martes, 23 de diciembre de 2025

Viejos del Súper

Los domingos eran los días en que más afluencia de gente había. Pepi, la cajera, maldecía mudamente a todos y cada uno de los vecinos que cruzaban las puertas automáticas del Ahoramenos, el súper del barrio, aquel que estaba abierto los siete días de la semana los 365 días del año, exceptuando cuatro festivos.

  –Puto convenio criminal y putos vecinos insolidarios.

  En lo que a la mujer respectaba, los domingos deberían ser para descansar y prepararse para afrontar el resto de la semana. Sin embargo, desde que llegó a aquel supermercado no había tenido uno solo tranquilo. El resto de establecimientos cerraban, así que los conciudadanos más rezagados aprovechaban la abusiva disponibilidad del Ahoramenos para hacer la compra de la semana. Desde que abrían a las nueve de la mañana hasta su cierre de las tres, cientos de carritos atestados recorrían los pasillos entre los estantes de fruta, huevos, yogures y chocolatinas.

  Pepi no había vivido un domingo tranquilo, pero nunca habría adivinado lo que aquel estaba a punto de depararle.

 

 

El hombre, de unos setenta años, dio un frenazo brusco cuando su viejo Fiat Panda quedó más o menos dentro de las delimitaciones de la plaza de aparcamiento —mucho más menos que más, en realidad—. Miró a través de la ventanilla con sus desorbitados ojos de huevo, por encima de las bolsas gelatinosas propias de la edad que tenía acumuladas. El auto había quedado tan en diagonal que era imposible que ningún coche entrara en las plazas de al lado.

  –Está torcido –gruñó.

  –Déjalo Ener, si no pasa nada –dijo la mujer del asiento del copiloto, una señora que, al igual que él, rondaba las siete decenas.

  El hombre pegó un tirón arisco y prolongado del freno de mano, hasta que el crujido interior dejó de sonar. Mantuvo el gesto varios segundos.

  –¡Lo vas a romper! –exclamó la mujer.

  El hombre gruñó y soltó la palanca.

  María Frigilda de los Santos Dolores Estomacales —Marifi para los amigos— y Energumenesio eran una pintoresca pareja de ancianos del barrio. Llevaban toda la vida allí, así que eran bien conocidos. A menudo se los veía pasear, ella con sus faldas monocromáticas y su pelo abombado por la permanente, él con sus pantuflas y sus camisas de cuadros.

  –Ve a por el carrito –ordenó Energumenesio, una vez ambos hubieron bajado del coche.

  Su esposa obedeció.

  Marifi y Ener acostumbraban a pasar los domingos como el resto de la semana: solos en casa, él contemplando la tele, especialmente las noticias y el partido de fútbol de la jornada, ella haciendo las labores del hogar. A veces se sentaban juntos para ver lo que hubiera en la caja tonta, sin decirse nada. Tras más de 50 años casados, no quedaba nada que decirse… aunque tampoco es que lo hubiera habido nunca. Su religiosa visita al súper era el único detalle que se salía de lo usual en su rutina. Todos los domingos, sin falta. Una tradición más inamovible que la propia misa.

  Era, para Marifi, el mejor momento de la semana.

  Los ancianos recorrían los estrechos pasillos del Ahoramenos con parsimonia, cuidándose meticulosamente de ir por el centro exacto para impedir que nadie pudiera adelantarlos, echando en el carrito cada producto que dictara la amarillenta lista que Energumenesio portaba.

  –Huevos… yogures… una pila…

  –Piña –corrigió la mujer.

  –Piña… ¿oyes, qué vamos a comer?

  –Pollo.

  Energumenesio gruñó, Marifi ignoraba si como protesta o como aceptación, pero le daba igual. Tocaba pollo.

  Una vez acabada la compra, con el carro repleto de productos, la pareja se dirigió a las cajas.

  –¡Uy! ¡El pan bimbo! –exclamó ella–. Anda Ener, tráete un paquete mientras yo hago la cola. Pero el de integral, que el del normal te da diarrea dura y luego me toca frotar con aguarrás para que salgan los palominos.

  –Como debe ser, mujer.

  Energumenesio marchó.

  Había bastante gente en todas las cajas. Marifi repasó las colas con su adiestrada mirada de ama de casa. Tras descartar tres con mucha gente —las más cercanas a la salida—, la mujer quedó indecisa entre dos opciones: en una fila había varios jóvenes, pero con bastante compra cada uno; en la de al lado había dos señoras, la última una mujer de su edad con menos enseres en su modesto carrito. Pero la conocía. Se trataba de María Amparo, Amparus para los amigos, una tipa torpe y lenta que había mantenido su nula sagacidad desde los años que compartieran en el colegio de monjas, cuando eran niñas.

  Velocidad juvenil contra menos cantidad, el eterno dilema.

  –Y es que a la tonta de Amparus, como le dé por hablar…

  Finalmente, Marifi decidió quedarse en la fila de la izquierda, la de los jóvenes, pero con un pie en el espacio entre ambas, por si hubiera que cambiar rápidamente. Pequeño truco fraguado con la experiencia de mil batallas en el supermercado.

  Pasados unos segundos, la mujer de delante de Amparus acabó su compra antes de que lo hicieran los primeros de su fila.

  –¡Esta es la mía! –pensó Marifi de inmediato.

  La anciana ya estaba iniciando su movimiento de cadera, una cinética minuciosamente pulida, calculada y constante para cambiar de puesto de manera natural pero implacable. No era muy rápida, así que quien la observara desde fuera podía cometer el error de subestimar su velocidad, hasta que ya fuera demasiado tarde. Su éxito se basaba en la eficiencia: no desaprovechaba ni una sola de las calorías consumidas por sus músculos y tendones.

  Un chico joven con una bolsa se adelantó, colocándose tras Amparus. Llevaba un bote de tomate, yogures y un pimiento.

  –¡Será hijo de fruta! Ese sitio era mío. ¡Mío!

  La mujer corroboró que el hombre que había ante los jóvenes seguía empacando su compra, mientras Amparus ya iniciaba a colocar sus productos en la cinta con parsimonia, pero diligencia.

  –Esto no se va a quedar así.

  Marifi ya se había conformado bastante: una vez en su vida, pero una que llevaba pagando desde entonces. Se había casado con Energumenesio a los 17 años. Ya entonces había sido un palurdo con el cerebro del tamaño de un guisante, pero eran otros tiempos, se le estaba pasando el arroz y sus amigas ya se habían prometido. No podía tolerar ser la comidilla del barrio y no iba a ser menos que esas guarras.

  Energumenesio le había dado un hogar y nunca le había faltado de nada, pero era un hombre simplón y garrulo sin aspiraciones. A los 18 se había metido en una fábrica de plantillas, y desde entonces hasta su jubilación ni siquiera había ascendido. Habían tenido tres hijos: con dos de ellos no se hablaban, y el tercero vivía en Colombia, casado con una panchita. Este a veces les escribía por el guachap… el guarsap… el… ¡lo de los mensajes del móvil! Y nada más.

  Marifi se había convertido en un ama de casa aburrida encadenada a un hombre que no la había satisfecho nunca de ninguna manera. Pero el súper era su territorio, aquello que mejor se le daba hacer. Y no iba a permitir que un joven descocado la pasara por encima.

  La mujer comenzó a acercar el carrito disimuladamente a Amparus. El chico la vio por el rabillo del ojo y, tras un carraspeo falso, avanzó hasta pegarse a la de delante, cortándole el hueco.

  –¡Uy! Será posible…

  –¡Hombre, Marifi! ¡Cuánto tiempo!

  Una señora gorda, con el pelo corto, rojo y puntiagudo se acercó a ella con su carrito. Era Charúpila Anunciación María Angustia, Chari para los amigos. La mujer tenía unos diez años menos que Marifi, pero se conocían del barrio desde hacía mucho tiempo, de la peluquería o la misma compra. Alguna vez habían quedado para ir al banco a quejarse. Se trataba de la clásica solterona, una que nunca había tenido novio conocido, razón por la que había sido objeto de toda clase de rumores, algunos alimentados por la propia Marifi. Había trabajado como funcionaria y después se había hecho sindicalista, hasta prejubilarse el año pasado, momento en el cual habían coincidido más.

  –Qué gorda y fea que es la pobre. No me extraña que no haya encontrado marido nunca y se haya tenido que hacer lesbifiana de esas.

  –¿Qué tal guapa? Pues aquí me ves hija, haciendo un poco de compra.

  –Un poco dice… ¡menudo comprón! –La mujer acompañó su mensaje de una corta carcajada, como si hubiera dicho una genialidad, antes de continuar–. Ya te veo, ya… ¡te veo estupenda! Divina de la muerte.

  –Y yo a ti, cariño. Te queda bien lo que te has hecho en el pelo –dijo Marifi–. Pareces un payaso de circo –pensó.

  –Gracias, gracias. Pues nada hija, me pongo detrás tuya.

  Marifi sonrió internamente. Tuvo que esforzarse mucho para que sus emociones reales no derruyeran la capa externa de cándida indefensión que mostraba al mundo. Si alguien le hubiera pedido trazar un plan para desatascar la situación en que se encontraba, jamás podría haber encontrado una estrategia mejor que el que Chari la Sindicalista se colocara tras ella.

  –No, no. Si en realidad yo voy delante del joven.

  El chico, que claramente estaba alerta, se volvió inmediatamente.

  –¿Qué? –Tras una breve pausa de genuina indignación, prosiguió–. No, perdone: usted estaba en la otra fila, como mucho con un pie entre ambas, lo cual no puede ser.

  Contrariamente a su gesto desvalido, la sonrisa interna de Marifi se acentuó todavía más. Ya había empezado. De ahora en adelante, tan solo tendría que mantenerse tranquilamente en un segundo plano y disfrutar del espectáculo.

  –¡No, no! –intervino Chari inmediatamente–. Iba ella antes.

  –¡Pero si usted no estaba!

  –Pero es mi amiga.

  El desconcierto del joven creció.

  –¿Y ese qué clase de argumento es?

  Energumenesio, que ya estaba volviendo y había escuchado más o menos la conversación —y el cual tampoco necesitaba saber todos los detalles—, llegó a la escena arrastrando los pies, con los hombros echados hacia atrás y los brazos colgando laxamente como si fuera un simio, llevando consigo un paquete de donuts de chocolate y cero de pan bimbo. Los cuatro miligramos de testosterona que todavía recorrían trabajosamente sus saturadas arterias se revolucionaron.

  –Nadie mangonea a mi Marifi excepto yo.

  –¿Qué está pasando, niño? Ella estaba aquí antes.

  –¡De eso nada! Estaba en la fila de la izquierda.

  Las neuronas de Energumenesio se atoraron. Aparte de para aprenderse las alineaciones completas del Real Madrid y los escándalos que rodeaban al gobierno del Perro Sanxe, su actividad cerebral no solía estar tan demandada.

  Marifi conocía de sobra a su marido, sabía que la disputa no podía depender de sus nulas habilidades comunicativas. Pero estaba todo bajo control, tan solo necesitaba un pequeño empujón.

  –No… yo estaba aquí, en la de la derecha… –dijo mirando al suelo, desempolvando su tono más lastimoso y desprotegido.

  –¡Señora, no mienta! Estaba en la otra.

  Los engranajes de Energumenesio por fin actuaron. Había encontrado el comodín definitivo.

  –A los mayores nos respetas, ¿eh? Nos respetas.

  El joven miró en ambas direcciones, buscando algún gesto de apoyo. Ninguno de los presentes acudió a su desesperada llamada, todos estaban haciendo lo posible por no inmiscuirse.

  Tras una respiración profunda, el chico respondió.

  –Les estoy hablando con respeto. Y ahora, con calma y educación se lo digo: la señora estaba en la otra fila y solo se ha puesto en esta cuando ha visto que avanzaba más, justo detrás de mí.

  –¡No, no! ¡Estaba aquí, maleducado! –gritó Chari.

  –¡Pero que usted no estaba!

  La mujer se dio un paso hasta colocar a Energumenesio en su línea visual.

  –Mira cómo nos habla, mira…

  El chico se volvió hacia Marifi mirándola directamente a los ojos.

  –En serio, señora, ¿de verdad va a seguir con esto? Usted estaba en la otra fila.

  Durante un instante fugaz, el corazón de la mujer se detuvo. Había subestimado al joven. Hacerse la mojigata para que otros se pelearan por ella era su especialidad, el enfrentamiento dialéctico directo era algo muy diferente.

  –Yo… yo estaba…

  –El señor estaba detrás mío –intervino repentinamente Amparus.

  Se hizo un silencio lapidario. La moneda había sido lanzada al aire y nadie sabía de qué lado caería, a quién sonreiría la diosa Fortuna.

  –¿Qué señor? –preguntó el joven.

  La anciana dudó un instante. Miró a Marifi, que le devolvió una mirada fugazmente amenazante, tan sutil que solo el detective más avispado podría haberla desentrañado, pero que sin embargo calaba de manera subliminal en el alma como un puñal etéreo.

  Amparus miró a Energumenesio.

  –Él.

  –Bien Amparus, bien. Recuerda lo que te hacíamos donde las monjas cuando te chivabas.

  El joven se volvió, con un rictus de terror en el rostro.

  A Amparus le goteaba una baba espesa por la comisura de los labios.

  –Punto uno –comenzó el chico–, el señor tampoco estaba al principio, acaba de llegar; punto dos, la mujer estaba en la otra fila, o como mucho en el centro, lo cual no está bien, y menos habiendo tanta gente esperando; y punto tres, el hombre ha ido a por más cosas, lo cual también está mal: si todavía no habían acabado la compra, no deberían estar en la cola. Y yo llevo tres cosas, ellos un carro entero.

  Durante unos segundos, solo el pitido de las cajas registradoras rompió la calma.

  Finalmente, Chari rompió la quietud.

  –¡Qué es una señora mayor!

  –Respeta… respeta… –añadió Energumenesio, levantando la mano.

  –Les estoy respetando hasta el límite de mis fuerzas. Creedme.

  Recuerdos de los años de servicio militar obligatorio desfilaron ante Energumenesio como una procesión de infantería. ¿Qué le habría dicho el sargento Gutiérrez de verlo en aquel momento, dejándose vilipendiar por un joven de extrema izquierda y de patillas no rasuradas? Las humillaciones sufridas por sus compañeros de barracón, como cuando le llenaron toda su ropa interior de cardos machacados o cuando le mearon en las duchas, volvieron para atormentarlo.

  –Nunca llegarás a nada con esa actitud, ¿me oyes? ¡A nada! –le gritó el fantasma de Gutiérrez. Y ahora, ¡frótate bien! Debajo de las axilas.

  –Mira chaval que… el que busca, encuentra –sentenció el anciano.

  El joven se volvió completamente hacia él, con los brazos cruzados ante el cuerpo y gesto inexpresivo.

  –¿Perdona? ¿Eso qué quiere decir?

  Energumenesio mantuvo la posición, firme como una estatua. No obstante, las dudas de si a Marifi le esperaría una tarde de rascar gallumbos con aguarrás, se convirtieron en certeza.

  –Bueno, bueno, ya está, ¿no? Al final has pasado, pues cállate ya, pesado –dijo Chari, a salvo en su puesto y con una sonrisa maliciosa.

  –¿Insultarme es respeto, señora?

  –Uy… –La mujer retrocedió más.

  –Pero vamos, que ya está. A ver si es verdad que dejamos el tema.

  El joven les dio la espalda.

  –¡No Chari, no! Muy mal. Estaba a punto, a punto… –se lamentó Marifi mudamente.

  –Pero vamos, que te has colao por tol morro –sentenció Chari, lo bastante alto para que todo el mundo la oyera.

  –¡Bien! El clásico tira y afloja.

  –¡Ahhh!

  El chico se giró bruscamente, sacó los yogures de la bolsa y los lanzó con saña contra el personaje más cercano: Energumenesio. Los postres estallaron, regando a las otras dos ancianas con el caldo de su interior como un accidente en un banco de esperma.

  Mientras el viejo se retiraba los restos untuosos del rostro, el joven extrajo el pimiento de la bolsa y lo blandió cual cuchillo.

  Energumenesio tenía los ojos rojos y desorbitados, sin caber en sí de sorpresa. El chico aprovechó la apertura para hundir la hortaliza en su pupila izquierda. El más que pasado humor vítreo del viejo apenas ofreció resistencia durante el avance del pimiento, que atravesó retina, globo y nervio óptico; tampoco se opusieron su esqueleto y tendones, reblandecidos por el transcurso del tiempo, y el verde dardo quedó finalmente insertado en lo más profundo de su lóbulo prefrontal.

  Mientras Energumenesio se desplomaba hacia atrás, balbuceando abortos de palabras inconexas, su mujer empezó a chillar. El chico sujetó el cráneo de ella con ambas manos y de un tirón seco carne, piel y las vértebras cervicales cedieron como una serpentina, arrancando la bola, emperifollada con la permanente de su peluca, del resto del tronco.

  Chari se dio la vuelta, pero en su huida precipitada chocó contra la madre y su hija que se habían colocado detrás en la cola, estupefactas por el aberrante espectáculo. El chico tardó menos de un segundo en saltar el cadáver de su última víctima y abalanzarse sobre ella. Después, comenzó a estampar una y otra vez la calota de la muerta contra la suya, horadando el engominado y rojizo cabello y machando hueso hasta llegar al propio cerebro, fundiendo ambas extremidades en una irreconocible masa gelatinosa y sanguinolenta…

  O eso le hubiera gustado hacer.

  En lugar de eso, el joven se volvió con gesto cansado.

  –Pero vamos a ver, ¿no habíamos quedado en dejar ya el tema y callarnos, señora?

  –Uy, lo que ha dicho, Ener… –dijo Chari.

  Marifi contemplaba la escena a través de sus claros ojos grises, como el explorador que vislumbra las maravillas de la selva desde detrás de una catarata… aunque había algo que le faltaba. Su obra había quedado bastante decente, pero incompleta. Se sentía insatisfecha, como cuando le cancelaron el Sálvame.

  Pepi, la cajera, terminó de cobrar a Amparus.

  Mientras la mujer levantaba las bolsas repletas de sus adquisiciones, comentó en voz baja.

  –En realidad el chico tiene razón… ellos estaban en la otra fila.

  Pepi se encogió de hombros.

  El joven abrió la boca lentamente.

  –¡Vaya! Gracias. La pena es que lo diga usted ahora, no antes, cuando ha mentido delante de todos para “sabe Dios qué”. Venga: dígaselo, dígaselo.

  El joven se volvió a los demás.

  –Mira, mira, Energumenesio, te dice algo, te dice algo… –dijo Chari, que ya no sabía qué más hacer para presenciar una agresión en directo.

  Marifi se echó a los brazos de su marido, fingiendo debilidad repentina.

  Y volvió a mirar fijamente a Amparus.

  –Yo… yo… me tengo que ir tengo prisa.

  La mujer salió corriendo, dejándose el bolso por el camino.

  –¿Pero qué…? ¡Señora, el bolso!

  –Si quieres un consejo, déjalo ya, chico –intervino Pepi, recogiendo el objeto y guardándolo bajo la caja–. Ellos son así.

  El muchacho miró a la mujer a los ojos. Cuando sus pupilas conectaron el cansancio, la comprensión y la resignación de ella cruzaron la distancia mental entre ambos y se fundieron con sus pensamientos propios. Aquella cuarentona hastiada de la vida, pero repleta de la sabiduría cotidiana que nada puede dar mejor que un trabajo de constante trato de cara al público, tenía razón.

  Tres palabras, tres palabras habían servido para que el joven se diera cuenta de la realidad de la situación. La verdad, la justicia o el razonamiento cognitivo poco o nada importaban: ellos eran así.

  Con cara de circunstancias, el joven no pudo más que asentir y acatar la lapidaria certeza.

  En menos de cuarenta segundos, Pepi pasó la compra del joven y le cobró. El chico empacó de nuevo sus pertenencias, sacó el móvil del bolsillo e hizo una llamada rápida.

  –Sí, ya estoy mamá. ¿Me recoges en la entrada? Vale, te espero…



Marifi y Energumenesio salieron del súper con su carro rebosante. Durante el pago de la compra, el hombre se había esmerado en dejar bien claro tanto a la cajera como al resto de vecinos que estuvieran lo bastante cerca para escucharlo que el chico era un maleducado y que se había colado, que los jóvenes de hoy en día no tenían educación y que hacía falta una buena mili y no tanta democracia.

  Cuando se fueron, dejaron a Chari también insistiendo en el mensaje, para que le quedara bien claro a la cajera. Excepto lo de la mili.

  –Claro es que la Chari es un poco roja. Por eso es lesbifiana de esas –“razonó” Energumenesio.

  Una vez llegaron al coche, empezaron a cargar el maletero.

  –¡Qué sinvergüenza el joven! ¡Sinvergüenza! Ya no hay respeto por los mayores –bramó Energumenesio.

  Marifi asintió con el gesto torcido, pero no dijo nada.

  La mujer no estaba contenta. Había habido drama y pasión, pero le había faltado algo más, el elemento fundamental que, de no estar, arruinaba toda película (libros no leía): un buen final. En conclusión, el chico había pasado delante de ellos. Por muy mal rato que le hubiera hecho pasar, al final de todo, él se había salido con la suya, ella no.

  –Y todo por culpa de este calzonazos. Nunca ha sido un hombre de verdad, por eso no lo ascendieron. Es un mequetrefe pusilánime. Tenía que haberme casado con su hermano Paco el militar, que en paz descanse. Menuda pensión dejó a la Paqui, la muy cerda.

  –No hay derecho, no hay derecho, sinvergüenza… ¿eh, Marifi?

  –Mmm –fue su única respuesta.

  Marifi conocía a su marido. No podía contradecirlo, pero había maneras de torturarlo más efectivas, y el silencio era una de ellas. Al hombre le gustaba hablar para sí mismo, como todo asno, pero también necesitaba la aprobación de los demás como la planta al agua, o si no se secaba. En aquel momento no se había comportado como un verdadero hombre, y merecía un castigo.

  La mujer subió al coche y cerró, tan rápido que a Energumenesio no le dio tiempo a mandarle que llevara el carrito a su sitio, como le gustaba hacer. Por el espejo retrovisor vio cómo el anciano miraba alrededor, luego a sus nudillos peludos y blancos y, finalmente, con gesto derrotado y humillado, cogió las riendas del carro y se lo llevó.

  Después, el hombre subió al coche y arrancó. En sepulcral silencio, condujo hasta la salida del recinto.

  Estaban a punto de salir, cuando algo llamó la atención de Energumenesio. Era el chico. Estaba a las puertas de la salida del parquin, con el pie apoyado en la pared, mirando el móvil en actitud desenfadada de espera.

  Se había reído de él, le había faltado al respeto. Y en aquel momento estaba ahí, tan tranquilo, como si nada. Los jóvenes de hoy en día no tenían disciplina.

  –¿Y qué vas a hacer al respecto, cadete? –le preguntó el fantasma del sargento Gutiérrez–. ¡A las duchas ahora mismo! Te quiero bien enjabonado cuando llegue.

  Algo en su interior se excitó, algo que siempre había mantenido dormido tras pesadas capas de densa niebla. Lo ignoró, como siempre hacía, con un gesto de cabeza.

  –Marifi, este desafortunado evento me ha hecho recordar la pasión de nuestro primer beso, a los 6 meses de casados –mintió–. Tu honor ha sido mancillado por ese mangurrián, y por mis muelas que esto no quedará sin respuesta.

  La mujer le miró con extrañeza.

  –¿Qué vas a hacer?

  –He visto en la tele que muchos políticos se libran de ir a la cárcel por exceso de edad. Inimputables, creo que se llaman. Ese zagal no se saldrá con la suya, voy a enseñarle respeto. Y cuando todo acabe iremos a casa, abriré el bote de píldoras azules y te haré el amor como nunca antes lo hemos hecho en los últimos 45 años, hasta el orgasmo.

  –¿El de los dos?

  –No.

  –Jo.

  Energumenesio dio un brusco volantazo, hasta colocarse cara a cara con el chico. Después, bajo de marcha y aceleró.

  El joven alzó la vista horrorizado. El coche estaba muy cerca, no habría tenido tiempo de apartarse antes de recibir el impacto…

  Siempre que Ener hubiera mantenido recta la dirección.

  Los vertiginosos 30 kilómetros hora que alcanzó el Fiat Panda de manera repentina hicieron que el anciano perdiera el control del vehículo y se desviara de su trayectoria. En lugar de dirigirse hacia el chico, el auto se subió a la acera y rodó hasta la puerta del Ahoramenos, justo en el momento exacto en que Chari salía con sus bolsas de la compra. La mujer solo tuvo tiempo de gritar y soltar su carga antes de que el coche la embistiera.

  Los reflejos tardíos de Energumenesio le hicieron frenar de golpe y virar completamente, lo cual descontroló aún más el vehículo, que acabó empotrándose contra una pared. El hombre, que no se había puesto el cinturón de seguridad, voló hasta atravesar el parabrisas y estamparse contra el muro de cabeza, haciendo que sus ojos implosionaran y su dentadura se prensaran hasta salírsele las muelas que le quedaban. El faro derecho acabó profundamente insertado en el tórax de Chari, cuyos órganos internos se prensaron hasta convertirse en una papilla anhelante de una vía de escape, para finalmente salirse por su boca como un tubo de dentífrico exprimido. Marifi sí tenía el cinturón puesto, pero los airbags del Fiat habían caducado largo tiempo ha, con lo que nada se interpuso entre su cabeza y el salpicadero, el cual percutió con tal vehemencia que su frente, blanda como la de un recién nacido, se hundió hacia dentro.

  –Ella… se ha saltado un stop… –murmuró Energumenesio, en el que sería su último comentario.

  –Puto… inútil… –respondió Marifi, en las que serían las últimas palabras que oiría su marido.

  Cuando los paramédicos acudieron al lugar del accidente, Marifi era la única de los tres viejos que todavía seguía con vida, aunque en estado crítico. Los operarios hicieron cuanto estuvo en su mano para estabilizarla lo bastante como para poder llevarla en ambulancia, pero era demasiado tarde.

  Con un último hálito vital, la mujer tuvo la suficiente fuerza como para que uno de los hombres que luchaban por mantenerla en este mundo escuchara sus últimas palabras.

  –Yo estaba en la de la derecha…

 

FIN

miércoles, 17 de diciembre de 2025

Gracias a todos, de Lola

Buena vida me he pegado.

Me habéis dado cobijo, comida rica (sobre todo al final, cuando me podía aprovechar) y amor incondicional, expresado a través de cuidados, mimos y caricias.

Sé que a veces he hecho cosas que no os gustaban, como desenterrar plantas o dar rienda suelta a mi pasión por la basura. Es verdad que siempre he sido revoltosa, pero es que tenía demasiada vitalidad y por algún lado se me tenía que escapar. Aun así siempre me perdonabais (como yo os acababa perdonando cuando me bañabais, también) y al final volvíamos a lo que nos gustaba a todos: que yo apretara la cabeza contra vosotros para que me acariciarais, mientras hacía ese gruñido de cerdito que no podía evitar.

Pero todo acaba, es algo que no se puede cambiar. Finalmente, a los casi 19 añazos, mi cuerpecito con fecha de caducidad no pudo seguir a mi fuerte corazón. Mis patas, antaño poderosas, estaban delgadas y ya casi no funcionaban, y mi estómago no retenía los deliciosos manjares que me seguíais dando. Me hacía muy feliz comer, pero es que no se quedaba nada dentro.

Quiero que sepáis que habéis sido los mejores para mí. Me habéis cuidado con todo lo que teníais, incluso a costa de sacrificar otras cosas. No creáis que no he sido consciente, y por eso os lo agradeceré siempre. Yo he intentado corresponder con mi alegría y vida, hasta que ya no me ha quedado más que dar. Ya lo habéis vivido con otras mascotas antes que yo, sabéis cómo va.

Tuve que aprovechar un pequeño ratito de soledad para empezar a marchar, pero es que ya no podía más. Aun así, para que no pensarais que sufrí (sé que los humanos tendéis a pensar demasiado y a complicaros), esperé a que estuviéramos todos juntos al final. Todos, tanto los que estabais presentes como a los que sentía en la distancia. Noté vuestras caricias en mi cuerpecito, esas que tanto me calmaban y gustaban, hasta el mismo último momento, cuando un murmullo me susurró al oído que no hacía falta que os hiciera tomar una decisión demasiado dura. Mis ojos ya no funcionaban muy bien, pero sí pude ver claramente una velita encendida en la niebla y la voz de mi humana más MI HUMANA llamándome. No tuve dudas de que tenía que acudir a donde me indicaba, así que moví mis patas una última vez en ese plano y me dirigí hacia la luz.

Y, de repente, volvieron a ser robustas y fuertes, como cuando era joven.

Es inevitable que lloréis, lo sé. Pero espero que, pasado un tiempo, lo que haya en vosotros de mí sean todos los buenos momentos que hemos pasado juntos y lo felices que nos hemos hecho entre todos. Disfruté hasta el último día de la comida que me disteis, de la distante compañía de mis hermanos gatunos, de vuestras caricias y agasajos, de mi cama blandita y mi mantita. Cada segundo que estuve aquí con vosotros valió la pena y no lo cambiaría por nada.

Yo ahora estoy bien. Vuelvo a poder correr a mi velocidad máxima. Persigo pájaros por el cielo y retozo con total agilidad. Ladro de nuevo con fervor viendo cada estímulo que llama mi atención y puedo veros a vosotros seguir adelante y dando amor a otros, como hicisteis conmigo.

Gracias por todo, familia. Habéis sido los mejores dueños que podía desear.

Hasta siempre. Estaré correteando sobre el murmullo del viento en el campo.


 


sábado, 9 de agosto de 2025

La venganza del diablo

 Todos en el pueblo sabían que la Gruta Oscura albergaba grandes tesoros. Estaba situada en un claro cercano de fácil acceso, rodeada de bosque y junto a un riachuelo. Pero ya nadie osaba adentrarse en ella. De los pocos que se habían atrevido hiciera años, ninguno había regresado con vida. Y es que en su interior, se decía, vivía el diablo.

   Giulio el Bardo era un joven de vivaz imaginación y sobresaliente elocuencia. Se moría de ganas por explorar los secretos de la Gruta Oscura mas, prudente como era, jamás se había atrevido a posar un solo pie dentro de ella. Pero la curiosidad y cierta avaricia azuzaban su alma, así que durante largo tiempo estuvo pensando en la manera de internarse con garantías de salir con vida.

   Un día, encontró una posible respuesta.

   El bardo hizo correr el rumor de que el pueblo de al lado estaba siendo asolado por una terrible plaga inédita, la más rara y misteriosa que ningún curandero había visto nunca, una enfermedad que hacía que la gente olvidara quien era y se le cayeran los ojos de las cuencas.

   Después acampó en el bosque, vigilando la entrada de la Gruta Oscura oculto entre la maleza, y esperó.

   El rumor acabó llegando a la cueva del diablo por los pueblerinos que, temerosos de que la enfermedad los azotara, hacían acopio de plantas medicinales del bosque. Tal y como Giulio había planeado, el demonio no pudo reprimir su curiosidad ante tan novedosa y sin duda, a su modo de ver, excitante miseria. Al fin y al cabo, ser curiosa y comer del árbol de la ciencia fue el primer pecado mortal que condenó a la humanidad.

   Así, el maligno salió de la Gruta Oscura envuelto en una capa negra y emprendió su viaje al pueblo vecino. Entonces, Giulio aprovechó para meterse en ella.

   El joven descubrió con cierta decepción que el interior estaba prácticamente vacío, a excepción de un altar sobre el que reposaba una fuente plateada con una tapa con asa. Sabía que el diablo no tardaría en descubrir su mentira y regresar, así que la tomó y salió corriendo.

   Para terror del bardo, el demonio lo esperaba ya en la entrada, pillándolo con las manos en la masa.

   -¿Cómo es posible? -pensó-. ¿Acaso es más rápido que la luz? ¿O será que nunca marchó en realidad, que solo fingió ser engañado para tenderme él a mí la trampa?

   Ambas parecían opciones plausibles tratándose de un enemigo de su talla.

   Giulio se lanzó rápidamente al suelo, de rodillas.

   -He sido un estúpido. Por favor, toma tu posesión de vuelta y perdóname la vida. No me mates, clemencia… -suplicó, ofreciendo la fuente ante él.

   El demonio respondió sin enfado.

   -¿Acaso no quieres mi tesoro? Soy el diablo, nada tengo en contra del latrocinio. La Fuente de la Abundancia Eterna es tuya, me la has ganado. Ella te proveerá de cuanto necesites y así nunca pasarás necesidad.

   Giulio empezaba a respirar aliviado, cuando el demonio prosiguió.

   -Mas, de igual modo, también soy muy amigo de la venganza. Y te aseguro que la mía será terrible, llegado el momento. Ahora vete, y disfruta de tu premio mientras puedas.

   El ladrón levantó de un salto y huyó.



Giulio llegó exhausto a su casa, una modesta edificación de adobe y paja a las afueras del pueblo. Tenía la boca seca de correr manteniendo el aliento.

   Inmediatamente hubo cerrado la puerta tras de sí, chorros de agua fresca brotaron de la Fuente de la Abundancia Eterna, la más cristalina que el joven había visto nunca.

   Receloso, el bardo dejó un cuenco en la ventana y esperó a que algún animal la probara, para descartar que estuviera envenenada.

   Tras unas horas, no hubo ave o insecto que sucumbiera a ningún mal, y vio razonable que el diablo no hubiera manipulado el premio pues, entonces, ¿qué gracia tendría el juego? Decidió fiarse y dar él también un largo trago.

   Su sed fue saciada de inmediato, lágrimas de dicha colmaron sus ojos. Era, sin duda, la mejor agua que jamás había probado.

   Desde aquel momento, Giulio comenzó a hacer uso frecuente de la Fuente de la Abundancia Eterna. Siempre que pudiera abarcar su tamaño, el objeto le proveía de cuanto se le antojase: comida, bebida, herramientas, medicina…

   Buena cosa había logrado, mas sabía que no debía confiarse, pues sobre su cabeza se cernía la amenaza con la que el diablo también le había obsequiado...



Cierto día, se desató una tormenta.

   Aunque no era imposible, a Giulio le pareció extraño tan repentino cambio climático, puesto que la jornada anterior había sido soleada. Inmediatamente, intuyó la mano del diablo: el señor de los canallas debía de haber preparado algo malo, ya fuera que le cayera un rayo encima o quizás un árbol.

   -Demasiado evidente, príncipe de las tinieblas.

   Estando totalmente abastecido gracias a la fuente mágica, decidió no salir nunca a no ser que fuera estrictamente necesario.

   A la mañana siguiente, el bardo extrajo del milagroso objeto cal, grava, aceite y herramientas para reforzar el techo y las paredes de su casa, y así dificultar que las inclemencias del tiempo pudieran dañar su refugio.



Días después, un amigo fue a buscar a Giulio. Llevaba tiempo sin tener noticias suyas, y lo invitó a beber en la posada del pueblo.

   Aunque al bardo aquel plan le apetecía, lo vio demasiado riesgoso. El demonio podía tenerle preparada alguna trampa.

   -Quizás estalle una reyerta etílica y me vea involucrado, o me envenene con algo en mal estado. Puede que ni siquiera llegue y sea atropellado por un carro… Además, ¿por qué habría de ir? Con la Fuente de la Abundancia Eterna en mi poder, puedo tomar cuanto vino y otros alcoholes quiera. E incluso aunque me indigestara, me proveería de algún brebaje para aliviar la dolencia.

   Finalmente, el bardo rechazó la invitación y se quedó en su morada. Bebió y comió toda la noche, y luego tomó cardo mariano para aliviar la resaca.



Meses más tarde, durante una noche fría, dos golpes en su puerta sacaron a Giulio de la lectura en la que se hallaba ensimismado, un poemario épico cortesía de la fuente mágica, que también le proveía de divertimento si lo deseaba.

   Al abrir el umbral, se topó con una hermosa dama de cabellos dorados, envuelta en ropajes que, sin ser los más lujosos del mundo, denotaban cierto poder adquisitivo.

   -Buenas noches, mi señor. Me gustaría reclamar su cortesía, pues estaba acompañando a mi padre por asuntos de negocios cuando perdimos una rueda de la carreta. Él fue en busca de socorro al pueblo, mas de esto ya pasó tiempo y yo tengo frío y miedo. ¿Podría pasar la noche en su casa? Mi padre es un mercader adinerado, podemos pagar bien cuando todo se esclarezca en la mañana.

   La chica se acariciaba el pelo en actitud coqueta, posando en el bardo sus ojos claros como el cielo. Tenía una belleza arrebatadora y era joven, lo bastante para no estar casada. La situación era absolutamente idílica.

   -Qué conveniente.

   Giulio vio nítida la nueva jugada del diablo. De seguro la joven era un señuelo, el caballo de Troya de una banda de malhechores ocultos entre las sombras, o quizás probando de puerta en puerta en busca de algún incauto. Al poco de dejarla entrar, de seguro llamaría al resto de su tropa, abriría desde dentro y él sería desvalijado, apalizado o algo peor.

   -Prueba en otra parte -dijo el hombre secamente, y cerró de un portazo.



Pasó un año.

   Giulio había burlado todas las trampas que su tenaz enemigo le había preparado. Con la Fuente de la Abundancia Eterna de su lado, nada conseguía tentarlo tanto como para tomar riesgo alguno.

   Con la llegada del buen tiempo, acudían al pueblo más viajeros de lo habitual: comerciantes, nobles de paso o artistas ambulantes. El bardo no recibía casi visitas, pero le llegó por uno de los pocos amigos que todavía le quedaban una noticia que lo llenó de júbilo: Los Jilgueros, una compañía teatral de gran renombre, habían arribado y estaban buscando nuevos miembros entre los vecinos.

   El corazón del hombre dio un salto de regocijo. Había visto a Los Jilgueros hacía años, cuando solo era un niño. Su padre, que en paz descansara, lo había llevado a una función, y desde entonces ser narrador de historias había sido su sueño. Ellos eran el motivo que lo había llevado a hacerse bardo, aunque hacía mucho tiempo que no lo ejercía.

   Giulio comenzó a preparar el número con que se defendería en la audición ante el espejo.

   Pasadas varias horas, se atavió con sus mejores galas y fue resolutivo a la puerta. Estaba dispuesto a poner un pie fuera de casa, cuando la luz del sol arrancó un destelló del objeto que reposaba sobre la mesa de la sala. Era la Fuente de la Abundancia Eterna.

   Y entonces, lo vio claro.

   -Maldito seas, diablo. Juegas hasta con mis más profundos anhelos… ¿hasta dónde estás dispuesto a llegar para dar conclusión a tu amenaza?

   Giulio decidió que no se arriesgaría a sufrir una desgracia de camino a la prueba. Cerró la puerta y se desvistió, y estuvo todo el día comiendo y bebiendo.



Y así pasó el tiempo. Día tras día, mes tras mes, año tras año. Giulio no salía los días de tormenta, ni los de sol por no quemarse. No bajaba al pueblo para no sufrir un accidente, ni paseaba por el campo para evitar ser atacado por alguna bestia salvaje. Todo era un riesgo, todo habría sido propicio para la emboscada del diablo.

   Al principio, sus amigos iban a buscarlo de cuando en cuando. Eventualmente, dejaron de hacerlo. Algunos se marcharon del pueblo, otros simplemente perdieron interés en el bardo. Al final, ya casi nadie se acordaba de él, que simplemente permanecía en su casa, aislado del exterior.

   Giulio vivió bien abastecido, pero finalmente la edad lo alcanzó y acabó postrado en cama, afectado por los achaques propios del inevitable paso del tiempo.

   Cierto día, ya casi al final de su historia, la puerta de su habitación se abrió. Vio entrar a un personaje que recordaba de hacía muchos años, al que saludó en aquel momento como a un viejo conocido.

   Era el diablo.

   -Amigo mío, ¡cuánto tiempo! ¿Te muestras para presentarme tus respetos? Por más que lo trataste, esquivé todas tus tentaciones y al final no pudiste perpetrar tu venganza. ¡He vencido al mismo diablo! -bramó con sorna, victorioso, el anciano.

   El demonio, en respuesta, correspondió con una tétrica risotada.

   -No sé de qué hablas. Al contrario, vengo a regocijarme. Mi venganza, de hecho, ha sido todo un éxito… y lo mejor es que no me ha hecho falta mover ni un dedo.

   Sin decir más, el diablo recogió la Fuente de la Abundancia Eterna y se marchó como si nada, dejando tras de sí los ecos de su risa malvada.

   Giulio aun tuvo suficiente tiempo para reparar en el sentido aquellas palabras.

   A las pocas horas el bardo murió solo, sin nadie que lo velara, y arrepentido de no haber hecho en vida nada provechoso por lo que ser recordado.

 

FIN

domingo, 27 de julio de 2025

Corta

No recordaba cómo la había convencido para hacer espeleología. Sin duda, una de sus absurdas ideas locas, una de aquellas por las que se dejaba arrastrar más a menudo de lo que debía. Algo que no podía salir bien, como casi nada de cuanto habían emprendido juntos.

   Y, efectivamente, así había sido.

   Una roca inestable. Un resbalón. Varios golpes contra la pétrea pared vertical, embistes entre sus equipos y ellos mismos. Y, en aquel momento, yacían pendientes de un hilo: él colgaba varios pies por debajo, sujeto por la soga atada a su cintura nada más; la situación de ella era más precaria todavía.

   Los diversos choques durante la caída habían enrevesado los agarres que los sostenían a ambos. Ella estaba por encima, sujetando la cuerda que los mantenía en suspenso. Pero el cable que seguía se había enredado en sus piernas, limitando sus posibilidades de movimiento, así como en su abdomen y su pecho, entorpeciendo gravemente su respiración, asfixiándola por momentos. De esa guía, se sostenía él.

   -Sé lo que debo hacer, pero no puedo. Tendrás que hacerlo tú -dijo él.

   -No, yo tampoco quiero -replicó ella.

   Bajo sus cuerpos, el insondable abismo negro cuyo fondo no se atisbaba ni remotamente.

   Pasaba el tiempo y ninguno le robaba la iniciativa al momento. Ella tenía la navaja que él le había regalado en el bolsillo, accesible para su mano liberada, pero no se decidía a usarla.

   Él tan solo colgaba de la cuerda que los unía. Su cuerpo pesado apretaba más y más la soga, cada centímetro hendiendo la carne de ella como cuchillas, robando su aliento y dotando a su tez de un rubor amoratado por momentos.

   -Hazlo. Tienes que ser tú.

   -Pero es que no quiero.

   -Debes. Si esto sigue así morirás ahogada y yo solo colgaré de un cuerpo hueco.

   -Si corto la cuerda caerás al vacío y morirás, y yo me quedaré sola en esta cueva.

   -Está muy oscuro -respondió él-. No sabemos qué hay abajo. Tal vez agua. Quizás sobreviva. En cualquier caso, dejaré de ser problema tuyo.

   -Tengo miedo.

   -Y yo, pero… ¿acaso es mejor la alternativa?

   Ella lo miró a los ojos. Lo quería, pero tenía razón. Lo sabía. Como también sabía lo que tenía que hacer. Sin embargo, hacerlo daba tanto miedo…

   -¿Pero, cuál es la alternativa? -pensó.

   Sacó la navaja. Él la miró con una mezcla de miedo y resignación.

   Tenía que hacerse.

   Ella acercó el filo a la cuerda. Él sonrió. Fue una sonrisa triste, pero sonrisa al fin y al cabo.

   -Adiós.

   -Adiós.

   Cortó la cuerda que los unía.

   Él desapareció en el tenebroso abismo. Ella, tragó una ávida bocanada de aire.



Abrió los ojos en la penumbra.

   Una vez se acostumbró a la oscuridad, pudo distinguir el techo de su alcoba.

   Rodó sobre su propio cuerpo en la cama, exceptuándola a ella, vacía, y arrancó el móvil del cargador de la mesilla.

   La luz de la pantalla inundó el cuarto.

   Con dedos ágiles, buscó una de sus últimas conversaciones de WhatsApp, la más dolorosa de todas, y escribió.

   «Gracias por todo»

   Lo envió.

   Después, eliminó el diálogo.

   Por último, borró el contacto.

   Volvió a recuperar su posición en la cama. Cerró los ojos y, pasado un tiempo prudencial, consiguió dormirse, por fin respirando profundamente.

 

FIN

lunes, 17 de febrero de 2025

La lezione

Petri arriva a casa. Vicktor, il suo marito, è in cucina. (Petri llega a casa. Vicktor, su marido, está en la cocina.)

   –Buongiorno Vicktor. (Buenos días Vicktor.)

   –Ciao amore. Ma, è martedì. Cosa fai a casa? (Hola amor. Pero, es martes. ¿Qué haces en casa?)

   –Oggi non lavoro. Ho il giorno libero. Sono contenta perchè posso fare tante cose! (Hoy no trabajo. Tengo el día libre. ¡Estoy contenta porque puedo hacer tantas cosas!)

   –Ok... (Ok...)

   –Inoltre, pensavo che mi fossi stato infedele con una ragazza. (Además, pensaba que me estabas siendo infiel con una chica.)

   –Già... (Ya...)

   –Ma non era vero! Tu stai facendo sport con un amico. (¡Pero no era cierto! Estás haciendo deporte con un amigo.)

   –Ehm... sì, sì. Vero. Amore, lui è Flavio, il mio compagno di corso d´arte. (Eh... sí, sí. Es verdad. Amor, este es Flavio, mi compañero de clase de arte.)

   –Salve signora. Sei molto bella. (Hola, señora. Es usted muy guapa.)

   –Oh... grazie. Vicktor, ora vado a leggere al parco. Vi lascio qui, vedo che siete molto ocupati. Sudete così tanto che avete dovuto toglierti i pantaloni e le camise. (Oh... gracias. Vicktor, ahora voy a leer al parque. Os dejo aquí, veo que estáis muy ocupados. Sudáis tanto que habéis tenido que quitaros los pantalones y las camisas.)

   –Gyà... (Ya...)

   –Ci vediamo all´ora di pranzo. Ciao! (Nos vemos a la hora de comer. ¡Adiós!)

   –Ciao amore. (Adiós amor.)

   –Ciao, signora. (Adiós, señora.)

   Petri va al parco. (Petri va al parque.)

   Vicktor ed il suo amico rimangono in cucina. (Vicktor y su amigo permanecen en la cocina.)

  Vicktor è stressato. (Vicktor está nervioso.)

   –Flavio... non possiamo più farlo. (Flavio... no podemos hacer esto más.)

   –Cosa? (¿Qué?)

   –Non lo vedi? Mia moglie è andata cerca di scoprici! (¿No lo ves? ¡Mi mujer ha estado cerca de descubrirnos!)

   –Ma non l´ha fatto, tutto è bene. Calmo. (Pero no lo ha hecho. Todo está bien. Tranquilo.)

   –No, non è tutto bene! Flavio, ascolta... io ti amo, ma anche amo a Petri. Non posso continuare con questo. Mi dispiace. (No, ¡no está todo bien! Flavio, escucha... yo te amo, pero también amo a Petri. No puedo continuar con esto. Lo siento.)

   –Tu... mi stai lasciando? (Tú... ¿me estás dejando?)

   –Mi dispiace, Flavio. Ma possiamo ancora essendo amici. (Lo siento, Flavio. Pero podemos seguir siendo amigos.)

   Flavio non dice niente. Lui apre un cassetto e prende un coltello. (Flavio no dice nada. Él abre un cajón y coge un cuchillo.)

   –Cosa fai? Flavio... che stai facendo? (¿Qué haces? Flavio... ¿Qué estás haciendo?)

   –Se non sei per me, non sarai di nessuno! (¡Si no eres para mí, no serás de nadie!)

   Flavio mette il coltello nel petto di Vicktor. (Flavio mete el cuchillo en el pecho de Vicktor.)

   –Flavio fermati! Non, nooo...! (¡Flavio para! ¡No, nooo...!)

   –Nessuno lascia a Flavio! Ascolti? Nessuno! (¡Nadie deja a Flavio! ¿Escuchas? ¡Nadie!)

   Flavio uccide a Vicktor. (Flavio mata a Vicktor.)

   Dopo, guarda le sue mani. Loro sono sporchi di sangue. (Después, mira sus manos. Están sucias de sangre.)

   –Non... cosa ho fatto? Vicktor... Vicktor! Mi senti, amore mio? (No... ¿qué he hecho? ¡Vicktor... Vicktor! ¿Me oyes, amor mío?)

   Vicktor non risponde. Lui è morto. (Vicktor no responde. Está muerto.)

   Flavio inizia a piangere. (Flavio empieza llorar.)

   –Non, non, non... non posso credere cyò che ho fatto. Perchè!? Devo finire con tutto. (No, no, no... no puedo creer lo que he hecho. ¡¿Por qué?! Debo acabar con todo.)

   Flavio va alla stazione di servizio. Lui compra della benzina. Dopo, ritorna a casa di Petri e Vicktor. (Flavio va a la gasolinera. Él compra algo de gasolina. Después, vuelve a casa de Petri y Vicktor.)

   –Arrividereci mondo cruel. (Adiós mundo cruel.)

   Flavio sparge benzina in cucina. Dopo, apre il gas, accende un fuoco e brucia la stanza e tutta la casa con lui dentro. (Flavio esparce gasolina por la cocina. Después, abre el gas, enciende un fuego y quema la habitación y toda la casa con él dentro.)

   Flavio è morto. (Flavio está muerto.)



Petri è nel parco. (Petri está en el parque.)

  –Sono annoiata, non mi piace rilassarmi. Vado in uficio. Ciao! (Estoy aburrida, no me gusta relajarme. Voy al trabajo. ¡Adiós!)



Ora rivedi con me

Benzina – Gasolina

Coltello – Cuchillo

Fuoco – Fuego

Sporchi – Sucias

Uccide – Mata

Morto – Muerto

Sangue – Sangre

Parco – Parque



FINE



martes, 10 de diciembre de 2024

COMO SALMONETES EN EL RÍO PENSAMIENTOS

 

Los salmones nadan contra la corriente del río Pensamientos por ninguna razón en concreto, sencillamente han nacido para ello. Nadar y nadar, subir y subir, ese es su sino. No hay que darle más vueltas.

   Hay muchas clases de estos peces: unos fuertes y bien formados, de los que aletean con fervoroso vigor; otros delgados pero ágiles, que sortean las aguas habilidosamente; también existen peces pequeños, estos van subiendo de manera desapercibida, poco a poco... pero también los hay gordos, de cuerpo fofo y torpe.

   Anemona era de estos últimos.

   La regordeta salmón combatía a la par que sus hermanos por conquistar el cauce del río, mas con poco o ningún éxito en comparación. Nadaba y nadaba, remaba con todas sus fuerzas pero, por cuanto lo intentaba, la agresiva corriente la frenaba.

   “No puedes hacerlo.” “No das la talla.” Oía cómo le susurraba la intrusiva riada.

   Pero Anemona no era de las que tiraban la toalla, no señor, ella no cejaba en su empeño. Y se esforzaba, movía la cola de manera tensa y desesperada, y hasta temblaba con el último nervio de sus escamas. Avanzaba unos metros, después centímetros, milímetros... hasta que, en una patética agonía fútil, finalmente su vejiga natatoria se vaciaba, perdía las energías y era llevada a favor de corriente, hasta el principio de todo.

   “Tu cuerpo no es lo bastante fuerte.” “Has tenido mala suerte.”

  Anemona miraba al resto de peces con ansiedad y cierta envidia. Les costara más o menos, todos parecían desenvolverse mejor: los unos embestían la corriente con su corpachón y doblegaban su furia; los otros serpenteaban grácilmente hacia su objetivo; los pequeños tenían menos fuerza, pero también eran menos afectados por el impetuoso caudal, y con empeño alcanzaban lo que se proponían.

   “Todos logran cosas excepto tú.”

   Mientras tanto, ella...

   Por más que peleara y ofreciera hasta el último hálito de su ser en la empresa, no lo lograba.

   “Es...”

   –Inútil... no puedo... esto no sirve de nada...

   Y tras cada bocanada frustrada, perdía más fuerza y era de nuevo llevada por las aguas.

   Después de un tiempo, al final siempre se reponía: hacía nuevo acopio de vitalidad y se enfrentaba a la turbulenta riada... pero con el mismo resultado de siempre.



Un día, Anemona se hallaba inmersa en su eterna cruzada cuando sintió que, de algún modo, todo había mejorado. A pesar de recibir los dolorosos embistes del agua, era capaz de soportarlo y seguir subiendo a contracorriente.

   –Hoy sí que sí... hoy sí que sí... –suspiraba, entre asfixiados gemidos.

   “Estás muy cerca... ya casi lo tienes...”

   –Hoy sí que sí... hoy sí que sí...

   “Sería una pena que flaquearas ahora.”

   Y perdió todo el oxígeno en un, valga la redundancia, suspiro. Aún tuvo tiempo la pececilla de aletear un poco más, hasta que sus energías la abandonaron por completo y, de nuevo, volvió a verse arrastrada.

   Por el camino, un numeroso banco de congéneres la adelantó.

   –¡Maldita sea! –bramó.

   “Mira bien. Presta atención.”

   Sin saber bien por qué, ni de dónde procedía esa voz, Anemona obedeció, y vio algo de lo que no se había percatado hasta ese momento: los peces que remontaban la corriente no lo hacían de manera constante.

   Unos más a menudo, otros menos, en algún momento los otros salmones acababan cediendo ante la brava riada. Y retrocedían, y eran empujados hacia atrás... pero en seguida volvían a ponerse manos a la obra, con fuerzas vigorizadas y menos resistencia del caudal.

   –¿Cómo es posible? Retroceden, pero al final remontan. Es como si...

   “Se dejaran llevar.”

   –Pero en este río hay que luchar, si no te arrastra.

   “Luchar está muy bien… pero no contra lo que no puedes controlar. Tú tienes unas características, eso es así. De igual modo, el río Pensamientos es un torrente incansable que siempre ha estado ahí y siempre lo estará, con su furia y su inevitabilidad.”

   –Pero entonces...

   “Puedes chocar y chocar, pero no tienes resistencia infinita ni vas a poderlo parar. O puedes dejarlo pasar y sentir... hasta que encuentres la manera de continuar. Tú misma.”

   La voz desapareció en cuanto la última burbuja de la espuma del agua se deshizo, perdida ya toda su inercia. Justo cuando la pececilla fue devuelta al punto de partida.

   Anemona decidió que valía la pena probar una nueva estrategia, sobre todo después de los malos resultados cosechados con la vieja.

   En aquella ocasión, la pececilla regordeta empezó su contienda con una actitud radicalmente opuesta. Los primeros metros eran los más fáciles pero, una vez se alcanzaba cierta distancia, el caudal se volvía mucho más violento y poderoso.

   “¿No te cansas de intentarlo?” “Al final siempre es lo mismo... ¿es que no te das cuenta?”

   Anemona tuvo que refrenar su primer impulso de enfrentamiento. En lugar de eso, destensó las aletas.

   –Es cierto que nada me asegura que lo logre en esta ocasión.

  La pececilla dejó de pelear. Y las aguas se la empezaron a llevar.

  Un metro, luego otro... casi la mitad de cuanto había recorrido.

   Y entonces, con afilada calma, lo notó. Con los ojos, los oídos y las escamas, el agua que la portaba también le resbalaba, llevándose consigo aquellas palabras hirientes. Y justo en el espacio que separaba una corriente de otra, un intermedio en blanco que apenas ofrecía resistencia.

   –Pero vale la pena intentarlo.

   Y lo tomó, con las fuerzas recuperadas del retroceso anterior.

   Y siguió subiendo.

   –Nado en este río, pero al mismo tiempo formo parte de él. Al final, él bebe tanto de mí como yo de él. Pelar contra ello, solo es una tortura.

   Una vez y luego otra, la joven pez se dejaba arrastrar cuando flaqueaba; y una vez y luego otra, encontraba el recoveco entre aguas propicio para posicionarse mejor y continuar la subida.

   “¡No vales!” “¡No puedes!” “¡Fracasarás como siempre!” Bramaba el río, cada vez más iracundo.

   Pero Anemona ya había descubierto que, si se dejaba pasar, el torrente de pensamientos acababa perdiendo su fuerza bestial, hasta que se convertía en espuma inofensiva que se alejaba sin más.



No supo cuánto tiempo le costó. No lo contó. Tras un indeterminado lapso, la última pacífica escalada llevó a Anemona hasta una balsa de agua de completa y absoluta calma.

   La pececilla había llegado al lago del que partía el río Pensamientos, un estanque maravilloso regado por un sol deslumbrante, de pulidas rocas preciosas, fértiles algas y unas aguas tan cristalinas que podía verse reflejada en la superficie desde dentro, cual espejo veraz. Todo era nítido y sutil, igual que un engranaje tan suave que no precisaba que sus piezas se tocaran, como si el propio viento entre sus dientes bastara para hacer que funcionara en armonía.

   Allí permaneció un rato.

   Una vez saciado su espíritu, Anemona viajó hasta el límite del lago, echó un último vistazo al prodigioso pasaje y, después, se dejó llevar de nuevo por la corriente del río, hasta el principio de todo. No sabía el motivo, tan solo tuvo la certeza de que de eso iba todo, de subir una y otra vez hasta, por desgracia, dejar de hacerlo.

   Mas Anemona ya no sentía ansiedad, rabia ni frustración. Sencillamente, esperaría. Hasta la próxima ocasión de remontar el río Pensamientos.

 

FIN

viernes, 3 de marzo de 2023

Luciérnagas encerradas

Las luciérnagas revoloteaban a su alrededor cuales bailarinas hechas de luces, como estrellas fugaces. Había unas que describían sugerentes círculos en el aire, otras emitían profundos chirridos que reconfortaban y daban paz y seguridad. Algunas, refulgían tanto como una montaña de oro a la luz del alba, y otras desprendían un aroma embriagador que despertaba la misma sensación que lo hacía el amor en el cerebro. Cada una a su manera, eran brillantes y preciosas.

  El niño quería capturarlas a todas, hacerlas suyas de manera incuestionable, pero se estaba encontrando con francas dificultades:

  Para empezar, le costaba mucho atraparlas. Corría, saltaba y escalaba por la cueva en la que llevaba toda su vida, buscando el mejor punto estratégico para emboscarlas. Tras horas al acecho, durante el despiste de alguna luciérnaga, era posible capturarla y meterla en la cajita de madera de cedro que tenía, su única posesión. Y era aquí donde aparecía el segundo de sus problemas.

  El niño quería cogerlas a todas, no solo a una de ellas. Pero, en el momento de capturar a una segunda, postrero al paso por el duro proceso previo, al abrir la cajita para introducir a su nueva presa, la antigua que yacía dentro aprovechaba la oportunidad y escapaba despedida como una flecha, para reunirse con sus compañeras al vuelo. Y así una y otra vez.

  El niño estaba furioso. Él quería capturar a todas ellas, no solo a una cada vez… Pero no era capaz, al final siempre tenía que ir turnándolas.

  -Esto es horrible. ¿Dónde está escrito que no pueda tenerlo todo?

  El niño creció, y con él la frustración de ser incapaz de alcanzar todas las luces y mantenerlas al mismo tiempo.

  Un día, al ya adolescente se le ocurrió una posible solución. Con la práctica, cada vez le era más sencillo atrapar a las luciérnagas. En el momento en el que capturó a una de ellas, en lugar de meramente mantenerla dentro de la cajita, la presionó con el dedo hasta que, muerta o agonizante, el ser no pudo alzar su vuelo de nuevo.

  -Ahora, de seguro no podrás escapar.

  Y esto tenía mucha lógica, pero una contrapartida bastante notable: la luciérnaga aplastada, inmediatamente, dejó de brillar.

  El adolescente se quedó por un rato pensativo. Sin duda, la criatura permanecería encerrada para siempre. Pero ya no emitía su luz, ni expresaba ninguna otra característica de aquellas que fascinaron al chico mientras había vivido suspendida en el aire.

  -Pero será mía. Para siempre.

  Decidido, el adolescente se encomendó atraparlas a todas ellas y aplicarles su método de encierro. Una a una, fue introduciendo las luciérnagas en la cajita para, en el momento en que estaban acorraladas, espachurrarlas para que no fueran capaces de escapar.

  Cuando por fin hubo terminado de capturarlas a todas, ya no era un adolescente, sino un adulto completamente formado y establecido. Por fin había conseguido, de aquella manera, su cometido.

  El hombre miró a su alrededor, que se había transmutado en penumbra y silencio.

  -Ahora… ya no me queda nada por hacer en esta cueva.

  Poco a poco al principio, pero cada vez de manera más precipitada, la piel se fue convirtiendo en cuero arrugado, y su melena negra dio paso a las canas.

  Y así fue que el adulto se quedó sentado en una piedra hasta hacerse anciano, esperando en la oscuridad de la cueva y sin nada más que una caja llena de luciérnagas muertas.

FIN


(nota del anciano de la cueva)

Vuelvo a estar sumido en esa espiral de oscuridad. Las ideas no fluyen a través de mis dedos como sí lo hacen por mi cerebro cuando no tengo tiempo de atraparlas, como mariposas en la noche que siempre revolotean fuera de mi alcance…