viernes, 5 de mayo de 2017

El chico árbol

Existió una vez un dicharachero niño llamado Jran, que tenía muchos amigos y caía bien a todos, debido a su conducta alegre y desenfadada. El muchacho creció muy feliz durante los primeros años de su vida pero, poco a poco, empezó a sentir que las cosas no iban a suceder como él quería.
  Conforme se hacía mayor, el infante iba recibiendo más y más responsabilidades, y con ellas llegaron las presiones: estudios, encontrar un trabajo, tener una pareja, hijos, casa… Su cabeza era una olla a presión a punto de estallar. Sabía que no siempre podría vivir de sus padres, personas humildes que hacían lo que podían por sacar a su familia adelante, y que tenían que ocuparse tanto de él como de su hermano pequeño, Yohan, pero no quería hacerse adulto nunca.
  -Hijo, no puedes ser para siempre un niño. En algún momento tendrás que salir del nido y labrarte un futuro –le insistía a menudo su madre, comprensiva, siempre que le veía hacer el vago.
  -Es cierto que no puedo ser un niño siempre –concedió el muchacho-. ¡Pero tampoco he de ser un adulto! Para mí, eso sería como dejar de vivir, y yo no quiero.
  -¡Ningún hijo mío será un holgazán toda su vida! –se enfadaba su padre, más temperamental.
  -Encontraré otra manera… lo sé. Debe haberla.
  Pese a todas las presiones, Jran pasaba las horas muertas de su día a día tumbado en el campo, contemplando el cielo despejado, escuchando el murmullo del viento sobre las hojas de los árboles cercanos y deseando que aquella paz y libertad no terminaran nunca.
  -¡Qué maravilla! Esta sensación de sosiego es indescriptible. Me dan envidia los árboles, tan robustos y estables, tan tranquilos, sin preocupaciones ni exigencias de ningún tipo... –se decía a menudo el chico.
  De repente, a su cabeza acudió una osada idea.
  -Un momento. ¿Por qué he de tener envidia? ¿No somos acaso los humanos más evolucionados? ¿Por qué debemos anhelar algo que a otros seres sí que les es permitido? No señor, nunca le pasará eso a Jran. Si la vida que me ofrece el mundo humano no es adecuada… ¡seré otra cosa! Desde hoy, elijo ser un árbol.
  Tomada la determinación, Jran empezó con su transformación. Se buscó un terreno adecuado entre dos pinos, de tierra húmeda y fácil de horadar, en donde ocultó sus pies hasta más allá de los tobillos. Luego, se quedó muy quieto, a la espera de hacerse uno con el medio ambiente.
  Al principio, no sucedió nada. Jran no sabía cómo ser un árbol, así que simplemente estuvo quieto, manteniendo una pose neutra como sus nuevos compañeros. Pasaron así minutos, horas y días, sin comida alguna ni más agua que el de la lluvia. Pero el chico no se rindió hasta que, justo antes de desfallecer, el milagro comenzó a suceder: su pierna empezó a volverse dura y correosa, cubriéndose de una capa marrón muy rugosa, y este material fue asimilando todo su cuerpo, reptando por su cintura hasta cubrirle el pecho y llegar al cuello; sus dedos y su cabeza se hicieron verdes primero, y después se separaron en múltiples fragmentos y se volvieron láminas; finalmente, su cuerpo era tronco y sus extremos hojas. Era un árbol.
  Jran había cumplido su sueño, y pensó que había sido un premio por no resignarse a su sino. El chico notó el susurro del aire, la comida que corría a través de la tierra y la savia fluyendo por su cuerpo. También, pudo entender el idioma de los árboles.
  -¿Qué te parece? Al final lo consiguió –dijo uno de los pinos.
  -Nunca había visto tal cosa –acompañó el de al lado.
  -Hola, nuevos compañeros –saludó Jran, entusiasmado-. Me llamo Jran, mucho gusto en conoceros.
  -Claro, Jran, ¡hola! –correspondió el primero que había hablado.
  -Nosotros no tenemos nombres. Solo somos árboles.
  -Vaya, a lo mejor ahora debería dejar de tener nombre yo también -opinó Jran-. Como soy nuevo, hay muchas cosas que desconozco de vuestro mundo. Me gustaría que me indicarais si hay algo más que deba saber.
  -La verdad es que no mucho. No tenemos nada que hacer en todo el día, simplemente vemos avanzar las horas, nos nutrimos... y poco o nada más.
  A Jran le gustó oír eso. No tenía responsabilidades, ni obligaciones de ningún tipo. Simplemente, podía dedicarse a ver pasar el tiempo. Sin embargo, con el paso de los días, algo en su interior empezó a pedirle más.
  -¿Y qué hacéis para divertiros? –preguntó un día Jran a sus nuevos compañeros, que no eran muy habladores.
  -¿Divertirnos? No sabemos qué es eso. Ya te lo dijimos. Sencillamente, estamos.
  A Jran en principio no le importó tal afirmación. No obstante, cuando hubo pasado aun más tiempo, se dio cuenta del terrible error que había cometido. La inanición y la falta de actividad empezaron a pasar factura en la mente del chico. No hacía nada, no se entretenía. Ver a los animales o algún que otro viandante era su único divertimento, pero aquello ya no le satisfacía. Él quería moverse, interactuar con el medio, moverse, hacer cosas. Pero le resultaba imposible. Por más que quisiera moverse, no lo conseguía.
  -Esto está mal. ¡Esto está realmente mal! –se lamentó Jran, pasados los 3 días-. ¡He cometido un error!
  -¿A qué te refieres? –preguntó el pino.
  -A que no podemos movernos, ni irnos, ni tumbarnos. Tan solo esperamos a que pasen las cosas. ¿Cómo lo aguantáis?
  -Bueno, es que somos árboles. Es lo que siempre hemos hecho.
  -¡Pero yo no!
  Pasaron más días, y meses, y años. Jran descubrió con amargura que no era capaz de acostumbrarse a ello. Se sentía maniatado, amordazado y desesperado.  Cuanto más acontecía, más le costaba soportar aquello. Los segundos se volvieron horas en su mente. Quería chillar, pero  ni siquiera podía hacerlo.
  -Dime una cosa, ¿por qué dejaste de ser humano? Tienen mucha más libertad, pueden hacer otras cosas –le preguntó un día el pino.
  Jran no contestó, no tenía ánimos para ello.
  A largas temporadas, largos años les sucedieron. Jran se había agotado de esperar, de no moverse, de no hablar. Anhelaba cada instante como humano, y maldecía enormemente el día en que decidió ser un árbol. Su cabeza volaba a veces a otros lugares, pero sus recuerdos no eran lo bastante vívidos para mantenerle alejado de aquel infierno. Se hubiera suicidado, de haber podido.
  Un día, Jran vio a un joven acercarse a él con un hacha en la mano. A pesar del tiempo, a pesar de haber cambiado tanto a lo largo de los años, un instinto dentro de él hizo que le reconociera al instante.
  -¡Yohan, hermano!
  No sabía cuánto había sido árbol. Había perdido la cuenta. En cualquier caso, Yohan ya no era un niño, sino un adulto que había decidido convertirse en leñador. Por supuesto, seguía siendo humano, por lo que no pudo oírle y no supo nunca que estaba ante su largamente desaparecido hermano.
  Yohan golpeó a Jran con el hacha hasta que le partió el tronco. Ignorando que había sentenciado a su hermano, seccionó los cachos y se los llevó a su hogar, en donde quemó los restos en la chimenea, a la cual acudieron su mujer y sus hijos.
  Jran se sintió liberado. Finalmente, su suplicio había finalizado... o eso creyó, hasta que una nueva conciencia brotó del tocón que había quedado de su antiguo cuerpo.

  -Debió haberme arrancado de raíz.

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