevo. Otra vez sin resultado. Por más que le ataco, el éxito sigue siendo el mismo y la gente estalla, se deshace en aplausos y esa palabra: “olé”. Resulta frustrante y yo cada vez estoy más débil, más agotado, más muerto… La operación se repite hasta que, exhausto, caigo al suelo. Gimo y resoplo de manera que el polvo y la sangre se meten en mis ojos, enrojeciéndolos. Por favor, ayuda…
  El torero hace aspavientos con la capa. Mientras, percibo un reflejo plateado cerca, del mismo color que la punta de esos palos que todavía noto atravesados en la piel de mi espalda. Se acerca el final. Ayer pacía con mis amigos y hermanos y hoy mi vida, todo lo que significa, destruida. No entiendo nada…
  -Levanta -oigo una voz decir.
  Me incorporo un poco. Las patas apenas me responden. Me sobreviene una arcada y, sin poder evitarlo, vomito un reguero de sangre que encharca la arena ante mí. Un hilo rojo lo une a mi boca, sedienta… de repente noto la sed. Estoy muerto de sed. Y de miedo. Y no comprendo nada. Pero sólo parece haber una forma de salir, de un modo u otro. El torero me espera, la sangre y el sudor se unen en mi frente y caen como un río sobre mis ojos. Debo de tener un aspecto patético. Pero no hay alternativa, es todo o nada. Y embisto. El torero se echa a un lado, levanta el arma. Sé que lo está haciendo aunque no lo vea, y yo cambio de rumbo al azar, a la derecha. Noto la carne, la piel desgarrándose bajo mi poderosa testa, ¡lo conseguí!  La gente grita horrorizada. La sangre de aquel que tanta derramó antes, ahora se junta con la de sus víctimas en el suelo mientras él se arrastra, maldice y llora. Inmediatamente, varios humanos se interponen entre ambos, tratando de llamar mi atención. No me importa. No quiero nada de él, se acabó. Le he herido a cierta altura, en el muslo o en la entrepierna, no estoy seguro. Se acabó. La lucha entre hombre y animal resuelta. Gané.
  Varios hombres salen del burladero y llevan al torero a cuestas. No lo entiendo. Estoy mucho peor, tengo más heridas, he perdido mucho… y la sed me está matando. Él sólo tiene una cornada, ¿por qué le salvan antes? Me siento como puedo entre mi sangre. La sed me acucia, algo me dice que no debería lamer el rojo del suelo, pero cada vez me cuesta más.
  Por fin, tres hombres se acercan a mí despacio, con calma. Les espero ansioso, van a curarme. Porque he ganado, me lo merezco. Lloro ante ellos de necesidad, de esperanza. Por favor, deprisa… tengo tanto dolor y sed… ¡Ahhh! Algo no va bien, ¡algo va muy mal! Acabo de notar otro pinchazo en la espalda, sólo que mucho peor que los demás, más agudo, más intenso, ¿qué me habéis hecho? Poco a poco, empiezo a entender. De repente no siento nada, ni las patas, ni el cuello, ni el cuerpo… pero tampoco miedo o incertidumbre, porque ahora lo entiendo. Ahora tengo claro que, pase lo que pase, haga lo que haga, mi vida no tendrá un final feliz. Sólo siento la sed, esa sed terrible, espantosa…
  Entran los caballos. Aparatosamente, atan mis cuernos con una cuerda y empiezan a tirar de mi cuerpo, arrastrándolo como un muñeco sin vida. Pero, por desgracia, estoy vivo. El polvo me llena la boca, las fosas, los ojos… me pica, me escuece y me angustia. Las lágrimas, la saliva y la sangre se mezclan en la arena con mi llanto formando un barro denso. Mientras tanto, el público aplaude y silba.

Estoy en una sala iluminada con una luz fría y azulada. El suelo es de metal y está impregnado de rojo, con un sumidero en el centro. Un hombre con el rostro tapado y un delantal choca el cuchillo contra otra cosa que no identifico.
  -Levántate.
  Pero mi cuerpo no me responde. Es inútil. A lo lejos, todavía se oyen los gritos de la gente. En breve, otro hermano mío tendrá que sufrir nuevos “olés”. Y otro más. Y otro... ¿hasta cuándo?
  -Levántate.
  Entra mi amo. Apenas me dirige una mirada, mucho menos una palabra. ¿Dónde quedaron las palabras bonitas, las caricias, los cuidados...? Cada vez me cuesta más respirar. Casi en susurros, mantiene una conversación con el hombre del cuchillo, una que no entiendo. No me interesa. Yo tan sólo quiero saber una cosa: ¿por qué?
  -Levántate.
¿Por qué no he ganado la vida, si he ganado la batalla?
  -Levántate.
¿Por qué nos hacéis esto a los que son como yo?
  -Levántate.
¿Por qué habéis dejado que sufra tanto?
  -LEVÁNTATE.
  Apoyo los cuartos delanteros, luego los traseros y me levanto. Pero ya no estoy en la sala fría. Aquí todo es blanco, con una luz cálida que me envuelve. Ahora me siento bien, mucho mejor que hace unos instantes, tan bien como cuando pastaba tranquilamente con mis hermanos sin hacer daño a nadie. Una figura se acerca a mí. No puedo distinguirla, la luz me ciega. Con una mano que no me da miedo, porque no la identifico como humana, me acaricia entre los cuernos. El tacto me recuerda al de mi madre cuando estaba junto a ella, pero también al de mi amo cuando me acariciaba con lo que yo creía que era cariño y orgullo.
  -Ya está todo bien.
  Reconozco esa voz. Es la que tanto tardé en obedecer. Pero no creo que tenga razón. Aún hay algo que falta, algo que quiero saber.
  -¿Por qué? -pregunto.
  La figura me mira impasible un instante antes de responder.
  -Es lo que son.
  El ser me guía y yo le sigo. No sé a dónde me lleva, no tengo ni idea pero sé qué, sea donde sea, seguro que será un lugar mejor que aquel del que provengo.


FIN

domingo, 14 de junio de 2015

Posesión de Venganza

El chasquido del metal contra el hueso tiñó sus dedos de sangre. Dos golpes más, profundos y contundentes, y los llantos cesaron. El hombre fue arrastrando los pies hasta su televisor, en dónde depositó la figurita de acero barato, imitación de un premio Oscar, ahora salpicada de rojo. Enseñando los dientes en una mueca que se asemejaba a una sonrisa tanto como el falso premio al verdadero, se dejó caer en el sofá y lamió los restos de sesos que habían quedado adheridos a la palma de su mano. Luego, rompió a llorar.

Rodolfo Sanchís pateaba el suelo con su característico andar violento, camino de la comisaria de Somosaguas. Había tenido que aparcar lejos por el tráfico y eso le cabreaba. Aquella mañana la calle estaba tan sucia como siempre, si no más debido a la huelga de basureros. En el arcén, se cruzó con varios gatos sarnosos que rebuscaban entre los desperdicios y un mendigo cubierto con cartones y la mano extendida en una eterna súplica, a pesar de estar durmiendo.
- ¡Qué puta vergüenza!- esputó, reprimiendo el impulso de pisarle el brazo.
  Cuando llegó a su puesto de trabajo, el inspector dejó las llaves y la pistola en la bandeja y pasó por el detector de metales antes de recoger sus pertenencias al otro lado. Luego, recorrió la comisaría sin saludar a nadie, como era habitual. Varios compañeros cruzaron la vista con él, dedicándole leves aspavientos de cabeza o, simplemente, desviando la mirada. Lo cierto era que a Sanchís no se le daban demasiado bien las relaciones sociales. Vivía solo en un pequeño apartamento a dos calles del centro, nada ostentoso, pero cómodo. Su sueldo le daba sobradamente para más, pero tampoco tenía ninguna necesidad de algo mejor, ni amigos, ni pareja, ni parientes con los que se llevara bien. Cuando muriera, sería el cadáver con mayores ahorros del cementerio, como se repetía a sí mismo.
- Eso, por supuesto, si no decido antes quemarlo todo o fundírmelo en putas- añadía para sus adentros.
  Rodolfo atravesó la oficina, los despachos y llegó a la sala de interrogatorios. Allí, una chica de unos treinta años, bastante atractiva aún con el uniforme y la melena negra recogida en un moño le esperaba.
- Inspector Sanchís- saludó la mujer secamente.
- Lucía- respondió el hombre- . Qué polvazo te metía.
- Está dentro. No dice nada con sentido, pero a mí me huele a un hijo de puta más.
  La mujer tendió un informe al inspector. Este lo recogió y lo repasó de un vistazo rápido.
- Matar a sus tres hijos a ostias con una estatuilla. A mí no me parece un hijo de puta más. Este es el “gran hijo de puta del mes”.
- Los informes del psicólogo no reflejan ninguna enfermedad mental. Vivía solo en su finca tras haberse separado de su mujer y con una sentencia de malos tratos aún por resolverse. Es cazador, por si fuera poco… gentuza. Mantienen a sus perros hacinados hasta que dejan de serles útiles, ¿sabe? Una protectora va a hacerse cargo de ellos.
  Sanchís repasó a su compañera con la mirada. En lo que a él respectaba, los animales le importaban un carajo. Nunca había tenido mascotas, y justo al lado de su casa había una casa de acogida de perros que nunca visitaba. Los vecinos habían interpuesto hace poco una denuncia para que la insonorizaran o la cerrarán, y a él los ladridos de aquellos chuchos le molestaban lo suficiente como para firmar el primero. Lo que le llamó la atención fue la implicación emocional de Lucía.
- Un tipo con pasta- se limitó a decir-. Al fin y al cabo, sólo eres una mujer.
  Lucía asintió.
- Bien, voy a ver a ese cabroncete. En cuanto suelte su mierda le empapelo.
  El inspector entró en la austera habitación, con únicamente una mesa gris y dos sillas, una de ellas ya ocupada. El acusado era un hombre canoso de unos 50 años, de piel morena y arrugada. Medía casi dos palmos menos que Sanchís, quien además era bastante más corpulento, por lo que no vio necesario ponerle las esposas. El policía se sentó junto a la cámara que grababa directamente el rostro del hombre (los espejos falsos eran cosas americanas), de mirada sombría y cabizbajo, en un gesto que casi daba pena.
- Buenos días señor López. Soy el inspector Sanchís.
  El hombre no dijo nada. En su lugar, mantuvo su actitud defensiva.
- No soy un tío que se ande con rodeos, así que lo diré directamente: tenemos los cadáveres y un saco de pruebas incriminatorias hacia usted. Me va a contar lo que pasó, porque es lo menos malo que le puede pasar hoy.
  Por fin, el hombre reaccionó, devolviéndole una mirada acuosa y llena de legañas.
- No sé qué pasó. Me volví como loco.
- El psicólogo le ha examinado. No miente tan bien como para hacernos creer eso. 
  De nuevo, López decidió guardar silencio mientras se miraba los nudillos, dubitativo, hasta que volvió a hablar.
- Si se lo cuento, no va a creerme.
- Depende. Si me dice que se los cargó para hacer daño a su exmujer, tenga claro que le creeré y que esto se solucionará lo antes posible.
- ¡No fue así! Amaba a mis hijos. Nunca les haría daño…
- ¿Ve? Eso sí que no me lo creo.
  De nuevo, el silencio. Sanchís conocía perfectamente cómo funcionaba la mente de un maltratador porque muchas veces se había metido en ella. Sólo tendría que picarle un poco más, aflojarle las tuercas antes de que súbitamente estallara y tuviera la confesión que le permitiera irse a casa a ver su serie favorita, no una de esas mierdas de detectives que ponían hoy en día.
- ¿Sabe qué? Yo le entiendo. Joder, usted y yo estamos jodidos. Esos jueces sin huevos de hoy le dan la custodia a la tía siempre, por muy zorra que haya sido…
- Los humanos nos creemos muy fuertes y seguros aquí, donde estamos. Por eso hemos olvidado.
  Por primera vez en años, Sanchís se sorprendió. Aquella no era la respuesta que esperaba, desde luego. Con frialdad, el inspector se recompuso rápidamente sin apenas dar muestra de su asombro.
- ¿El qué hemos olvidado?
- Que no somos distintos de hormigas en mitad de una tormenta, resistiendo hasta que nos arrastra el agua o hasta que algo más grande que nosotros nos aplasta.
- ¿Y por eso aplastó la cabeza de sus hijos?
  El señor López le dedicó una mirada llena de congoja, no correspondida con su sonrisa trémula y desesperada.
- Usted parece una buena persona.
- Pues no lo soy.
- Lo sé. Pero lo parece. Igual que yo. Tal vez por esa razón pueda entenderme. Vaya al Oeste de mi finca, a uno 200 o 300 metros más o menos hasta un olivo con las ramas caídas. Entonces, le contaré todo.
  Sanchís analizó detenidamente al hombre. Estaba con el agua al cuello, vacilarle no le serviría de nada. Además, el inspector siempre se había jactado de su merecida fama en saber juzgar a las personas, tal vez su único don, y su intuición le decía que aquel pobre diablo no le estaba mintiendo. Ahora, lo único que debía averiguar era si de verdad le importaba tanto conocer lo que aquel hombre le quería contar como para darse un paseo tan largo.
- De acuerdo. Voy a jugar. Cuando llegue, quiero que me escriba una confesión con toda su vida si hace falta. 
  El señor López asintió.

Sanchís llegó a la finca en diez minutos. El cordón amarillo que rodeaba el lugar le trajo recuerdos de sus tiempos advenedizos, cuando su trabajo era de campo. Hacía tiempo que había cambiado estar a pie de calle por una labor más ligada a las oficinas, si acaso con algún interrogatorio de por medio, y a veces echaba de menos la adrenalina de la escena del crimen.
  Las flagrantes pruebas en contra de López habían hecho que los equipos forenses tardaran muy poco en analizar la finca, por lo que ya todo el mundo se había ido a sus casas. El hombre trató de buscar el Oeste por el sol (sale por el Este, se oculta por el Oeste, ¿no?) y caminó en esa dirección. Para su decepción, el campo estaba lleno de olivos.
- Hijo de puta…
  Sorprendentemente, el inspector creyó encontrar su árbol en poco tiempo. Aquel olivo tenía las ramas caídas como le había dicho, y más significativo todavía, un cartel colgado con sogas.
-“LO SIENTO, LINDA”- rezaba.
  Fijándose mejor en el paisaje, el inspector vio que la tierra a sus pies había sido removida recientemente, formando varios montículos. El hombre ni siquiera recapacitó antes de ponerse a escarbar. El barro humedecía sus manos mientras la porquería se acumulaba debajo de sus uñas, pero no le importó lo más mínimo. La curiosidad se había adueñado de él por completo. Ya se imaginaba a sí mismo en los periódicos y la tele, destapando algo gordo, alguna droga secreta que el cabrón había tomado para ponerse cachondo que le había salido mal o el cadáver de más víctimas de lo que sería un asesino en serie.  
  En unas pocas paladas con las manos, lo que había permanecido oculto salió a la luz.
- Joder…
  Primero desenterró a la madre. Con el alambre aún entornado al cuello, hendiendo la piel muerta, el cadáver de una perra de raza galgo ya empezaba a acumular gusanos en los ojos. Siguió oradando los demás montículos, encontrando tres cachorros de galgo, todos ellos con la cabeza aplastada y esa expresión característica de ojos cerrados y boca entreabierta, reflejo de un dolor más humano del que muchos piensan que puede sentir un animal.
  Furioso, el inspector volvió a comisaría. Conduciendo a toda prisa, dejó el coche aparcado en doble fila, esta vez a las mismas puertas del edificio. Como una exhalación, volvió a entrar en la sala de interrogatorios en donde López le esperaba y cerró de un portazo.
- ¿Te cargaste a unos perros de mierda? ¿Me has hecho perder el tiempo para eso, capullo?
  López no respondió. En su lugar, se levantó súbitamente y al inspector se le erizaron los pelos de todo el cuerpo. La expresión del hombre había cambiado por completo. Tenía algo parecido a una sonrisa tensa en el rostro, excesivamente poblada de dientes, y sus ojos dejaban ver una sensible falta de humanidad. El cazador rodeó su propia muñeca izquierda con la boca y apretó.
- ¡Serás cabrón!
  Sanchís se abalanzó en toda su estatura sobre el hombre, pero este le apartó sorprendentemente fácil con un puñetazo que le impactó en la cara. Mareado y entre chispas luminosas, el inspector vio como, tras un tirón de cuello, una cantidad importante de piel y carne fue arrancada de la muñeca del detenido, que en seguida la escupió al suelo para volver a arremeter a dentelladas contra su propio miembro.
- Me cago en la puta… ¡AYUDA! ¡SOCORRO!- gritó Sanchís. Luego, sacó su Heckler & Koch reglamentaria y apuntó- ¡Estate quieto López!
  La sangre chorreaba por el brazo del hombre como si fuera su propia manga, empapaba su cara y encharcaba el suelo.
  Sanchís apuntó al hombro y disparó. La bala provocó una rozadura que quemó piel y carne, pero el hombre no se detuvo. Apenas pareció notar el disparo. Mantenía aquella expresión desencajada, furiosa, casi animal, mientras se destrozaba la muñeca a mordiscos. El reguero de sangre pareció suavizarse cuando las venas se le secaron.
- Joder para López, para… - De repente, una idea alocada cruzó la mente del inspector Sanchís. Era una posibilidad, era absurda, era imposible…- ¿Linda?
  Por primera vez desde que volviera a comisaría, los ojos del señor López se cruzaron con los de Sanchís, y el inspector casi pudo hallar reconocimiento en ellos.
  Alertados por el disparo, varios miembros de la policía irrumpieron en la sala.
- ¿Qué cojones…?- empezó Lucía.
- ¡Sujetadle! Y llamad a una ambulancia- ordenó Sanchís.
   Entre varios policías consiguieron reducir al señor López, pero ya era demasiado tarde. El hombre prácticamente había conseguido roer hasta el hueso de su propio antebrazo. Cuando los servicios sanitarios llegaron, no pudieron hacer otra cosa que llamar a los forenses para que metieran en una bolsa el frío y seco cadáver.
- ¿Por qué coño tardasteis tanto?- bufó el inspector Sanchís.
- La cámara se apagó de repente, no oímos ni vimos nada- contestó un miembro de la unidad técnica-. ¿Qué coño ha pasado?
  Sanchís ni siquiera escuchó la pregunta. Se dio cuenta de que aún tenía la pistola en la mano, agarrotada alrededor de la culata. El inspector guardó el arma y, sin mediar palabra, se marchó. Ya lo explicaría todo mañana.

- ¡Dios le bendiga!- exclamó el hombre, un chico bajito y con melena rubia destartalada.
- Sí, sí. Lo que sea por esos chuchos.
- Ahora no habrá porqué cerrar. De verdad, es usted un buen hombre.
- Créame que no.
  Sanchís salió del refugio para animales abandonados. Un sol primaveral le golpeó el rostro, así que tuvo que colocar su mano a modo de visera. Por primera vez en años, sonrió sinceramente, pero nunca supo si porque se sentía ridículo o bien consigo mismo. Acababa de donar gran parte de sus ahorros para que no cerraran aquel lugar que tanto detestaba.
- No quiero problemas, ¿vale?- dijo, a nadie en particular. Luego, volvió andando a casa.


FIN