sábado, 9 de agosto de 2025

La venganza del diablo

 Todos en el pueblo sabían que la Gruta Oscura albergaba grandes tesoros. Estaba situada en un claro cercano de fácil acceso, rodeada de bosque y junto a un riachuelo. Pero ya nadie osaba adentrarse en ella. De los pocos que se habían atrevido hiciera años, ninguno había regresado con vida. Y es que en su interior, se decía, vivía el diablo.

   Giulio el Bardo era un joven de vivaz imaginación y sobresaliente elocuencia. Se moría de ganas por explorar los secretos de la Gruta Oscura mas, prudente como era, jamás se había atrevido a posar un solo pie dentro de ella. Pero la curiosidad y cierta avaricia azuzaban su alma, así que durante largo tiempo estuvo pensando en la manera de internarse con garantías de salir con vida.

   Un día, encontró una posible respuesta.

   El bardo hizo correr el rumor de que el pueblo de al lado estaba siendo asolado por una terrible plaga inédita, la más rara y misteriosa que ningún curandero había visto nunca, una enfermedad que hacía que la gente olvidara quien era y se le cayeran los ojos de las cuencas.

   Después acampó en el bosque, vigilando la entrada de la Gruta Oscura oculto entre la maleza, y esperó.

   El rumor acabó llegando a la cueva del diablo por los pueblerinos que, temerosos de que la enfermedad los azotara, hacían acopio de plantas medicinales del bosque. Tal y como Giulio había planeado, el demonio no pudo reprimir su curiosidad ante tan novedosa y sin duda, a su modo de ver, excitante miseria. Al fin y al cabo, ser curiosa y comer del árbol de la ciencia fue el primer pecado mortal que condenó a la humanidad.

   Así, el maligno salió de la Gruta Oscura envuelto en una capa negra y emprendió su viaje al pueblo vecino. Entonces, Giulio aprovechó para meterse en ella.

   El joven descubrió con cierta decepción que el interior estaba prácticamente vacío, a excepción de un altar sobre el que reposaba una fuente plateada con una tapa con asa. Sabía que el diablo no tardaría en descubrir su mentira y regresar, así que la tomó y salió corriendo.

   Para terror del bardo, el demonio lo esperaba ya en la entrada, pillándolo con las manos en la masa.

   -¿Cómo es posible? -pensó-. ¿Acaso es más rápido que la luz? ¿O será que nunca marchó en realidad, que solo fingió ser engañado para tenderme él a mí la trampa?

   Ambas parecían opciones plausibles tratándose de un enemigo de su talla.

   Giulio se lanzó rápidamente al suelo, de rodillas.

   -He sido un estúpido. Por favor, toma tu posesión de vuelta y perdóname la vida. No me mates, clemencia… -suplicó, ofreciendo la fuente ante él.

   El demonio respondió sin enfado.

   -¿Acaso no quieres mi tesoro? Soy el diablo, nada tengo en contra del latrocinio. La Fuente de la Abundancia Eterna es tuya, me la has ganado. Ella te proveerá de cuanto necesites y así nunca pasarás necesidad.

   Giulio empezaba a respirar aliviado, cuando el demonio prosiguió.

   -Mas, de igual modo, también soy muy amigo de la venganza. Y te aseguro que la mía será terrible, llegado el momento. Ahora vete, y disfruta de tu premio mientras puedas.

   El ladrón levantó de un salto y huyó.



Giulio llegó exhausto a su casa, una modesta edificación de adobe y paja a las afueras del pueblo. Tenía la boca seca de correr manteniendo el aliento.

   Inmediatamente hubo cerrado la puerta tras de sí, chorros de agua fresca brotaron de la Fuente de la Abundancia Eterna, la más cristalina que el joven había visto nunca.

   Receloso, el bardo dejó un cuenco en la ventana y esperó a que algún animal la probara, para descartar que estuviera envenenada.

   Tras unas horas, no hubo ave o insecto que sucumbiera a ningún mal, y vio razonable que el diablo no hubiera manipulado el premio pues, entonces, ¿qué gracia tendría el juego? Decidió fiarse y dar él también un largo trago.

   Su sed fue saciada de inmediato, lágrimas de dicha colmaron sus ojos. Era, sin duda, la mejor agua que jamás había probado.

   Desde aquel momento, Giulio comenzó a hacer uso frecuente de la Fuente de la Abundancia Eterna. Siempre que pudiera abarcar su tamaño, el objeto le proveía de cuanto se le antojase: comida, bebida, herramientas, medicina…

   Buena cosa había logrado, mas sabía que no debía confiarse, pues sobre su cabeza se cernía la amenaza con la que el diablo también le había obsequiado...



Cierto día, se desató una tormenta.

   Aunque no era imposible, a Giulio le pareció extraño tan repentino cambio climático, puesto que la jornada anterior había sido soleada. Inmediatamente, intuyó la mano del diablo: el señor de los canallas debía de haber preparado algo malo, ya fuera que le cayera un rayo encima o quizás un árbol.

   -Demasiado evidente, príncipe de las tinieblas.

   Estando totalmente abastecido gracias a la fuente mágica, decidió no salir nunca a no ser que fuera estrictamente necesario.

   A la mañana siguiente, el bardo extrajo del milagroso objeto cal, grava, aceite y herramientas para reforzar el techo y las paredes de su casa, y así dificultar que las inclemencias del tiempo pudieran dañar su refugio.



Días después, un amigo fue a buscar a Giulio. Llevaba tiempo sin tener noticias suyas, y lo invitó a beber en la posada del pueblo.

   Aunque al bardo aquel plan le apetecía, lo vio demasiado riesgoso. El demonio podía tenerle preparada alguna trampa.

   -Quizás estalle una reyerta etílica y me vea involucrado, o me envenene con algo en mal estado. Puede que ni siquiera llegue y sea atropellado por un carro… Además, ¿por qué habría de ir? Con la Fuente de la Abundancia Eterna en mi poder, puedo tomar cuanto vino y otros alcoholes quiera. E incluso aunque me indigestara, me proveería de algún brebaje para aliviar la dolencia.

   Finalmente, el bardo rechazó la invitación y se quedó en su morada. Bebió y comió toda la noche, y luego tomó cardo mariano para aliviar la resaca.



Meses más tarde, durante una noche fría, dos golpes en su puerta sacaron a Giulio de la lectura en la que se hallaba ensimismado, un poemario épico cortesía de la fuente mágica, que también le proveía de divertimento si lo deseaba.

   Al abrir el umbral, se topó con una hermosa dama de cabellos dorados, envuelta en ropajes que, sin ser los más lujosos del mundo, denotaban cierto poder adquisitivo.

   -Buenas noches, mi señor. Me gustaría reclamar su cortesía, pues estaba acompañando a mi padre por asuntos de negocios cuando perdimos una rueda de la carreta. Él fue en busca de socorro al pueblo, mas de esto ya pasó tiempo y yo tengo frío y miedo. ¿Podría pasar la noche en su casa? Mi padre es un mercader adinerado, podemos pagar bien cuando todo se esclarezca en la mañana.

   La chica se acariciaba el pelo en actitud coqueta, posando en el bardo sus ojos claros como el cielo. Tenía una belleza arrebatadora y era joven, lo bastante para no estar casada. La situación era absolutamente idílica.

   -Qué conveniente.

   Giulio vio nítida la nueva jugada del diablo. De seguro la joven era un señuelo, el caballo de Troya de una banda de malhechores ocultos entre las sombras, o quizás probando de puerta en puerta en busca de algún incauto. Al poco de dejarla entrar, de seguro llamaría al resto de su tropa, abriría desde dentro y él sería desvalijado, apalizado o algo peor.

   -Prueba en otra parte -dijo el hombre secamente, y cerró de un portazo.



Pasó un año.

   Giulio había burlado todas las trampas que su tenaz enemigo le había preparado. Con la Fuente de la Abundancia Eterna de su lado, nada conseguía tentarlo tanto como para tomar riesgo alguno.

   Con la llegada del buen tiempo, acudían al pueblo más viajeros de lo habitual: comerciantes, nobles de paso o artistas ambulantes. El bardo no recibía casi visitas, pero le llegó por uno de los pocos amigos que todavía le quedaban una noticia que lo llenó de júbilo: Los Jilgueros, una compañía teatral de gran renombre, habían arribado y estaban buscando nuevos miembros entre los vecinos.

   El corazón del hombre dio un salto de regocijo. Había visto a Los Jilgueros hacía años, cuando solo era un niño. Su padre, que en paz descansara, lo había llevado a una función, y desde entonces ser narrador de historias había sido su sueño. Ellos eran el motivo que lo había llevado a hacerse bardo, aunque hacía mucho tiempo que no lo ejercía.

   Giulio comenzó a preparar el número con que se defendería en la audición ante el espejo.

   Pasadas varias horas, se atavió con sus mejores galas y fue resolutivo a la puerta. Estaba dispuesto a poner un pie fuera de casa, cuando la luz del sol arrancó un destelló del objeto que reposaba sobre la mesa de la sala. Era la Fuente de la Abundancia Eterna.

   Y entonces, lo vio claro.

   -Maldito seas, diablo. Juegas hasta con mis más profundos anhelos… ¿hasta dónde estás dispuesto a llegar para dar conclusión a tu amenaza?

   Giulio decidió que no se arriesgaría a sufrir una desgracia de camino a la prueba. Cerró la puerta y se desvistió, y estuvo todo el día comiendo y bebiendo.



Y así pasó el tiempo. Día tras día, mes tras mes, año tras año. Giulio no salía los días de tormenta, ni los de sol por no quemarse. No bajaba al pueblo para no sufrir un accidente, ni paseaba por el campo para evitar ser atacado por alguna bestia salvaje. Todo era un riesgo, todo habría sido propicio para la emboscada del diablo.

   Al principio, sus amigos iban a buscarlo de cuando en cuando. Eventualmente, dejaron de hacerlo. Algunos se marcharon del pueblo, otros simplemente perdieron interés en el bardo. Al final, ya casi nadie se acordaba de él, que simplemente permanecía en su casa, aislado del exterior.

   Giulio vivió bien abastecido, pero finalmente la edad lo alcanzó y acabó postrado en cama, afectado por los achaques propios del inevitable paso del tiempo.

   Cierto día, ya casi al final de su historia, la puerta de su habitación se abrió. Vio entrar a un personaje que recordaba de hacía muchos años, al que saludó en aquel momento como a un viejo conocido.

   Era el diablo.

   -Amigo mío, ¡cuánto tiempo! ¿Te muestras para presentarme tus respetos? Por más que lo trataste, esquivé todas tus tentaciones y al final no pudiste perpetrar tu venganza. ¡He vencido al mismo diablo! -bramó con sorna, victorioso, el anciano.

   El demonio, en respuesta, correspondió con una tétrica risotada.

   -No sé de qué hablas. Al contrario, vengo a regocijarme. Mi venganza, de hecho, ha sido todo un éxito… y lo mejor es que no me ha hecho falta mover ni un dedo.

   Sin decir más, el diablo recogió la Fuente de la Abundancia Eterna y se marchó como si nada, dejando tras de sí los ecos de su risa malvada.

   Giulio aun tuvo suficiente tiempo para reparar en el sentido aquellas palabras.

   A las pocas horas el bardo murió solo, sin nadie que lo velara, y arrepentido de no haber hecho en vida nada provechoso por lo que ser recordado.

 

FIN

domingo, 27 de julio de 2025

Corta

No recordaba cómo la había convencido para hacer espeleología. Sin duda, una de sus absurdas ideas locas, una de aquellas por las que se dejaba arrastrar más a menudo de lo que debía. Algo que no podía salir bien, como casi nada de cuanto habían emprendido juntos.

   Y, efectivamente, así había sido.

   Una roca inestable. Un resbalón. Varios golpes contra la pétrea pared vertical, embistes entre sus equipos y ellos mismos. Y, en aquel momento, yacían pendientes de un hilo: él colgaba varios pies por debajo, sujeto por la soga atada a su cintura nada más; la situación de ella era más precaria todavía.

   Los diversos choques durante la caída habían enrevesado los agarres que los sostenían a ambos. Ella estaba por encima, sujetando la cuerda que los mantenía en suspenso. Pero el cable que seguía se había enredado en sus piernas, limitando sus posibilidades de movimiento, así como en su abdomen y su pecho, entorpeciendo gravemente su respiración, asfixiándola por momentos. De esa guía, se sostenía él.

   -Sé lo que debo hacer, pero no puedo. Tendrás que hacerlo tú -dijo él.

   -No, yo tampoco quiero -replicó ella.

   Bajo sus cuerpos, el insondable abismo negro cuyo fondo no se atisbaba ni remotamente.

   Pasaba el tiempo y ninguno le robaba la iniciativa al momento. Ella tenía la navaja que él le había regalado en el bolsillo, accesible para su mano liberada, pero no se decidía a usarla.

   Él tan solo colgaba de la cuerda que los unía. Su cuerpo pesado apretaba más y más la soga, cada centímetro hendiendo la carne de ella como cuchillas, robando su aliento y dotando a su tez de un rubor amoratado por momentos.

   -Hazlo. Tienes que ser tú.

   -Pero es que no quiero.

   -Debes. Si esto sigue así morirás ahogada y yo solo colgaré de un cuerpo hueco.

   -Si corto la cuerda caerás al vacío y morirás, y yo me quedaré sola en esta cueva.

   -Está muy oscuro -respondió él-. No sabemos qué hay abajo. Tal vez agua. Quizás sobreviva. En cualquier caso, dejaré de ser problema tuyo.

   -Tengo miedo.

   -Y yo, pero… ¿acaso es mejor la alternativa?

   Ella lo miró a los ojos. Lo quería, pero tenía razón. Lo sabía. Como también sabía lo que tenía que hacer. Sin embargo, hacerlo daba tanto miedo…

   -¿Pero, cuál es la alternativa? -pensó.

   Sacó la navaja. Él la miró con una mezcla de miedo y resignación.

   Tenía que hacerse.

   Ella acercó el filo a la cuerda. Él sonrió. Fue una sonrisa triste, pero sonrisa al fin y al cabo.

   -Adiós.

   -Adiós.

   Cortó la cuerda que los unía.

   Él desapareció en el tenebroso abismo. Ella, tragó una ávida bocanada de aire.



Abrió los ojos en la penumbra.

   Una vez se acostumbró a la oscuridad, pudo distinguir el techo de su alcoba.

   Rodó sobre su propio cuerpo en la cama, exceptuándola a ella, vacía, y arrancó el móvil del cargador de la mesilla.

   La luz de la pantalla inundó el cuarto.

   Con dedos ágiles, buscó una de sus últimas conversaciones de WhatsApp, la más dolorosa de todas, y escribió.

   «Gracias por todo»

   Lo envió.

   Después, eliminó el diálogo.

   Por último, borró el contacto.

   Volvió a recuperar su posición en la cama. Cerró los ojos y, pasado un tiempo prudencial, consiguió dormirse, por fin respirando profundamente.

 

FIN

lunes, 17 de febrero de 2025

La lezione

Petri arriva a casa. Vicktor, il suo marito, è in cucina. (Petri llega a casa. Vicktor, su marido, está en la cocina.)

   –Buongiorno Vicktor. (Buenos días Vicktor.)

   –Ciao amore. Ma, è martedì. Cosa fai a casa? (Hola amor. Pero, es martes. ¿Qué haces en casa?)

   –Oggi non lavoro. Ho il giorno libero. Sono contenta perchè posso fare tante cose! (Hoy no trabajo. Tengo el día libre. ¡Estoy contenta porque puedo hacer tantas cosas!)

   –Ok... (Ok...)

   –Inoltre, pensavo che mi fossi stato infedele con una ragazza. (Además, pensaba que me estabas siendo infiel con una chica.)

   –Già... (Ya...)

   –Ma non era vero! Tu stai facendo sport con un amico. (¡Pero no era cierto! Estás haciendo deporte con un amigo.)

   –Ehm... sì, sì. Vero. Amore, lui è Flavio, il mio compagno di corso d´arte. (Eh... sí, sí. Es verdad. Amor, este es Flavio, mi compañero de clase de arte.)

   –Salve signora. Sei molto bella. (Hola, señora. Es usted muy guapa.)

   –Oh... grazie. Vicktor, ora vado a leggere al parco. Vi lascio qui, vedo che siete molto ocupati. Sudete così tanto che avete dovuto toglierti i pantaloni e le camise. (Oh... gracias. Vicktor, ahora voy a leer al parque. Os dejo aquí, veo que estáis muy ocupados. Sudáis tanto que habéis tenido que quitaros los pantalones y las camisas.)

   –Gyà... (Ya...)

   –Ci vediamo all´ora di pranzo. Ciao! (Nos vemos a la hora de comer. ¡Adiós!)

   –Ciao amore. (Adiós amor.)

   –Ciao, signora. (Adiós, señora.)

   Petri va al parco. (Petri va al parque.)

   Vicktor ed il suo amico rimangono in cucina. (Vicktor y su amigo permanecen en la cocina.)

  Vicktor è stressato. (Vicktor está nervioso.)

   –Flavio... non possiamo più farlo. (Flavio... no podemos hacer esto más.)

   –Cosa? (¿Qué?)

   –Non lo vedi? Mia moglie è andata cerca di scoprici! (¿No lo ves? ¡Mi mujer ha estado cerca de descubrirnos!)

   –Ma non l´ha fatto, tutto è bene. Calmo. (Pero no lo ha hecho. Todo está bien. Tranquilo.)

   –No, non è tutto bene! Flavio, ascolta... io ti amo, ma anche amo a Petri. Non posso continuare con questo. Mi dispiace. (No, ¡no está todo bien! Flavio, escucha... yo te amo, pero también amo a Petri. No puedo continuar con esto. Lo siento.)

   –Tu... mi stai lasciando? (Tú... ¿me estás dejando?)

   –Mi dispiace, Flavio. Ma possiamo ancora essendo amici. (Lo siento, Flavio. Pero podemos seguir siendo amigos.)

   Flavio non dice niente. Lui apre un cassetto e prende un coltello. (Flavio no dice nada. Él abre un cajón y coge un cuchillo.)

   –Cosa fai? Flavio... che stai facendo? (¿Qué haces? Flavio... ¿Qué estás haciendo?)

   –Se non sei per me, non sarai di nessuno! (¡Si no eres para mí, no serás de nadie!)

   Flavio mette il coltello nel petto di Vicktor. (Flavio mete el cuchillo en el pecho de Vicktor.)

   –Flavio fermati! Non, nooo...! (¡Flavio para! ¡No, nooo...!)

   –Nessuno lascia a Flavio! Ascolti? Nessuno! (¡Nadie deja a Flavio! ¿Escuchas? ¡Nadie!)

   Flavio uccide a Vicktor. (Flavio mata a Vicktor.)

   Dopo, guarda le sue mani. Loro sono sporchi di sangue. (Después, mira sus manos. Están sucias de sangre.)

   –Non... cosa ho fatto? Vicktor... Vicktor! Mi senti, amore mio? (No... ¿qué he hecho? ¡Vicktor... Vicktor! ¿Me oyes, amor mío?)

   Vicktor non risponde. Lui è morto. (Vicktor no responde. Está muerto.)

   Flavio inizia a piangere. (Flavio empieza llorar.)

   –Non, non, non... non posso credere cyò che ho fatto. Perchè!? Devo finire con tutto. (No, no, no... no puedo creer lo que he hecho. ¡¿Por qué?! Debo acabar con todo.)

   Flavio va alla stazione di servizio. Lui compra della benzina. Dopo, ritorna a casa di Petri e Vicktor. (Flavio va a la gasolinera. Él compra algo de gasolina. Después, vuelve a casa de Petri y Vicktor.)

   –Arrividereci mondo cruel. (Adiós mundo cruel.)

   Flavio sparge benzina in cucina. Dopo, apre il gas, accende un fuoco e brucia la stanza e tutta la casa con lui dentro. (Flavio esparce gasolina por la cocina. Después, abre el gas, enciende un fuego y quema la habitación y toda la casa con él dentro.)

   Flavio è morto. (Flavio está muerto.)



Petri è nel parco. (Petri está en el parque.)

  –Sono annoiata, non mi piace rilassarmi. Vado in uficio. Ciao! (Estoy aburrida, no me gusta relajarme. Voy al trabajo. ¡Adiós!)



Ora rivedi con me

Benzina – Gasolina

Coltello – Cuchillo

Fuoco – Fuego

Sporchi – Sucias

Uccide – Mata

Morto – Muerto

Sangue – Sangre

Parco – Parque



FINE



martes, 10 de diciembre de 2024

COMO SALMONETES EN EL RÍO PENSAMIENTOS

 

Los salmones nadan contra la corriente del río Pensamientos por ninguna razón en concreto, sencillamente han nacido para ello. Nadar y nadar, subir y subir, ese es su sino. No hay que darle más vueltas.

   Hay muchas clases de estos peces: unos fuertes y bien formados, de los que aletean con fervoroso vigor; otros delgados pero ágiles, que sortean las aguas habilidosamente; también existen peces pequeños, estos van subiendo de manera desapercibida, poco a poco... pero también los hay gordos, de cuerpo fofo y torpe.

   Anemona era de estos últimos.

   La regordeta salmón combatía a la par que sus hermanos por conquistar el cauce del río, mas con poco o ningún éxito en comparación. Nadaba y nadaba, remaba con todas sus fuerzas pero, por cuanto lo intentaba, la agresiva corriente la frenaba.

   “No puedes hacerlo.” “No das la talla.” Oía cómo le susurraba la intrusiva riada.

   Pero Anemona no era de las que tiraban la toalla, no señor, ella no cejaba en su empeño. Y se esforzaba, movía la cola de manera tensa y desesperada, y hasta temblaba con el último nervio de sus escamas. Avanzaba unos metros, después centímetros, milímetros... hasta que, en una patética agonía fútil, finalmente su vejiga natatoria se vaciaba, perdía las energías y era llevada a favor de corriente, hasta el principio de todo.

   “Tu cuerpo no es lo bastante fuerte.” “Has tenido mala suerte.”

  Anemona miraba al resto de peces con ansiedad y cierta envidia. Les costara más o menos, todos parecían desenvolverse mejor: los unos embestían la corriente con su corpachón y doblegaban su furia; los otros serpenteaban grácilmente hacia su objetivo; los pequeños tenían menos fuerza, pero también eran menos afectados por el impetuoso caudal, y con empeño alcanzaban lo que se proponían.

   “Todos logran cosas excepto tú.”

   Mientras tanto, ella...

   Por más que peleara y ofreciera hasta el último hálito de su ser en la empresa, no lo lograba.

   “Es...”

   –Inútil... no puedo... esto no sirve de nada...

   Y tras cada bocanada frustrada, perdía más fuerza y era de nuevo llevada por las aguas.

   Después de un tiempo, al final siempre se reponía: hacía nuevo acopio de vitalidad y se enfrentaba a la turbulenta riada... pero con el mismo resultado de siempre.



Un día, Anemona se hallaba inmersa en su eterna cruzada cuando sintió que, de algún modo, todo había mejorado. A pesar de recibir los dolorosos embistes del agua, era capaz de soportarlo y seguir subiendo a contracorriente.

   –Hoy sí que sí... hoy sí que sí... –suspiraba, entre asfixiados gemidos.

   “Estás muy cerca... ya casi lo tienes...”

   –Hoy sí que sí... hoy sí que sí...

   “Sería una pena que flaquearas ahora.”

   Y perdió todo el oxígeno en un, valga la redundancia, suspiro. Aún tuvo tiempo la pececilla de aletear un poco más, hasta que sus energías la abandonaron por completo y, de nuevo, volvió a verse arrastrada.

   Por el camino, un numeroso banco de congéneres la adelantó.

   –¡Maldita sea! –bramó.

   “Mira bien. Presta atención.”

   Sin saber bien por qué, ni de dónde procedía esa voz, Anemona obedeció, y vio algo de lo que no se había percatado hasta ese momento: los peces que remontaban la corriente no lo hacían de manera constante.

   Unos más a menudo, otros menos, en algún momento los otros salmones acababan cediendo ante la brava riada. Y retrocedían, y eran empujados hacia atrás... pero en seguida volvían a ponerse manos a la obra, con fuerzas vigorizadas y menos resistencia del caudal.

   –¿Cómo es posible? Retroceden, pero al final remontan. Es como si...

   “Se dejaran llevar.”

   –Pero en este río hay que luchar, si no te arrastra.

   “Luchar está muy bien… pero no contra lo que no puedes controlar. Tú tienes unas características, eso es así. De igual modo, el río Pensamientos es un torrente incansable que siempre ha estado ahí y siempre lo estará, con su furia y su inevitabilidad.”

   –Pero entonces...

   “Puedes chocar y chocar, pero no tienes resistencia infinita ni vas a poderlo parar. O puedes dejarlo pasar y sentir... hasta que encuentres la manera de continuar. Tú misma.”

   La voz desapareció en cuanto la última burbuja de la espuma del agua se deshizo, perdida ya toda su inercia. Justo cuando la pececilla fue devuelta al punto de partida.

   Anemona decidió que valía la pena probar una nueva estrategia, sobre todo después de los malos resultados cosechados con la vieja.

   En aquella ocasión, la pececilla regordeta empezó su contienda con una actitud radicalmente opuesta. Los primeros metros eran los más fáciles pero, una vez se alcanzaba cierta distancia, el caudal se volvía mucho más violento y poderoso.

   “¿No te cansas de intentarlo?” “Al final siempre es lo mismo... ¿es que no te das cuenta?”

   Anemona tuvo que refrenar su primer impulso de enfrentamiento. En lugar de eso, destensó las aletas.

   –Es cierto que nada me asegura que lo logre en esta ocasión.

  La pececilla dejó de pelear. Y las aguas se la empezaron a llevar.

  Un metro, luego otro... casi la mitad de cuanto había recorrido.

   Y entonces, con afilada calma, lo notó. Con los ojos, los oídos y las escamas, el agua que la portaba también le resbalaba, llevándose consigo aquellas palabras hirientes. Y justo en el espacio que separaba una corriente de otra, un intermedio en blanco que apenas ofrecía resistencia.

   –Pero vale la pena intentarlo.

   Y lo tomó, con las fuerzas recuperadas del retroceso anterior.

   Y siguió subiendo.

   –Nado en este río, pero al mismo tiempo formo parte de él. Al final, él bebe tanto de mí como yo de él. Pelar contra ello, solo es una tortura.

   Una vez y luego otra, la joven pez se dejaba arrastrar cuando flaqueaba; y una vez y luego otra, encontraba el recoveco entre aguas propicio para posicionarse mejor y continuar la subida.

   “¡No vales!” “¡No puedes!” “¡Fracasarás como siempre!” Bramaba el río, cada vez más iracundo.

   Pero Anemona ya había descubierto que, si se dejaba pasar, el torrente de pensamientos acababa perdiendo su fuerza bestial, hasta que se convertía en espuma inofensiva que se alejaba sin más.



No supo cuánto tiempo le costó. No lo contó. Tras un indeterminado lapso, la última pacífica escalada llevó a Anemona hasta una balsa de agua de completa y absoluta calma.

   La pececilla había llegado al lago del que partía el río Pensamientos, un estanque maravilloso regado por un sol deslumbrante, de pulidas rocas preciosas, fértiles algas y unas aguas tan cristalinas que podía verse reflejada en la superficie desde dentro, cual espejo veraz. Todo era nítido y sutil, igual que un engranaje tan suave que no precisaba que sus piezas se tocaran, como si el propio viento entre sus dientes bastara para hacer que funcionara en armonía.

   Allí permaneció un rato.

   Una vez saciado su espíritu, Anemona viajó hasta el límite del lago, echó un último vistazo al prodigioso pasaje y, después, se dejó llevar de nuevo por la corriente del río, hasta el principio de todo. No sabía el motivo, tan solo tuvo la certeza de que de eso iba todo, de subir una y otra vez hasta, por desgracia, dejar de hacerlo.

   Mas Anemona ya no sentía ansiedad, rabia ni frustración. Sencillamente, esperaría. Hasta la próxima ocasión de remontar el río Pensamientos.

 

FIN

viernes, 3 de marzo de 2023

Luciérnagas encerradas

Las luciérnagas revoloteaban a su alrededor cuales bailarinas hechas de luces, como estrellas fugaces. Había unas que describían sugerentes círculos en el aire, otras emitían profundos chirridos que reconfortaban y daban paz y seguridad. Algunas, refulgían tanto como una montaña de oro a la luz del alba, y otras desprendían un aroma embriagador que despertaba la misma sensación que lo hacía el amor en el cerebro. Cada una a su manera, eran brillantes y preciosas.

  El niño quería capturarlas a todas, hacerlas suyas de manera incuestionable, pero se estaba encontrando con francas dificultades:

  Para empezar, le costaba mucho atraparlas. Corría, saltaba y escalaba por la cueva en la que llevaba toda su vida, buscando el mejor punto estratégico para emboscarlas. Tras horas al acecho, durante el despiste de alguna luciérnaga, era posible capturarla y meterla en la cajita de madera de cedro que tenía, su única posesión. Y era aquí donde aparecía el segundo de sus problemas.

  El niño quería cogerlas a todas, no solo a una de ellas. Pero, en el momento de capturar a una segunda, postrero al paso por el duro proceso previo, al abrir la cajita para introducir a su nueva presa, la antigua que yacía dentro aprovechaba la oportunidad y escapaba despedida como una flecha, para reunirse con sus compañeras al vuelo. Y así una y otra vez.

  El niño estaba furioso. Él quería capturar a todas ellas, no solo a una cada vez… Pero no era capaz, al final siempre tenía que ir turnándolas.

  -Esto es horrible. ¿Dónde está escrito que no pueda tenerlo todo?

  El niño creció, y con él la frustración de ser incapaz de alcanzar todas las luces y mantenerlas al mismo tiempo.

  Un día, al ya adolescente se le ocurrió una posible solución. Con la práctica, cada vez le era más sencillo atrapar a las luciérnagas. En el momento en el que capturó a una de ellas, en lugar de meramente mantenerla dentro de la cajita, la presionó con el dedo hasta que, muerta o agonizante, el ser no pudo alzar su vuelo de nuevo.

  -Ahora, de seguro no podrás escapar.

  Y esto tenía mucha lógica, pero una contrapartida bastante notable: la luciérnaga aplastada, inmediatamente, dejó de brillar.

  El adolescente se quedó por un rato pensativo. Sin duda, la criatura permanecería encerrada para siempre. Pero ya no emitía su luz, ni expresaba ninguna otra característica de aquellas que fascinaron al chico mientras había vivido suspendida en el aire.

  -Pero será mía. Para siempre.

  Decidido, el adolescente se encomendó atraparlas a todas ellas y aplicarles su método de encierro. Una a una, fue introduciendo las luciérnagas en la cajita para, en el momento en que estaban acorraladas, espachurrarlas para que no fueran capaces de escapar.

  Cuando por fin hubo terminado de capturarlas a todas, ya no era un adolescente, sino un adulto completamente formado y establecido. Por fin había conseguido, de aquella manera, su cometido.

  El hombre miró a su alrededor, que se había transmutado en penumbra y silencio.

  -Ahora… ya no me queda nada por hacer en esta cueva.

  Poco a poco al principio, pero cada vez de manera más precipitada, la piel se fue convirtiendo en cuero arrugado, y su melena negra dio paso a las canas.

  Y así fue que el adulto se quedó sentado en una piedra hasta hacerse anciano, esperando en la oscuridad de la cueva y sin nada más que una caja llena de luciérnagas muertas.

FIN


(nota del anciano de la cueva)

Vuelvo a estar sumido en esa espiral de oscuridad. Las ideas no fluyen a través de mis dedos como sí lo hacen por mi cerebro cuando no tengo tiempo de atraparlas, como mariposas en la noche que siempre revolotean fuera de mi alcance…

martes, 7 de febrero de 2023

El ácido poema de Margo

Libre como el pájaro más salvaje

Que jamás jaula hubo conocido.

Alma viajera, espíritu errante,

Lula era uno más de los elementos

Indómita como el mismo viento.

La chica trataba a la desesperada

De huir de una realidad nunca soñada.

Un trabajo estable, familia e hijos;

Una casa donde mantenerse guapa y agradable;

Nada de eso entraba en sus planes.

Ella quería viajar, conocer mundo,

Descubrir destinos donde nadie más hubo.

No era de ningún lugar concreto, no era de nadie

Y de ese modo quería seguir siendo.

Solo había un pequeño detalle:

Viajar costaba dinero.

Cualquier básico humano encerrado

En sus labores, su mundo diario, su trabajo

Pudiera pensar que Lula no tenía nada:

Ni piso, ni propiedades, ni una cuenta abultada,

Nadie que la esperara cada día a su llegada

Pero

Ella lo veía todo a la inversa.

Ellos estaban encerrados en pequeñas celdas

Ella, tenía a sus pies toda la existencia.

Solo quiero seguir viajando, saltar

De lugar en lugar.

¿Es eso pedir de más?”

Trabajaba en Madrid como enfermera,

Haciendo mil guardias, turnos extra

Para, llegado el momento de las vacaciones,

Poder dar rienda suelta a sus pasiones

Y conocer nuevos sitios del planeta.

Media vida gastada,

Para satisfacer mi verdadera meta.”



Estaba en mitad de una escapada

Conociendo la lejana Casablanca,

Luchando por regatear un poco

En el tenderete de un abarrotado zoco.

Miles de aromas asaltaban sus sentidos,

De inciensos, perfumes y ásperos tejidos,

Cuando en mitad de su dialéctica lucha

Se encontró con una diana para su puja.

“¿Cuánto por eso?” preguntó ella al vendedor,

Haciendo alusión a un objeto color latón,

De morro alargado y cuerpo fondón.

Era una lámpara con una borrosa inscripción

De esas que en los cuentos

Albergan alguna maravilla en su interior.

“200 dirhames, ángel rubio” dijo el comerciante.

“O 20 euros, si lo prefiere

al cambio es razonable,

si a usted bien le viene.”

“Le doy 100 dirhames

Que son 10 euros,

Según su razonamiento.”

“Que sean 150,

No bajaré más. Sepa

Que es mi última oferta.”

Y 135 dirhames fue finalmente el precio,

Para llevar a su habitáculo

El fatídico premio.



Llegado había Lula a su alojamiento,

Cuando depositó sobre la colcha el objeto.

Una ducha rápida, un cambio de adornos

Para poder combatir

Los vestigios del bochorno.

Vestida nuevamente y aseada

Miró pensativa

La lámpara de su cama.

Quizás mal no le viniera

Que también le diera una lavada.”

Y, sujetándola entre sus firmes dedos,

Frotó la superficie

Con el dorso de un pañuelo.

Vapores verdes como el pasto

Emergieron de sus adentros

Inundando toda la estancia

Formando, en última instancia

Un ser con extraños rasgos afilados

Y unos ojos despiadados.

“Saludos, humana.

Mi nombre es Margo, el Genio Cabrón.

Ya que me has liberado,

Es mi deber concederte un deseo a tu elección.”

Lula no era dama

De materiales pasiones.

Viajar lejos, conocer culturas,

Vivir esas emociones

Que solo el aventurero osado

Puede ver satisfechas

Al abrir camino con su paso.

El tiempo del viaje, el dinero

Eran los únicos escollos

Que debía superar primero.

Así que, en aquella época de pelis de Marvel,

Vino a su mente

La solución a sus males.

“Deseo tener el superpoder de teletransportarme.”

Dijo la chica, con seguro talante.

Y el genio asintiole complacido.

“Será un placer

Cumplir tu pedido.”

Y la lámpara desapareció de su sitio

Mágicamente

Tal como Lula podría hacer

De haberse cumplido

Su deseo ferviente.

Casi no puedo esperar

A probar mi regalo.”

Pensó ella,

Dándole vueltas al cráneo

Para elegir el primer lugar

Que visitar con el legado

Del genio.

“Sea pues, mi primer nuevo sino

Con el que testar mi poder adquirido

Será la lejana cumbre más alta

Del místico Himalaya.”

Se aprovisionó con cuanto abrigo

Pudo encontrar en su camerino:

Mantas, sábanas,

Capas de ropajes desmedidos.

Dio dos saltos, se concentró

Pensó en su destino,

Y dijo: “Al Himalaya”

Cerrando, sin saberlo, la cruel trampa

Que el genio le había tendido.

Pues Margo algo sabía,

Un pequeño detalle

Información no accesible

Para el resto de los mortales

Que sin embargo resultaba clave.

Lula también lo conocía

Más lo había pasado por alto,

Por culpa de las películas.

Cuando un superpoder nace en el superhéroe

Este afecta a su ser, es decir, lo que lo conforma,

¿Mas qué sucede con esas partes

Que no son exactamente propias?

En las películas, teletransportarse

Implicaba mover también la ropa

Hacia otra parte.

¡Qué absurdo! ¿No os parece?

¿Es que a lo que toques

También le transfieres tus superpoderes?

Lula lo descubrió con pena

Y ni siquiera fue el peor de sus problemas.

Hay una capa de piel muerta que nos recubre

A su manera, de forma protectora.

Las uñas, hacia fuera, están muertas, así como el pelo.

¿Tendría sentido que algo que no está hecho de células vivas

Tuviera también el efecto?

Cuando un superhéroe se teletransporta,

¿Lo hacen también las uñas que al cortarse

Dejó tiradas en el suelo?

Por último, los seres humanos

Una enorme cantidad de microorganismos

En nuestro intestino alojamos

Que hacen labores digestivas, protectoras

Nos regulan por dentro

En simbiosis laboriosa

Más, siendo estrictos,

No son nosotros, en ellos mismos.

De haber tenido en la boca un pescado vivo,

¿Lo habría teletransportado consigo?

Con todos estos datos en la recámara

Lula podría haber anticipado

La cruel cábala

Mas no fue el caso.



Una pareja de alpinistas

Que hacía cumbre en ese momento,

Describió de esta manera

El extraño avistamiento.

“Parecía un cuerpo humano

Suave, muy pálido.

Estaba completamente inmaculado,

Con su brillante piel

Reflejando el color de la nieve

En todos sus milímetros.

Fue un instante, nada más.

Con voz femenina, la oímos gritar:

¡Puto genio!, y ya.

Acto seguido,

Desapareció del lugar.”



La siguiente teletransportación de Lula,

Fue al último hospital donde hubiera

Trabajado ella.

Sin melena ni uñas

Con menos piel,

Sin cejas que resolvieran

La expresión desencajada de su ser.

Hipotermia aguda

En su dermis desnuda,

Y por un caso grave afligida

De flora interna desaparecida.

Por todo lo aquí contado fue atendida

Por la sanidad pública madrileña

De urgencia, sin demora

E internada en una unidad especial,

Tras esperar alrededor de 3 horas.



FIN





domingo, 9 de octubre de 2022

El Salado Cuadro de Margo

 “–A continuación tenemos a un invitado muy especial. Se trata de un hombre que ha revolucionado el mundo del arte. Es joven, es exitoso y... la verdad, señoras y señores, es un tío cojonudo. No necesita presentación... de todos modos, ya habréis visto la intro del programa.

  Risas del público.

  –¡Con vosotros, Ismael Álamos!

  Aplausos.

  La cámara enfoca a una de las entradas al plató. La puerta se abre con solemnidad. Un hombre de mediana edad, con el pelo rapado y el mentón cuadrado, atraviesa el umbral. El público aplaude más fuerte. Con paso firme, el invitado atraviesa la distancia que le separa del presentador antes de estrecharle la mano.

  –Es un placer, Trevor –dice el recién llegado.

  –Por favor, toma asiento –indica Trevor Bronca, el anfitrión, señalando un sofá negro que hay junto a su mesa.

  Cada uno toma su posición.

  –Bueno Isma... ¿puedo llamarte Isma? –comienza la entrevista.

  –Claro. Así es como me llaman mis amigos, y yo trato de llevarme bien con todo el mundo... por lo que pueda pasar.

  Risas.

  –Por lo que pueda pasar –repite Trevor.

  –Por lo que pueda pasar.

  –Bueno Isma, eres uno de los artistas más influyentes de la actualidad de nuestro país. Tus cuadros se venden por miles de millones de millones de euros, tienes galerías de arte en Madrid y Barcelona, pero también en Viena, Milán y... me dejo algún sitio, seguro.

  –Nada importante. Solo la de Nueva York.

  Más risas.

  –Eso eso. Solo la de Nueva York. Bueno Isma, con todo este currículum, la verdad es que ni de coña esperaba que aceptaras la invitación al programa.

  Risas.

  –No hombre...

  –Es decir, yo pensaba que un tío tan ocupado no tendría espacio en su agenda. Pero al final sí, y yo que me alegro. Así que vamos a comenzar, si te parece, con la pregunta que le hago a todos mis invitados... ¿cuánto dinero tienes en el banco?

  Risas moderadas.

  –Bueno veamos... vaya, es increíble que aunque tengas preparada la respuesta, esa preguntita sigue poniéndote en apuros.

  Risas.

  –Te la tenías preparada de antes, ¿verdad?

  –Si macho, pero aun así... bueno. Digamos que tengo menos que el dueño de Amazon, más que el de Zara.

  Más risas.”


Ron Tramor apretó el botón de apagado con vehemencia. Después, lanzó el mando a distancia contra el sofá, con tanto ímpetu que el aparato rebotó, se elevó unos centímetros y después cayó al suelo. La tapa se desprendió de la estructura y las pilas rodaron por el piso.

  –Mierda...

  El hombre no tenía tiempo para recoger los fragmentos. Aquel día había dormido más de la cuenta, así que iba justo de tiempo para llegar a su trabajo.

  Eran las 9 de la tarde.

  Ron trabajaba en un almacén de productos deportivos, con un horario fijo de 10 de la noche a 6 de la mañana, con media hora para comer, tal y como estipulaba su contrato. Y a eso se dedicaba. Dormía por el día. Se despertaba a las 8. Comía, se vestía, iba a trabajar, volvía a casa. Desayunaba o cenaba, según cómo se mirara. Dormía. Sus días libres, Ron estaba demasiado cansado como para organizar ningún plan. No tenía pareja y había perdido el contacto con sus amigos desde hacía bastante tiempo, tanto que ya ninguna llamada de resucitación de viejos tiempos podría surtir efecto. De haber tenido que escoger un color que representara su vida, habría elegido un gris oscuro tirando a negro.

  Sorprendentemente, lo peor de la realidad del hombre no era exactamente la rutina. Cierto era que su vida estaba bastante limitada, pero no era esa la afección que más le reconcomía por dentro. Su mayor mal tenía nombre y apellidos, y desde hacía algunos años a menudo protagonizaba programas de televisión y de radio, así como artículos de revistas, e incluso había escrito una autobiografía.

  Ron conocía bien a Ismael Álamos. Habían nacido en el mismo pueblo y juntos habían ido a la escuela y posteriormente al instituto. Nunca habían sido amigos, y no por la diferencia entre sus personalidades, puesto que a menudo los polos opuestos se tienden a atraer. La realidad era que el mozo de almacén nunca lo habría permitido.

  El desdichado hombre había tenido, desde pequeño, un sentido de la responsabilidad exacerbado. En el colegio, nunca había sido brillante o especialmente inteligente, pero siempre había obtenido las mejores notas de su clase. ¿Su secreto? Aquel que dicen los expertos: trabajo duro y sacrificio. Siempre se había tomado muy en serio sus obligaciones, estudiado a conciencia para los exámenes y preparado con esmero sus proyectos de trabajo. Ismael, en la otra mano, había sido todo lo contrario: perezoso, distraído, poco o nada aplicado... Al chico nunca parecían haberle interesado las clases. La única vez que Ron y él coincidieron en un trabajo, allá por quinto de primaria, recordaba haber tenido que hacer todo el trabajo, y ya nunca había vuelto a aceptar. Ismael había sido un zote y un aprovechado, un despropósito humano cuya vagancia se había acentuado aún más en los años de instituto, donde probablemente no hubiera faltado a ninguna recuperación. Y, sin embargo, jamás había repetido curso. ¿El secreto de Ismael? Su don de gentes. Se le daba muy bien hablar con las personas. Su desmedido encanto y su labia le habían hecho ser siempre el centro de atención, no solo entre sus compañeros, sino también con los profesores. Los maestros habían visto en su dejadez una petición de ayuda que ni en un millón de años habrían visto en otro chico de menos carisma, y habían volcado todos sus esfuerzos en ayudarle o pasarle de curso sin merecerlo. E Ismael, con agasajos y halagos, siempre había salido adelante.

  –La gente es estúpida, no ven la realidad –se había dicho siempre Ron–. Ismael no es una víctima, es un geta. Y, tarde o temprano, se acabará estrellando.

  Nada más lejos de cumplirse podría haber estado la profecía de Ron. Casi de la noche a la mañana, Ismael se había hecho famoso de la manera que se hace famosa la gente en la actualidad: por puro azar. A través de sus redes sociales (Instagram y Twitter, mayormente) algunos influencers de turno se habían fijado en los cuadros que pintaba y le habían ayudado a promocionarse. En poco tiempo, diversos programas de actualidad paralelos le habían invitado, y su encanto natural hizo todo lo demás. En aquel momento, se trataba de toda una celebridad de fama internacional. Por su parte, Ron había estudiado químicas, una carrera enormemente complicada pero que siempre le había resultado curiosa. Después de eso, sin dinero para estudiar ningún máster que le facilitara la entrada al mundo laboral, había ido al paro. Sus padres murieron poco después en un accidente de tráfico, dejándole como herencia únicamente una casa en un pueblo de Extremadura bastante vieja. Como era cuanto tenía de ellos, se había rehusado a venderla o alquilarla (lo cual tampoco habría sido sencillo, ya que la habría tenido que reformar previamente a buen seguro), así que rápidamente se había puesto a trabajar de lo que fuera, hasta el momento de entrar en el almacén de una famosa franquicia de productos deportivos, donde su sentido de la responsabilidad le había llevado a hacer horas extra ni remotamente remuneradas, algo muy codiciado por sus superiores, que en seguida le habían hecho indefinido en la época en la que no era fácil conseguir ese tipo de contrato. En aquel momento, se había estancado en su trabajo y en su monotonía, mientras que Ismael era la estrella del momento. La noche y el día.

  –Lo más gracioso es que a mí también me gustaba pintar. Era lo único que alguna vez alabaron de mí en el colegio. Ismael, sin embargo, aprobaba plástica por los pelos –recordaba a menudo –. De hecho, sus cuadros son bastante mediocres.

  Y aun así, los profesores de ambos recordarían con orgullo haber tenido como alumno a aquel pillín un poco distraído pero de mente despierta. A buen seguro ninguno se acordaría del mediocre mozo de almacén.

  Ismael se había vuelto una obsesión para Ron. Cada día, cuando volvía a su pequeño apartamento de Parla solo y sucio tras una dura noche en el trabajo, la enfermedad del odio le consumía, hasta el punto de que evitaba chequear las redes sociales o la tele para evitar toparse con dolorosos éxitos de su proclamado archienemigo. Aunque, probablemente, él ni siquiera tuviera constancia de su existencia.


Un día más, un día menos para el final de todo. El trabajo de Ron era todas las noches el mismo: la empresa recibía diversos pedidos; imprimía rafales que se acumulaban sobre el escritorio central; tanto él como sus compañeros los recogían, montaban en sus toros mecánicos, cargaban un palé con varias cajas y recorrían los pasillos en busca de los objetos; una vez rellenadas, cerraban las cajas, las flejaban y las dejaban en los muelles de carga, a la espera del camión. Era, por lo menos, absolutamente opuesto a la palabra “emocionante”.

  –Para esto sirve toda una vida de sacrificio. Mientras que los famosillos e influencers del momento... especialmente Ismael...

  Aquella noche, Ron viajaba sobre su carguero motorizado, cuando se topó con un objeto extraño en un sitio nada usual. No eran unas playeras, ni una toalla, ni una raqueta, como era habitual. Se trataba de una lámpara color bronce polvorienta que de alguna manera misteriosa había ido a parar a uno de los palés de la sección de atletismo. El hombre notó cómo una poderosa curiosidad se adueñaba de él así que, mientras su supervisor no miraba, aprovechó para fingir una visita al baño, abrir su taquilla y meter el objeto en su bolsa. Después, siguió trabajando con normalidad.

  Ya de madrugada, el mozo recogió sus cosas y volvió a su morada, y se dio una ducha como cada mañana para desproveerse del polvo, la mugre y el sudor, mientras dejaba calentándose un sándwich en la sartén. Se había acostumbrado a encender la tele en esos momentos, más por escuchar a alguien hablar que por interés, pero desde el último incidente había perdido las pilas del mando y ya no funcionaba.

  Aquella mañana se miró a sí mismo en el espejo. Hombros caídos. Barba desarreglada. Pechos blandos... estaba, como suele decirse, hecho un cuadro.

  –No tengo tiempo ni para ir al gimnasio... no me da la vida.

  Ismael sí que era una persona grande y fuerte, la cual había salido con varias modelos y actrices de moda y...

  Ron se dio a sí mismo una bofetada para desprenderse del súbito pensamiento.

  Una vez aseado y tras desayunar/cenar, sacó las cosas de su bolsa para preparar un nuevo uniforme para el día siguiente. Sus superiores solo le habían dado dos, así que los iba alternando de un día a otro para que el sudor se secara hasta poder lavarlos en su día libre, ya que su sueldo no le permitía poner una lavadora todos los días.

  Fue en ese momento cuando se topó de nuevo con la lámpara misteriosa.

  –Está tan sucia que apenas se ve su verdadero color... descolorida, como todo en mi vida –se lamentó, aquella vez en voz alta.

  El hombre la frotó de manera casi ansiosa, como un tic nervioso, cuando una ráfaga humeante escapó de su interior y un mágico ser verde de nariz picuda se materializó como una aparición, con la cola unida a la boquilla del artefacto.

  –Saludos, humano. Mi nombre es Margo, el Genio Cabrón. Ya que me has liberado, es mi deber concederte un deseo a tu elección.

  En aquellos momentos de luz crepuscular, terminada una dura jornada laboral, a Ron apenas le quedaban neuronas que no estuvieran extenuadas. Por ello, fue que le resultó excesivamente fácil hallar el deseo más profundo que guardaba en su interior y expresarlo con pesadas palabras en el exterior.

  –Deseo volverme tan famoso como para eclipsar a Ismael Álamos.

  Margo le sonrió, una sonrisa descarada y socarrona que por alguna razón quedó pintada en la retina de Ron.

  –Por supuesto, señor. No obstante, este deseo me llevará una semana de preparación. Ruego a su futura eminencia, no más que esos días de paciencia.

  Y, dicho esto, Margo y su lámpara mágica desaparecieron de la vista de Ron.

  Todo había sucedido en menos de un minuto, y Ron estaba demasiado cansado como para pensar con claridad, así que bajó todas las persianas para impedir que el sol mañanero le despertara y se fue a la cama sin más.

  –Una semana... siete días... ¿o cinco? ¿Laborales o naturales?

  Con este extraño pensamiento, Ron se quedó plácidamente dormido.


La tarde despertó a Ron a través del ruido infernal de su despertador, como cada día. Pero, aquella vez, algo era distinto.

  Para empezar, el hombre tenía la boca más seca de lo normal. Y había algo más.

  –¡Mierda! ¡Me he meado!

  Fue el primer pensamiento de Ron, puesto que tenía los calzoncillos húmedos y pringosos. Sin embargo, la mancha de sus gayumbos era diferente a la orina, más espesa y coloidal.

  –¿Qué demonios...? ¿Qué me ha pasado?

  Pensó en Margo. ¿Había sido real o una alucinación? La falta de sueño y los cambios de ritmo a menudo afectaban a las personas de maneras insospechadas, pero él llevaba varios años trabajando de noche, su cuerpo debería haberse acostumbrado. Tal vez aquel día había comido algo en mal estado, había alucinado y pasado una mala noche... o día, mejor dicho. Aquello podía explicarlo casi todo.

  La segunda alarma le espoleó repentinamente. Ron saltó de la cama, se dio un agua rápida y se vistió para ir a trabajar.

  Pronto descubrió Ron que un almuerzo insalubre no podía albergar toda la explicación.

  Uno tras otro, los siguientes días fueron similares al primero. Ron despertaba cada tarde con la boca reseca y la ropa interior manchada. Más aún, había habido un detalle sutil que había pasado por alto la primera vez, pero que a la tercera fue demasiado evidente para poder ser ignorado: cada día tenía menos pelo.

  Girones y girones estaban desapareciendo de su cabeza, dejando un pequeño rastro en la almohada y empezando a formar calvas en su cráneo.

  –Maldita sea... ¿qué es esto? ¿Qué está pasando?

  Al quinto día, en mitad de su trabajo, le vino a la mente una terrible idea, como una desgraciada inspiración.

  –Esto debe de ser cosa de Margo, el genio cabrón... maldita sea.

  Prácticamente había olvidado su encuentro con el mágico ser, pero en aquel momento le pareció perfectamente verosímil y encontró rápidamente una terrible explicación.

  –Ese genio malnacido me ha envenenado –pensó–. Fui un torpe desgraciado, me precipité al conjurar mi deseo. Seguro que ha creado una nueva enfermedad, alguna horrible y de efectos repugnantes que solo yo padezca, a la que incluso pongan mi nombre. La enfermedad de Ron, quizás. O Tramoritis, o algo así. Puede que por culpa de ella me haga famoso y se corra la voz y se cree un movimiento en redes y campañas en televisión. Al final seré un monstruo, o un vegetal, pero más famoso que Ismael...es eso, ¿verdad?

  –¡Tramor! –oyó gritar a su jefe, en mitad de sus elucubraciones–. Espabila, que últimamente estás en las nubes.

  –¡Sí! Perdón.

  Ron cogió uno de los rafales y subió a su toro mecánico. Al fin y al cabo, solo era una teoría.

  La sexta noche comenzó igual que las demás, con la misma pegajosa sensación. Era su día libre de aquella semana, y Ron aprovechó la ocasión para ir al médico de urgencia para que le diera alguna opinión.

  –Entonces, recapitulemos –dijo el doctor–. Te levantas con la boca seca, la ropa interior húmeda y pérdida de pelo.

  –Así es, señor.

  –Um... nunca he oído de nada similar. Te mandaré algunas pruebas para ver qué puede pasar.

  –Me lo temía...

  A Ron le dieron cita en la sanidad pública para dentro de 6 meses.

  –Me lo temía, también.

  La séptima noche transcurrió con absoluta normalidad, un día de trabajo aburrido sin más. Pero Ron presentía que aquel día habría de ser diferente a los demás.

  –Siete días fueron los que me prometió el genio. Hoy por fin se desvelará el secreto.

  Ron recogió sus pertenencias de la taquilla, guardó el mono y se colgó la bolsa al hombro. Se despidió de la recepcionista, atravesó los tornos con su tarjeta identificativa y abrió las puertas exteriores. La brisa matutina le acarició el rostro y él atravesó el umbral. En cuanto su pie derecho tocó el asfalto de la calle, una luz cegadora envolvió su silueta por completo.

  Durante aquel breve instante de tiempo, a Ron se le pasaron toda clase de bonitos pensamientos por la cabeza. Aquello era un foco, y pronto le seguirían los flases de las cámaras y las preguntas de los paparazis. Era una estrella, de algún modo que todavía le era ajeno a su entendimiento. Tendría que prepararse para entrevistas, para salir en los medios. Abandonaría su vida y tendría una mejor, una más merecida. Y, por encima de todo, superaría a Ismael.

  Verdaderamente, el genio había cumplido su promesa.

  –¡Policía! ¡Al suelo y con las manos en la cabeza! ¡AHORA!

  Las ideas de Ron se evaporaron de inmediato, y quedó paralizado. Todavía no podía ver bien del todo, tan solo un grupo de siluetas clavadas como sombras de un lienzo.

  El sonido de un disparo le sacó de su embelesamiento.

  –¡He dicho que al suelo o abrimos fuego!

  Ron se dejó caer como un saco de patatas.


Al día siguiente, los medios de comunicación no hablaban de otra cosa. El Monstruo de Parla, que llevaba una semana sembrando el terror por toda la ciudad, por fin había sido detenido gracias a la encomiable labor policial.

  Ron Tramor, de 35 años, había sido capturado a la salida de su trabajo. A plena luz del día, después de su jornada laboral en un almacén, se había estado dedicando a realizar toda clase de fechorías: aprovechando un despiste de la cuidadora, había raptado a 6 niños de una guardería, a los que había mantenido encerrados en una casa abandonada que antiguamente había pertenecido a sus padres; de manera todavía no resuelta y durante el descanso de los vigilantes, se había colado en el museo Reina Sofía y había destrozado diversas obras de arte; había matado a siete monjas de un convento con un hacha; había entrado en una de las jaulas del zoo y había mantenido relaciones sexuales con una alpaca... y la lista de crímenes aberrantes continuaba y continuaba, como le hicieron saber a Ron en el juicio exprés que se celebró tres días después y que por supuesto copó las portadas de todos los periódicos.

  La policía había encontrado muestras de cabello, saliva y semen pertenecientes al acusado en todas las escenas del crimen, e incluso contaban con una grabación de las cámaras de seguridad del museo. Las imágenes en movimiento mostraban a una figura de la misma altura y complexión que el acusado, con el rostro cubierto por un pasamontañas, rajando y destrozando una colección completa de cuadros de Dalí. Inmediatamente después, el criminal se había vuelto hacia la cámara, a la cual había dedicado una sonrisa a través del agujero de su disfraz, una que Ron reconoció al instante.

  –¡Maldito genio de mierda! –estalló el acusado en un exabrupto incontrolable.

  La sentencia fue rápida y fulgurante. El abogado de oficio de Ron aconsejó a su cliente que se declarara culpable, para intentar evitar la permanente revisable, pero el hombre insistió en mantener su historia sobre el mágico genio que por siete días había estado recopilando sus muestras para tenderle una encerrona. El juez no le creyó.

  5780 días fue la sentencia, la más alta que se recordaba en la historia de la democracia. Los informativos se hicieron eco durante meses, hubo programas enteros, libros escritos y series de televisión dedicadas al respecto, incluso se estaba preparando una película protagonizada por Will Smith y Matt Damon. Durante ese tiempo, apenas se habló de otra cosa.

  Finalmente Ron, el Monstruo de Parla, se había convertido en toda una celebridad.


“Tono solemne, gesto serio y boca apretada, compungido ante la cámara. Ismael Álamos mira fijamente a la pantalla.

  –Estoy muy afligido sabiendo que ese monstruo ha estado entre nosotros. Fui con él a la escuela, como ya saben. Por ello, no puedo evitar sentirme en parte responsable. Quizás si hubiera sido mejor compañero, si le hubiera podido encarrilar por el camino del esfuerzo y el sacrificio, alejarle de sus oscuras perversiones...

  Ismael aprieta el puño y se lo lleva a la boca, como tratando de contener las lágrimas. Luego, continúa.

  –Pero no es momento de estancarse. Durante mucho tiempo no se ha hablado de otra cosa, pero ahora toca mirar al futuro y enfrentarlo con valor, para que su mala influencia no nos arruine a nosotros. Es por eso que he organizado una exposición benéfica para las víctimas del monstruo, con todos mis cuadros actuales y una nueva colección. El 40 % de lo recaudado será donado a ellos y...”


Ron apretó el mando a distancia y lo lanzó contra la tele de quince pulgadas que tenían en el comedor de la cárcel de Valdemoro. Después, se dio la vuelta mordiéndose la lengua, de vuelta a su celda.