Los salmones nadan contra la corriente del río Pensamientos por ninguna razón en concreto, sencillamente han nacido para ello. Nadar y nadar, subir y subir, ese es su sino. No hay que darle más vueltas.
Hay muchas clases de estos peces: unos fuertes y bien formados, de los que aletean con fervoroso vigor; otros delgados pero ágiles, que sortean las aguas habilidosamente; también existen peces pequeños, estos van subiendo de manera desapercibida, poco a poco... pero también los hay gordos, de cuerpo fofo y torpe.
Anemona era de estos últimos.
La regordeta salmón combatía a la par que sus hermanos por conquistar el cauce del río, mas con poco o ningún éxito en comparación. Nadaba y nadaba, remaba con todas sus fuerzas pero, por cuanto lo intentaba, la agresiva corriente la frenaba.
“No puedes hacerlo.” “No das la talla.” Oía cómo le susurraba la intrusiva riada.
Pero Anemona no era de las que tiraban la toalla, no señor, ella no cejaba en su empeño. Y se esforzaba, movía la cola de manera tensa y desesperada, y hasta temblaba con el último nervio de sus escamas. Avanzaba unos metros, después centímetros, milímetros... hasta que, en una patética agonía fútil, finalmente su vejiga natatoria se vaciaba, perdía las energías y era llevada a favor de corriente, hasta el principio de todo.
“Tu cuerpo no es lo bastante fuerte.” “Has tenido mala suerte.”
Anemona miraba al resto de peces con ansiedad y cierta envidia. Les costara más o menos, todos parecían desenvolverse mejor: los unos embestían la corriente con su corpachón y doblegaban su furia; los otros serpenteaban grácilmente hacia su objetivo; los pequeños tenían menos fuerza, pero también eran menos afectados por el impetuoso caudal, y con empeño alcanzaban lo que se proponían.
“Todos logran cosas excepto tú.”
Mientras tanto, ella...
Por más que peleara y ofreciera hasta el último hálito de su ser en la empresa, no lo lograba.
“Es...”
–Inútil... no puedo... esto no sirve de nada...
Y tras cada bocanada frustrada, perdía más fuerza y era de nuevo llevada por las aguas.
Después de un tiempo, al final siempre se reponía: hacía nuevo acopio de vitalidad y se enfrentaba a la turbulenta riada... pero con el mismo resultado de siempre.
Un día, Anemona se hallaba inmersa en su eterna cruzada cuando sintió que, de algún modo, todo había mejorado. A pesar de recibir los dolorosos embistes del agua, era capaz de soportarlo y seguir subiendo a contracorriente.
–Hoy sí que sí... hoy sí que sí... –suspiraba, entre asfixiados gemidos.
“Estás muy cerca... ya casi lo tienes...”
–Hoy sí que sí... hoy sí que sí...
“Sería una pena que flaquearas ahora.”
Y perdió todo el oxígeno en un, valga la redundancia, suspiro. Aún tuvo tiempo la pececilla de aletear un poco más, hasta que sus energías la abandonaron por completo y, de nuevo, volvió a verse arrastrada.
Por el camino, un numeroso banco de congéneres la adelantó.
–¡Maldita sea! –bramó.
“Mira bien. Presta atención.”
Sin saber bien por qué, ni de dónde procedía esa voz, Anemona obedeció, y vio algo de lo que no se había percatado hasta ese momento: los peces que remontaban la corriente no lo hacían de manera constante.
Unos más a menudo, otros menos, en algún momento los otros salmones acababan cediendo ante la brava riada. Y retrocedían, y eran empujados hacia atrás... pero en seguida volvían a ponerse manos a la obra, con fuerzas vigorizadas y menos resistencia del caudal.
–¿Cómo es posible? Retroceden, pero al final remontan. Es como si...
“Se dejaran llevar.”
–Pero en este río hay que luchar, si no te arrastra.
“Luchar está muy bien… pero no contra lo que no puedes controlar. Tú tienes unas características, eso es así. De igual modo, el río Pensamientos es un torrente incansable que siempre ha estado ahí y siempre lo estará, con su furia y su inevitabilidad.”
–Pero entonces...
“Puedes chocar y chocar, pero no tienes resistencia infinita ni vas a poderlo parar. O puedes dejarlo pasar y sentir... hasta que encuentres la manera de continuar. Tú misma.”
La voz desapareció en cuanto la última burbuja de la espuma del agua se deshizo, perdida ya toda su inercia. Justo cuando la pececilla fue devuelta al punto de partida.
Anemona decidió que valía la pena probar una nueva estrategia, sobre todo después de los malos resultados cosechados con la vieja.
En aquella ocasión, la pececilla regordeta empezó su contienda con una actitud radicalmente opuesta. Los primeros metros eran los más fáciles pero, una vez se alcanzaba cierta distancia, el caudal se volvía mucho más violento y poderoso.
“¿No te cansas de intentarlo?” “Al final siempre es lo mismo... ¿es que no te das cuenta?”
Anemona tuvo que refrenar su primer impulso de enfrentamiento. En lugar de eso, destensó las aletas.
–Es cierto que nada me asegura que lo logre en esta ocasión.
La pececilla dejó de pelear. Y las aguas se la empezaron a llevar.
Un metro, luego otro... casi la mitad de cuanto había recorrido.
Y entonces, con afilada calma, lo notó. Con los ojos, los oídos y las escamas, el agua que la portaba también le resbalaba, llevándose consigo aquellas palabras hirientes. Y justo en el espacio que separaba una corriente de otra, un intermedio en blanco que apenas ofrecía resistencia.
–Pero vale la pena intentarlo.
Y lo tomó, con las fuerzas recuperadas del retroceso anterior.
Y siguió subiendo.
–Nado en este río, pero al mismo tiempo formo parte de él. Al final, él bebe tanto de mí como yo de él. Pelar contra ello, solo es una tortura.
Una vez y luego otra, la joven pez se dejaba arrastrar cuando flaqueaba; y una vez y luego otra, encontraba el recoveco entre aguas propicio para posicionarse mejor y continuar la subida.
“¡No vales!” “¡No puedes!” “¡Fracasarás como siempre!” Bramaba el río, cada vez más iracundo.
Pero Anemona ya había descubierto que, si se dejaba pasar, el torrente de pensamientos acababa perdiendo su fuerza bestial, hasta que se convertía en espuma inofensiva que se alejaba sin más.
No supo cuánto tiempo le costó. No lo contó. Tras un indeterminado lapso, la última pacífica escalada llevó a Anemona hasta una balsa de agua de completa y absoluta calma.
La pececilla había llegado al lago del que partía el río Pensamientos, un estanque maravilloso regado por un sol deslumbrante, de pulidas rocas preciosas, fértiles algas y unas aguas tan cristalinas que podía verse reflejada en la superficie desde dentro, cual espejo veraz. Todo era nítido y sutil, igual que un engranaje tan suave que no precisaba que sus piezas se tocaran, como si el propio viento entre sus dientes bastara para hacer que funcionara en armonía.
Allí permaneció un rato.
Una vez saciado su espíritu, Anemona viajó hasta el límite del lago, echó un último vistazo al prodigioso pasaje y, después, se dejó llevar de nuevo por la corriente del río, hasta el principio de todo. No sabía el motivo, tan solo tuvo la certeza de que de eso iba todo, de subir una y otra vez hasta, por desgracia, dejar de hacerlo.
Mas Anemona ya no sentía ansiedad, rabia ni frustración. Sencillamente, esperaría. Hasta la próxima ocasión de remontar el río Pensamientos.
FIN
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