viernes, 30 de octubre de 2015

La Máscara de Thomas

Apareció un día cualquiera a las puertas del orfanario de Londres, sin que nadie supiera de dónde había llegado, demasiado joven para recordar el rostro de su madre, si tenía los ojos de su padre o si alguna vez había sido querido. Le bautizaron Thomas, uno de los nombres más comunes de la Inglaterra de principios del siglo XX, un alma más de las de cientos de niños sin padres que moraban entre aquellas paredes… sólo que este Thomas no era como los demás.
  Desde el principio, aquel niño demostró ser diferente, a pesar de su rostro común, de piel pálida, ojos claros y pelo negro y frondoso. Era una persona huraña, reservada e huidiza que nunca hablaba con nadie. Mientras sus compañeros se relacionaban, creaban amistades y charlaban sobre sus sueños, Thomas únicamente atendía a las escasas lecciones que le impartían, trabajaba para mantener el lugar y, sobre todo, observaba. La realidad era que no podía soportar la felicidad a su alrededor.
  Algunos dicen que era la envidia de una mente enferma que nunca había sentido calor humano. Otros, que él era otra cosa. Thomas dedicó su estancia en el orfanato a sembrar dolor entre sus compañeros, amargar aún más su ocre existencia. Creaba rumores, separando amistades y enfrentando a compañeros entre sí; si alguno conseguía encontrar novia en el pueblo, él falsificaba cartas y creaba malentendidos para que se pelearan y rompieran la relación; a veces, desaparecían cosas de los despachos de los cuidadores y eran encontradas bajo la almohada de huérfanos que juraban ser inocentes. A pesar de no dejar nunca huellas, los desagradables incidentes que rodeaban al chico no pasaron desapercibidos para sus partenaires, y pronto se ganó el sobrenombre de “Thomas la Serpiente”. El chico estaba tan encantado con su mote que, desde entonces, siseaba cuando paseaba a solas.
  El día que Thomas abandonó el orfanato, todos lo celebraron. Había cumplido los 16 años, y ya era hora de que se enfrentara al mundo. Pronto encontró trabajo en una fábrica de automóviles. Una vez dentro, las desgracias que le rodeaban no hicieron más que subir de nivel: extorsiones, enfrentamientos entre compañeros, accidentes inexplicables que terminaban en graves heridas… el sufrimiento de los demás acompañó al joven en un ascenso meteórico dentro de la empresa. Cuando su principal rival en la pugna por un puesto de encargado perdió la mano en una máquina de ensamblaje, Thomas “la Serpiente” adquirió una posición de relativa categoría con la que amasó una importante cantidad de dinero.
  Un día Jackelin, la hija de unos de los máximos accionistas, acudió a la fábrica. Se trataba de  una joven de exquisito perfil, dulce, delicada y de ideas románticas y taciturnas. Thomas no tardó en fijar su vista de reptil en ella. Estaba prometida con un miembro de la baja aristocracia, pero al poco tiempo su auto sufrió un desgraciado accidente y el hombre quedó en coma irreversible. Poco tardó “la Serpiente” en seducir a la desdichada soltera, corromper su mente con sibilinas palabras zalameras y, finalmente, deshonrarla. Para cuando su padre lo descubrió, la joven estaba tan hipnotizada que, negándose a obedecer a su progenitor, fue desheredada.
  Hay quien dice que, al principio, Thomas la quiso. Hay quienes creen que sólo la mantuvo como una posesión egoísta. El caso es que ambos fueron a vivir juntos. Tras el escándalo, “la Serpiente” empezó a trabajar como limpiador de zapatos. A pesar del cambio de ingresos, con apoyo de sus ahorros, los jóvenes pudieron casarse y ambos convivieron juntos una temporada en un apartamento a orillas del Támesis. Pronto, Jackelin descubrió hasta qué punto había sido vilmente embelesada. Thomas apenas le dirigía la palabra, su trato únicamente se reducía al sexo frío y desprovisto de humanidad de cada noche. El resto del día que su marido no trabajaba, la mujer sólo sabía de él lo que los susurros sibilinos que escapaban de su escritorio le contaban. El hombre a menudo se encerraba y mantenía lo que parecían conversaciones a solas consigo mismo. A veces, Jackelin se despertaba en mitad de la madrugada y podía oírle desde la otra habitación, siseando en un idioma que no entendía, sin respuesta aparente. La duda oprimía el pecho de la chica hasta asfixiarla de terror, más nunca se aventuró a investigar lo que su marido hacía allí dentro.
  Jackelin siempre había vivido envuelta en comodidades, haciendo lo que sus apetencias le habían dictado. Actualmente, vivía modestamente y tenía prohibido salir de casa. A Thomas no le hacía falta amenazar a alguien para mantenerlo aterrado. Nadie recuerda ver el rostro de la chica durante esa primera época. Nadie recuerda haberla visto durante la estancia en que estuvo conviviendo con el monstruo, ni un grito, ni un susurro. Prisión o vivienda, los vecinos no sabían bien lo que sucedía en el interior del apartamento. Hasta que, un día, la muchacha fue al hospital, encinta. Los médicos auguraron un varón sano y fuerte, un rayo de esperanza para la joven reclusa.
  Cuentan que durante un tiempo, la muchacha fue feliz. A veces se oían canciones desde su ventana, colgó unos geranios en el alfeizar e incluso de uno a otro día salía a comprar el pan y, aunque escasas, mantener conversaciones con las vecinas. Pocas semanas después de la feliz noticia, en una velada apacible y quieta, la mujer despertó envuelta en sangre y tuvo que acudir al hospital nuevamente. El niño que esperaba había muerto en su vientre.
  Varios días pasaron antes de que Jackelin pudiera volver a casa. Era una noche especialmente oscura y triste, una niebla densa cubría todo el pueblo como una gruesa manta. Tras aquel funesto ocaso, los vecinos recordarían la primera y única discusión que hubo en casa de Thomas.
- Muéstrales a todos tu verdadero rostro, ¡que vean al monstruo sin su máscara!- repetía una y otra vez la desgraciada mujer, con un cuchillo en su diestra y un bote cerrado en la otra mano.
  Thomas la miró imperturbable. Sus ojos, fríos estanques de hielo, apenas vacilaron un instante cuando la joven acometió contra él con el arma. Carne tras carne, el filo hendió su rostro, dibujando un surco rojo, ardiente como el fuego. La Serpiente ni siquiera gritó cuando la piel empezó a desprenderse de su cara. Ante los ojos de Jackelin, la verdadera faz de su marido vio la luz, y ella descubrió que había estado equivocada: antes de aquel momento, nunca había experimentado lo que era el verdadero miedo. Durante un instante fugaz, una sonrisa afilada se dibujó en el semblante del monstruo, antes de que se abalanzara sobre su mujer, le quitara el cuchillo y hundiera los dedos en su garganta.
- Todos usamos máscaras- le susurró-. Muéstrame lo que la tuya oculta.
  Tras varios minutos, los curiosos que habían aguardado impacientes el desenlace pudieron ver a Thomas salir de la casa, cubriéndose el rostro con una mano ensangrentada, siseando.
  A la mañana siguiente, la policía encontró a la chica muerta en la cocina. La sangre había regado las paredes hasta cubrirlas de un manto rojo enfermo. La cara de Jackelin había sido completamente desollada, su piel pegajosa descansaba a escasos centímetros de su mano, aún sujetando en póstumo estertor un bote de artemisa, la sustancia usada para abortar que había encontrado en los armarios.
  Por su parte, nada se volvió a saber de Thomas. Sencillamente, la niebla se lo tragó. Algunos dicen que murió a causa de la herida y se lanzó al río, que su cadáver sigue perdido. Otros piensan que el diablo le reclamó para sí mismo antes de que llegara su hora, a la persona que jamás conoció el amor, para que le sirviera siempre en su nombre.

  Cuenta la leyenda que, algunas noches de niebla, Thomas "la Serpiente" vigila a sus presas. Si oyes su siseo, se presentará ante ti y también te quitará tu máscara, para que tu verdadero rostro quede al descubierto, igual que hicieron con el suyo propio...

FIN

martes, 6 de octubre de 2015

Muñeco Tóxico

El fabricante de juguetes rellenó la envoltura de trapo. Luego, cosió los bordes con finas puntadas que apenas se notarían, invisibles para la mirada ilusionada de un niño. Por último, encoló los ojos en la cara, dos gemas brillantes y vivas de un azul oscuro tan vibrante como la noche más profunda.
  -Te encomiendo una labor, un trabajo simple y, a la vez, tan complejo que poca gente se da cuenta de que, en realidad, es a lo máximo a lo que podemos aspirar… -dijo el anciano, con un tono que recordaba al de un padre con su hijo. Luego, le dio de su propio fuego.

Primeramente, le compró un hombre de manos duras y callosas como regalo de cumpleaños para su hija. Cuando la niña abrió el paquete, en seguida cayó enamorada del muñeco, de sus pantaloncitos vaqueros con bolsillos enanos, de sus manos grandes y esponjosas como manoplas, de sus rizos dorados, de sus ojos de piedra… Rápidamente, integró al fetiche entre sus mejores amigos. La muchacha era reservada y tímida para alguien de su edad, por lo que la mayor parte del tiempo jugaba a solas con sus variadas muñecas: princesas de cuento, soldados de rostro severo o animales de peluche, eran sólo parte de su grandiosa colección.
  Con su nuevo compañero, jugó tanto como le permitía su tiempo libre e ideó historias de fantasía, aventuras con la que se transportaba a otro mundo más colorido y feliz. Hasta que las cosas cambiaron.
  Poco a poco, la casa se empezó a inundar de odio. La madre estaba cada día más distante del resto de su familia, y su padre empezó a beber. La niña no conocía los motivos, pero cada vez se peleaban más entre sí, llegando incluso a forcejeos. Eran temas que no entendía, aunque muchas veces parecía ser su culpa. Cada vez jugaba menos y, al final, ya casi sólo acudía a sus juguetes, triste, para llorar a su lado.

Cuando la chica joven revisó su bolso, su corazón dio un vuelco. Desde dentro, mirándola con fríos ojos pétreos, el muñeco respondía mudamente a su duda de qué había sido el tirón notado hacía un segundo. Al principio dudó. ¿Quién le habría metido aquella cosa en el bolso? ¿Para qué?
  -El mundo está lleno de tarados -se dijo.
  Sin embargo, una mirada a enigmática boca cosida la convenció para que se lo quedara.
  Vivía sola en un apartamento del centro de la bulliciosa ciudad. Tenía novio, un trabajo, casa… y muchos sueños por cumplir. El muñeco se limitaba a ser testigo silencioso de cómo trabajaba para sacarlos adelante, siempre desde la comodidad de su cama.
  Un día, llegó a casa llorando. Tras desahogarse a pocos centímetros de donde él se encontraba, cogió el teléfono y marcó los números con ansiedad.
  -Me ha dejado… -dijo, entre sollozos.
  Las cosas no mejoraron para la chica. Tras unas semanas terribles, perdió el trabajo. Sin dinero para ello, se vio obligada a abandonar el piso. Lágrimas amargas recorrían su rostro mientras empacaba sus cosas, de vuelta con sus padres.

Los siguientes en encontrar al muñeco fueron una pareja de chicos jóvenes que volvían con una bolsa cargada de bebida. Tendido en el suelo, con los miembros desperdigados y los ojos orientados hacia el cielo, les hizo gracia y decidieron llevarlo con ellos.
   Aquella noche, asistió a una fiesta en un piso compartido. Apostado en una estantería las bromas, las risas, los recuerdos de otros tiempos danzaron ante las brillantes gemas que eran sus ojos. Todo fue bien, hasta que uno de los chicos se fundió en un cálido beso con otra de las asistentes. Un tercero se levantó airado y se marchó de la escena.
  Acabada la fiesta, los días posteriores no fueron nada tranquilos. El ambiente era hostil y osco. El amante tuvo varios encontronazos con su amigo, qué respondía secamente o esgrimiendo malos modos. Con el tiempo, los roces hicieron mayor fricción, las peleas estallaron y, en una discusión, entre reproche y reproche, se zarandearon. Sólo la mediación del tercer compañero impidió que se dañaran.
  Nadie se percataba de su presencia. A nadie le importaba. Así que un día, simplemente, el muñeco saltó de su estantería y se fue.

Era de noche, y el fabricante de juguetes acababa de acostarse. La quietud era absoluta, y únicamente la luz de la luna filtrándose a través de su ventana abierta iluminaba la penumbra. La cálida brisa nocturna templaba su fiebre.
  De repente, distinguió entre las sombras una silueta. Con mano temblorosa, encendió la lámpara de su mesilla.
  -¡Hijo mío! ¡Qué alegría verte! ¿Qué tal te ha ido?
  El muñeco le contemplaba impasible. Sus labios se deshicieron de las costuras en una mueca dolorosa.
  -Horrible.
  -¿Qué ha pasado? Cuéntamelo todo -dijo el hombre, sosegado.
  -Primero estuve con una niña. Era muy agradable y simpática, pero pronto su fuego empezó a apagarse. Sus padres discutían cada vez más, su dolor aumentaba y yo no sabía qué hacer. Luego estuve con una chica emprendedora, independiente y luchadora. De nuevo, las cosas se torcieron en cuanto llegué, perdió el trabajo y tuvo que renunciar a sus sueños. También estuve con unos amigos, pero estos empezaron a pelearse y ya ni siquiera creo que vuelvan a hablarse. Soy tóxico.
  El anciano arqueó sus cejas blancas.
  -¿Qué significa eso?
  -Que atraigo las desgracias. La vida de todos los que me rodean se pudre, con mis ojos mágicos puedo ver cómo su fuego se extingue, mengua y titila hasta casi desaparecer. Familia, amigos, pareja… todas las personas se perjudican por mi influencia. Los libros hablan de cómo tratar con alguien tóxico, alejándote y cortando su aura pero… ¿quién te dice qué hacer si el tóxico eres tú?
  El fabricante pensó en sus palabras.
  -Y tú, ¿qué haces cuando esas cosas malas le pasan a la gente?
  -Me voy. No quiero hacerles daño.
  -¿Y no has pensado que, precisamente en esos momentos es cuando más falta les haces?
  El muñeco quedó sin palabras. Sólo pudo negar.
  -La gente sufre continuamente, hijo mío, la mayoría de veces por cosas que no son de nuestra competencia, aunque estén a nuestro alrededor. Te hice para que llevaras felicidad y te di esos ojos mágicos para que supieras cuándo hacías falta. Y no hay persona que te necesite más como aquella de cuya alma la tristeza se ha hecho dueña y apaga su llama.
  El juguetero tosió sonoramente, tapándose la boca. Al despegarla de sus labios, el muñeco pudo ver la sangre que había esputado. Por primera vez, se dio cuenta de la debilidad de su llama, apenas una luciérnaga agotada sobre su cabeza.
  -Me muero, hijo mío, mi tiempo se agota -dijo el anciano juguetero.
  El muñeco de trapo fue hasta donde se encontraba sin pensarlo, subió a la cama y reptó por las mantas hasta acurrucarse a su lado.
  -No te preocupes -dijo-. Estaré a tu lado hasta el final.

Y desde entonces, el muñeco no abandonó a ninguno de sus compañeros. A las noches oscuras y frías les sobrevinieron amaneceres llenos de luz y esperanza, y descubrió que no era tóxico, sino que no había sabido lidiar con el sufrimiento de aquellos que le importaban. Por fin, logró alcanzar lo que su corazón más anhelaba: hacer feliz a otros. Y, de esta manera, él también fue feliz.


FIN

martes, 28 de julio de 2015

El Penalti Más Duro

Nick Stone era el glorioso capitán del equipo de fútbol “Los Demonios Pedregosos” de Denver. Fuera del campo, su carácter afable y su aspecto cautivador, con unos ojos verdes misteriosos y unos bucles rubios que refulgían como destellos de sol cuando caminaba, le habían hecho muy popular ante la gente. Sin embargo, dentro del campo era donde realmente destacaba. Su carisma como líder era una roca que desgastaba la moral de los rivales y una soga que tiraba de su equipo siempre hacia la victoria; corría por el campo como un animal nacido para ello y regateaba con una elegancia insólita en alguien de tan corta edad; pero, sin duda, lo más impresionante era su tiro, capaz de preparar ambas piernas en milésimas, desde cualquier posición, para cargar un disparo potente que, como mínimo, siempre ponía en apuros al portero rival.
  Nick lo tenía todo: amigos, fama, dinero, chicas y éxito, y más aún tendría si se llevaba a término la oferta que un reputado oteador le hizo cierto día. El hombre era conocido por “Sonrisa Dorada”, ya que se había cambiado todos los dientes por unos de dicho material que gratuitamente mostraba.
- Si sigues por este camino, no tendré otra que llevarte a Europa, muchacho- dijo el taimado hombre, enseñando su primera hilera de dientes de oro.
- ¿Usted no estaba interesado en Moon Hollard? Es mi compañero de equipo, no quisiera robarle una oportunidad de oro- respondió Nick, dubitativo.
- Moon Hollard es el pasado. Me he dado cuenta yo y se ha dado cuenta tu entrenador, por eso te hizo capitán. Moon es bueno, no lo niego, pero no tiene el carisma ni los atributos para llegar a lo más alto. Tú sí. Llevo años consiguiendo contratos con los clubes más grandes, cogiendo talentos y creando estrellas. Tú puedes ser la más brillante de todas, te lo aseguro.
  Nick se dejó seducir por las ostentosas palabras de Sonrisa Dorada. Desde aquel día, se entrenó con mayor devoción, radiante de ilusión ante un futuro tan prometedor. Cada mañana, antes de que sus compañeros se despertaran, el chico acudía al campo de entrenamiento para driblar entre conos, dar vueltas al recinto o practicar su magistral disparo a portería.
  Cierto día, el joven practicaba su remate. El sol aún no había salido y una suave brisa le despejaba el pelo de la frente. Como si de un zapato se tratara, moldeaba a fuerza el cuero para que se adaptara a su empeine un segundo para, después, lanzarlo despedido con un último jalón. El balón volaba en línea recta hasta taladrar la red, girando unas milésimas antes de caer al suelo. Llevaba 6 remates consecutivos limpiando la escuadra.
“Bota, bota, mi pelota,
 contra el suelo ella rebota.
Bota, bota, mi pelota,
siempre que la bola bota,
la pateo con la bota”
  Nick colocó un nuevo balón en el suelo. Pequeño, ligero y esférico, blanco y negro, hecho de curtido cuero hilado entre sí por hábiles puntadas. El césped fresco de la mañana acarició sus dedos un instante. Después tomó cinco pasos de carrerilla y se dispuso a chutar. Hacía una mañana magnífica, antes de que el sol calentara demasiado el campo. Con determinación, corrió hacia su blanco pero, antes de patearlo, un grito le detuvo.
- ¡ESPEEERA!
  Nick frenó en seco, y a punto estuvo de perder el equilibrio y caerse. Sorprendido, buscó en derredor la fuente del sonido.
- Estoy aquí. Abajo.
  El capitán miró al suelo. Si hubiera sido escéptico, le habría costado asimilar que la pelota le hablaba.
- Es curioso, nunca había visto un balón que hablara.
- Todos lo hacemos. En el almacén, en la fábrica o en los trasteros donde nos guardáis. Pero es difícil dialogar con alguien que te está dando patadas continuamente.
  Nick tuvo que asentir.
- También tenemos emociones, sentimientos y nombres. Me llamo Balton, por cierto.
- Mucho gusto. Nick. ¿Qué quieres de mí? Estoy ocupado.
- Sí. Moliéndonos a patadas- se quejó el balón-. Pareces un buen chaval, por eso quería hablarte en nombre de todos nosotros. Chutas muy duro… y eso duele. Apelo a tu humanidad para que dejes de hacernos daño, por piedad.
  Nick repasó las palabras a conciencia. Llevaba toda su vida chutando balones, pero nunca se le había ocurrido pensar que tuvieran personalidad. Sin embargo, lo que aquella pelota le pedía era insólito. El fútbol había sido todo para él desde pequeño, y era a través de esos chuts que se había ganado la vida hasta el momento, los mismos que en adelante servirían para saciar sus aspiraciones de llegar a la cima.
- ¡Ey, Nick!- saludó el señor Rogers, su entrenador, entrando desde la grada-. Como siempre, el más madrugador.
- Entiendo lo que dices y comprendo tu postura, pero yo tengo la mía. Lo siento, pelota, no puedo hacer lo que me pides- susurró Nick.   
  El chico chutó a portería con fiereza.

Balton llevaba toda una vida dedicada a ser una pelota. Empezó desde bien pequeño en la guardería, donde los niños ya se le pasaban unos a otros con sus churretosas manos y hacían ademanes de patada hacia ella. Con el tiempo, pasó a dar sus servicios en el colegio, donde era el centro de los recreos, así como en el instituto. Cada vez las patadas eran más fuertes.
- Cosas de la vida- se decía.
  Finalmente, Balton ascendió hasta entrar en el circuito profesional como balón de entrenamiento. Con el cambio, deseaba que su vida mejorara, pero nada más lejos de la realidad: en aquel nuevo mundo competitivo, los mejores eran los que más fuerte le pateaban.
  Tras el entrenamiento de aquel día, volando de un lado a otro, mareado y magullado, rebotando contra el suelo o los postes, fue guardado en una apestosa bolsa de tela con otras pelotas tan desgastadas como él. El viaje al trastero siempre era silencioso, una procesión funesta de espíritus quebrados. Sin embargo, por la noche, Balton no fue capaz de contenerse.
- He hablado con uno de ellos.
  Las demás pelotas le miraron horrorizadas.
- ¿POR QUÉ? ¿CÓMO OSAS? ¿Y SI NOS DESCARTAN? SI DEJAN DE JUGAR… ¿QUÉ SERÁ DE NOSOTRAS?
- No aguantaba más.
- POR LO MENOS SOMOS PARTE DE ALGO. ES MEJOR QUE NO TENER NADA.
- Para mí no. No pienso seguir tolerándolo...
- JÁ, JÁ, JÁ.
  Una risa áspera como el esparto le interrumpió. Desde la bolsa, Balton pudo ver la fuente en un altar.
- ¿Por qué ríes, viejo Max? ¿Acaso no estás de acuerdo conmigo? ¿Acaso no estarías harto de que te tratasen así?
- ¿Harto? Por supuesto.- El cuerpo de Max era una madeja gastada y antigua, de un material mucho más duro que el actual, una reliquia de otros tiempos-. Antes era como tú, pero con el tiempo uno se da cuenta de que algunas cosas son como son sin que podamos impedirlo. Pasa en el fútbol, pasa en la vida...
- Hablé con él, el que más fuerte pega. No parecía mala persona, pero aún así no quiso dejar de hacer lo que hacía.
- Buenas o malas personas, da igual. Ellos son estrellas, nosotros pelotas. Nos necesitan para triunfar y seguirán aprovechándose mientras puedan.
- ¡Pero contigo ya no juegan! No te lanzan por los aires ni te patean. Tuviste que hacer algo, lo lograste.
- Te equivocas. Simplemente, ya no les fui atractivo, no me necesitaron para nada. Se cansaron y me desecharon. Cuanto antes lo aceptes, mejor. El mundo es como es, las personas son lo que son. Los de arriba seguirán pateando a los de abajo hasta que decidan dejar de hacerlo. Punto.
  Balton meditó las palabras con tristeza. Max tenía razón, no podía hacer nada. El mundo estaba hecho para que unos se beneficiaran de otros, los cuales estaban indefensos contra el abuso, sin posibilidad de hacer nada.
- No- dijo, sin embargo-. Yo romperé ese destino. Encontraré la forma.
  Entonces, la puerta del cobertizo se abrió lentamente.
- Conozco esa “forma” que buscas- le dijo una voz que conocía.   

La mañana siguiente, Nick entrenaba con el resto de sus compañeros. Aquel día era especial. Aquel día, Sonrisa Dorada había ido con un amigo a verle entrenar, alguien importante. Ninguno de sus compañeros lo sabía, pero sólo se fijaban en él, la estrella. Con cada jugada bien ejecutada, con cada remate magistral, el oteador le susurraba algo a su compañero y ambos sonreían complacidos. Pensó en el vuelco que daría su vida cuando viajara a Europa. Seguramente fuera con su familia. Su madre llevaba años enferma, y con el dinero que ganara podría llevarla a los mejores médicos. Luego se permitió algo de egoísmo y evocó cómo sería su vida: las finales, las emociones desbocadas, las fiestas, las modelos… tuvo que refrenar sus ideas para no flaquear en un momento así.
- Aún no lo has logrado, Nick- se dijo-. Todavía tienes que dar tu mejor esfuerzo.
  Entonces, vio un balón suelto, solitario en mitad del campo. Nick pensó que era buena idea demostrarles de lo que era capaz. El chico derrotó la distancia que les separaba y chutó con todas sus fuerzas, un chut que le mandaría directo a Europa… pero, en su lugar viajó a otro sitio, uno en su interior, lleno de un dolor agudo, lacerante e intenso que le recorría desde su zurda hasta la espina dorsal, pasando por la pierna y arribando finalmente en el cerebro con violencia. Primero los dedos, luego los huesos que los anclaban al pie y, finalmente, todo el miembro se volvió un amasijo sanguinolento y palpitante.
  El equipo se movilizó al instante. Nick fue llevado a la enfermería con un pronóstico bastante desfavorable sobre si podría volver a andar con normalidad. Alguien había llenado el balón de cemento. Todos mostraron públicamente su repulsa al acto, aunque no se encontrara al culpable, y sus condolencias a Nick. Incluso Moon Hollard, quien sin Nick en el equipo volvió a ser el capitán y fue elegido por Sonrisa de Oro para viajar a un equipo de Europa del Este.
- Hasta luego, Nick. Trataré de hacer realidad este sueño por los dos- fueron las palabras de Moon al despedirse, palabras que no portaron consuelo-. Mírame, de albañil a jugador profesional… ¿quién lo habría dicho?
  Nick se arropó con las mantas del hospital en respuesta, ocultando el rostro y ahogando sus lágrimas en la acartonada tela.
  Por su parte, Balton fue tirado a un vertedero. Habría sido imposible volver a usarlo en el estado en que se encontraba. El aire era pútrido, los escombros se amontonaban por doquier y las alimañas corrían libres entre los desperdicios. Libres…
- Yo elegí salir del juego. Aunque sea para estar solo- se dijo la pelota, contemplando la calmada inmensidad de basura.

FIN



martes, 30 de junio de 2015

Diario de un Toro Bravo

El sol veraniego acaricia mi piel. El verdor del dulce prado, cálido y familiar, me abraza y me arropa. Mis compañeros y hermanos también están junto a mí. Pastamos, corremos juntos y jugamos, no hay nada de lo que preocuparse, nada que temer. Me siento tan feliz que sé que nada malo lo puede arruinar.

Mi padre me ha llevado a los establos. No es exactamente mi padre, pero así me gusta llamarle. Le agrada acariciarme, hablarme, contarme cosas. Es un buen hombre, siempre con sus vaqueros gastados, su camisa de cuadros y su sonrisa afable. Me trata con cariño y me cuida. Sin duda, un buen hombre.
  -Has crecido mucho Bribón. Hay que ver, qué deprisa pasa el tiempo. En nada estarás preparado para lo que eres, como los otros antes que tú.
  No sé de lo que habla. Tal vez esa sea la razón por la que mis hermanos desaparecen de vez en cuando. Antes éramos unos, ahora otros. Con gesto inquisitivo, agacho la testa, suplicando saber más.
  -Dentro de poco te enfrentarás a tu destino. La lucha, el espectáculo entre la supervivencia de dos seres quienes, en igualdad de condiciones, se enfrentan demostrando su valor, haciendo brotar el arte de la vida y la muerte. Si lo haces bien, es posible que te indulten.
  ¿”Indulten”? ¿De qué? No he hecho nada malo que sepa. Yo sólo disfruto de lo que hay a mi alrededor, que tan feliz me hace. Soy inocente, el ser más inocente de todos… pero en fin, lo de la lucha no suena tan mal. Es posible que sea como cuando juego con mis hermanos.
  -Hazme sentir orgulloso -acaba él, con lágrimas en los ojos. Yo lamo sus manos, cariñoso.

No sé qué está pasando. Nos han metido en un camión un poco estrecho, a mí y a otros como yo. El espacio es reducido, tengo que tener cuidado para no herir a nadie con mis cuernos. De repente, todo se mueve. Estamos en marcha. Nos bamboleamos, nos movemos inexactos en el vehículo. Por las miradas de mis hermanos, sé que todos están tan confusos como yo.
  Tras varios minutos, nos dejan salir y nos llevan a un recinto algo mayor que el camión. No me gusta cómo huele la arena del suelo. Hay algo malo en ella, pero no sé el qué. A pesar de todo, agradezco el aire libre del exterior. ¿Dónde estamos? Oímos gritos, voceríos, una manada de humanos como nunca antes he sentido nunca. Están cerca, pero no puedo verles. Mis amigos dan vueltas, inquietos, chocan contra las paredes tanteando el terreno. Ninguno sabemos qué va a pasar, por lo que es normal que estén nerviosos. Yo soy más tranquilo. Me sentaré a esperar.

Han pasado varias horas desde que llegamos. Da la sombra así que, a pesar del calor, se está bien. Cada vez quedamos menos. Uno a uno, mis hermanos son sacados del recinto, guiados con palos con punta. La verdad, podrían usar otros métodos. Están algo nerviosos, pero no creo que sea para tanto. Con cada uno que se va, el público estalla en gritos y proclamas. Oigo una palabra constantemente. Se repite mucho, pero no sé qué significa. ¿Algo como “olé”? No estoy seguro. En cualquier caso, tras un tiempo se acaba el ruido, o se vuelve más bajo, pero mis hermanos no regresan. Probablemente después vayan a casa. Sigue sin gustarme la arena, ni el ruido, ni el olor salado que no logro distinguir. Ahora sí que estoy nervioso y tengo un poco de miedo. Esperemos acabar cuanto antes y volver con ellos.
  Las puertas se abren. Uno de los hombres que guían me señala sin mostrar apenas emociones. Es mi turno. Dócilmente, manso como soy, obedezco. Van a conseguir lo que quieren, ¿por qué resistirse? Justo cuando voy a pasar por la puerta, noto el primer pinchazo en el lomo. Me vuelvo con mis quejas al hombre que me ha atacado. Está seguro en las alturas, sin que pueda hacerle nada. ¿Por qué ha hecho eso?
  Desde otra parte, noto un golpe en el costado. Trato de volverme, buscando la nueva fuente, cuando sufro un nuevo pinchazo. ¡Parad!
- ¡Hia! ¡Hia!- me grita alguien. Tampoco sé qué significa.
  Pinchazos y costalazos no paran. Tengo que salir de aquí. Tomo la puerta y corro hacia delante. El pasillo es estrecho y oscuro, pero se ve la luz del final. Voy hacia ella con decisión, escapando de quienes me hacen daño. Pero tampoco creo que me guste el sitio al que voy a ir. El ruido allí es mayor. La luz me ciega cuando abandono el corredor. El grito ensordecedor de mil gargantas humanas me recibe. Tiemblo de pánico.  
  Mis ojos tardan un tiempo en acostumbrarse. Estoy en una plaza circular, rodeado de más gente en las alturas. No estoy solo, pero eso tampoco me gusta. Hay dos jinetes, y los caballos están cubiertos de algo que brilla. Por los laterales, vislumbro a otros dos hombres con algo de un color muy llamativo y largo en cada mano. La muchedumbre grita eufórica, contenta pero, ¿por qué? No me gusta estar aquí. El sol me golpea duramente, el ruido me pone nervioso y esta arena es aún más molesta que la otra. Huele peor, más salada. Fijándome bien, veo manchas rojas en el suelo. ¿Qué son esas manchas? Me voy de aquí. Prefiero enfrentarme a los palos y a los pinchos que a esto. Me doy la vuelta, pero la puerta por la que he entrado no está. Tendré que buscar otra salida.
  Entre gritos y observado por un sinfín de ojos, doy una vuelta en busca de la salida. El recinto está cerrado, es un círculo hermético. No hay escapatoria. ¿Qué hago?
  Uno de los jinetes se acerca a mí sin ocultarse. Ahora que me fijo, él también lleva un palo en las manos. Le miro con incertidumbre, ¿qué va a hacer? Sin mediar palabra, clava el extremo en mi espalda. ¡Au! ¿Por qué hace eso? El hombre retuerce la lanza y yo noto las primeras gotas de sangre resbalando por mi cuerpo. ¡Para! Embisto. No sé qué otra cosa hacer para que pare. Mi cabeza choca contra la cosa dorada del caballo, que recibe el impacto estoico. No quiero darte a ti, compañero, ¡quiero que el dolor pare! Pero no lo hace. La punta cada vez entra más en mi piel, retorciéndose y haciéndome más daño. Gimo de dolor. Es inútil. Pero no tengo otra cosa que hacer. Tras varios empujones y gritos más, el jinete finalmente se da por vencido y se va. Por primera vez pienso en las palabras de mi padre. ¿Será esto a lo que se refería con la lucha? Entonces tengo que ganar para salir de aquí y volver por fin con los míos, a salvo, ¿no? Doy un vistazo rápido. Desde aquí sólo distingo los primeros palcos, pero no me hace falta más. Allí está, en primera fila, viéndolo todo, preocupándose de que nada malo me pase. Está vestido con ropa más lujosa que de costumbre, pero su mirada sigue estando llena de orgullo al verme.
  Dos pinchazos más, muy cerca del primero. La gente vuelve a gritar. Para cuando me he dado la vuelta, uno de los hombrecillos ya se ha alejado, sólo que no tiene los palos. Voy a por él, pero algo me incomoda. Con cada trote, noto golpes en la espalda, siento como si me pellizcaran. ¿Puedo tener sus palos en mi espalda? pateo el suelo y salto de impotencia para quitarme los incómodos objetos. Otros dos pinchazos. Me giro y me encuentro con la lámina de oro del corcel. Embisto y me vuelve a clavar algo cerca de la columna. La piel está irritada y la sangre la ha vuelto blanda, por lo que cala más hondo, duele más. Mientras el manto rojo me atrapa no paro de preguntarme: ¿por qué?
  El baile de dolor se repite. Los hombres van clavándome cosas sin que pueda hacerles nada, protegidos por el muro dorado cuando intento defenderme. Los vítores y los gritos siguen siendo ensordecedores, y yo cada vez me noto más mojado y pegajoso de sangre. Es suficiente. Ya está bien. Han ganado, me rindo. Me vuelvo al público, hacia mi padre, suplicante. El hombre sigue mirándome de la misma manera. Un nuevo pinchazo en la espalda. Aplaude. Se me parte el alma.
  -¿Por qué?
  De repente, todo se convierte en solemne silencio. Un nuevo personaje hace su aparición, un hombre alto y fuerte, apuesto, con un traje que brilla y una capa de ese color tan molesto. El público le aplaude, ¿quién es? Casi ni me he dado cuenta, pero el resto de humanos se han ido o apartado. Sólo quedamos los dos. Estoy tan cansado… Bate la capa del color chillón ante mí. No entiendo, no sé qué hace. Prefiero esperar, pero parece que la gente está inquieta con esa decisión. Me gritan cosas, me increpan. ¿No veis que estoy sufriendo? El hombre acerca más la capa. ¡Vete! No quiero saber nada más de ti… otro pinchazo en la espalda. Me giro por el dolor a tiempo de ver como uno de los compinches se aleja sin sus palos, que probablemente ya hayan sido clavados en mi cuerpo. Tengo que hacer algo.
  Embisto al humano. Él se esconde tras la capa. Cuando la atravieso, su cuerpo se ha ido y yo sigo recto. Me refreno, mis músculos arden, me doy la vuelta y embisto de nuevo. Otra vez sin resultado. Por más que le ataco, el éxito sigue siendo el mismo y la gente estalla, se deshace en aplausos y esa palabra: “olé”. Resulta frustrante y yo cada vez estoy más débil, más agotado, más muerto… La operación se repite hasta que, exhausto, caigo al suelo. Gimo y resoplo de manera que el polvo y la sangre se meten en mis ojos, enrojeciéndolos. Por favor, ayuda…
  El torero hace aspavientos con la capa. Mientras, percibo un reflejo plateado cerca, del mismo color que la punta de esos palos que todavía noto atravesados en la piel de mi espalda. Se acerca el final. Ayer pacía con mis amigos y hermanos y hoy mi vida, todo lo que significa, destruida. No entiendo nada…
  -Levanta -oigo una voz decir.
  Me incorporo un poco. Las patas apenas me responden. Me sobreviene una arcada y, sin poder evitarlo, vomito un reguero de sangre que encharca la arena ante mí. Un hilo rojo lo une a mi boca, sedienta… de repente noto la sed. Estoy muerto de sed. Y de miedo. Y no comprendo nada. Pero sólo parece haber una forma de salir, de un modo u otro. El torero me espera, la sangre y el sudor se unen en mi frente y caen como un río sobre mis ojos. Debo de tener un aspecto patético. Pero no hay alternativa, es todo o nada. Y embisto. El torero se echa a un lado, levanta el arma. Sé que lo está haciendo aunque no lo vea, y yo cambio de rumbo al azar, a la derecha. Noto la carne, la piel desgarrándose bajo mi poderosa testa, ¡lo conseguí!  La gente grita horrorizada. La sangre de aquel que tanta derramó antes, ahora se junta con la de sus víctimas en el suelo mientras él se arrastra, maldice y llora. Inmediatamente, varios humanos se interponen entre ambos, tratando de llamar mi atención. No me importa. No quiero nada de él, se acabó. Le he herido a cierta altura, en el muslo o en la entrepierna, no estoy seguro. Se acabó. La lucha entre hombre y animal resuelta. Gané.
  Varios hombres salen del burladero y llevan al torero a cuestas. No lo entiendo. Estoy mucho peor, tengo más heridas, he perdido mucho… y la sed me está matando. Él sólo tiene una cornada, ¿por qué le salvan antes? Me siento como puedo entre mi sangre. La sed me acucia, algo me dice que no debería lamer el rojo del suelo, pero cada vez me cuesta más.
  Por fin, tres hombres se acercan a mí despacio, con calma. Les espero ansioso, van a curarme. Porque he ganado, me lo merezco. Lloro ante ellos de necesidad, de esperanza. Por favor, deprisa… tengo tanto dolor y sed… ¡Ahhh! Algo no va bien, ¡algo va muy mal! Acabo de notar otro pinchazo en la espalda, sólo que mucho peor que los demás, más agudo, más intenso, ¿qué me habéis hecho? Poco a poco, empiezo a entender. De repente no siento nada, ni las patas, ni el cuello, ni el cuerpo… pero tampoco miedo o incertidumbre, porque ahora lo entiendo. Ahora tengo claro que, pase lo que pase, haga lo que haga, mi vida no tendrá un final feliz. Sólo siento la sed, esa sed terrible, espantosa…
  Entran los caballos. Aparatosamente, atan mis cuernos con una cuerda y empiezan a tirar de mi cuerpo, arrastrándolo como un muñeco sin vida. Pero, por desgracia, estoy vivo. El polvo me llena la boca, las fosas, los ojos… me pica, me escuece y me angustia. Las lágrimas, la saliva y la sangre se mezclan en la arena con mi llanto formando un barro denso. Mientras tanto, el público aplaude y silba.

Estoy en una sala iluminada con una luz fría y azulada. El suelo es de metal y está impregnado de rojo, con un sumidero en el centro. Un hombre con el rostro tapado y un delantal choca el cuchillo contra otra cosa que no identifico.
  -Levántate.
  Pero mi cuerpo no me responde. Es inútil. A lo lejos, todavía se oyen los gritos de la gente. En breve, otro hermano mío tendrá que sufrir nuevos “olés”. Y otro más. Y otro... ¿hasta cuándo?
  -Levántate.
  Entra mi amo. Apenas me dirige una mirada, mucho menos una palabra. ¿Dónde quedaron las palabras bonitas, las caricias, los cuidados...? Cada vez me cuesta más respirar. Casi en susurros, mantiene una conversación con el hombre del cuchillo, una que no entiendo. No me interesa. Yo tan sólo quiero saber una cosa: ¿por qué?
  -Levántate.
¿Por qué no he ganado la vida, si he ganado la batalla?
  -Levántate.
¿Por qué nos hacéis esto a los que son como yo?
  -Levántate.
¿Por qué habéis dejado que sufra tanto?
  -LEVÁNTATE.
  Apoyo los cuartos delanteros, luego los traseros y me levanto. Pero ya no estoy en la sala fría. Aquí todo es blanco, con una luz cálida que me envuelve. Ahora me siento bien, mucho mejor que hace unos instantes, tan bien como cuando pastaba tranquilamente con mis hermanos sin hacer daño a nadie. Una figura se acerca a mí. No puedo distinguirla, la luz me ciega. Con una mano que no me da miedo, porque no la identifico como humana, me acaricia entre los cuernos. El tacto me recuerda al de mi madre cuando estaba junto a ella, pero también al de mi amo cuando me acariciaba con lo que yo creía que era cariño y orgullo.
  -Ya está todo bien.
  Reconozco esa voz. Es la que tanto tardé en obedecer. Pero no creo que tenga razón. Aún hay algo que falta, algo que quiero saber.
  -¿Por qué? -pregunto.
  La figura me mira impasible un instante antes de responder.
  -Es lo que son.
  El ser me guía y yo le sigo. No sé a dónde me lleva, no tengo ni idea pero sé qué, sea donde sea, seguro que será un lugar mejor que aquel del que provengo.


FIN

domingo, 14 de junio de 2015

Posesión de Venganza

El chasquido del metal contra el hueso tiñó sus dedos de sangre. Dos golpes más, profundos y contundentes, y los llantos cesaron. El hombre fue arrastrando los pies hasta su televisor, en dónde depositó la figurita de acero barato, imitación de un premio Oscar, ahora salpicada de rojo. Enseñando los dientes en una mueca que se asemejaba a una sonrisa tanto como el falso premio al verdadero, se dejó caer en el sofá y lamió los restos de sesos que habían quedado adheridos a la palma de su mano. Luego, rompió a llorar.

Rodolfo Sanchís pateaba el suelo con su característico andar violento, camino de la comisaria de Somosaguas. Había tenido que aparcar lejos por el tráfico y eso le cabreaba. Aquella mañana la calle estaba tan sucia como siempre, si no más debido a la huelga de basureros. En el arcén, se cruzó con varios gatos sarnosos que rebuscaban entre los desperdicios y un mendigo cubierto con cartones y la mano extendida en una eterna súplica, a pesar de estar durmiendo.
- ¡Qué puta vergüenza!- esputó, reprimiendo el impulso de pisarle el brazo.
  Cuando llegó a su puesto de trabajo, el inspector dejó las llaves y la pistola en la bandeja y pasó por el detector de metales antes de recoger sus pertenencias al otro lado. Luego, recorrió la comisaría sin saludar a nadie, como era habitual. Varios compañeros cruzaron la vista con él, dedicándole leves aspavientos de cabeza o, simplemente, desviando la mirada. Lo cierto era que a Sanchís no se le daban demasiado bien las relaciones sociales. Vivía solo en un pequeño apartamento a dos calles del centro, nada ostentoso, pero cómodo. Su sueldo le daba sobradamente para más, pero tampoco tenía ninguna necesidad de algo mejor, ni amigos, ni pareja, ni parientes con los que se llevara bien. Cuando muriera, sería el cadáver con mayores ahorros del cementerio, como se repetía a sí mismo.
- Eso, por supuesto, si no decido antes quemarlo todo o fundírmelo en putas- añadía para sus adentros.
  Rodolfo atravesó la oficina, los despachos y llegó a la sala de interrogatorios. Allí, una chica de unos treinta años, bastante atractiva aún con el uniforme y la melena negra recogida en un moño le esperaba.
- Inspector Sanchís- saludó la mujer secamente.
- Lucía- respondió el hombre- . Qué polvazo te metía.
- Está dentro. No dice nada con sentido, pero a mí me huele a un hijo de puta más.
  La mujer tendió un informe al inspector. Este lo recogió y lo repasó de un vistazo rápido.
- Matar a sus tres hijos a ostias con una estatuilla. A mí no me parece un hijo de puta más. Este es el “gran hijo de puta del mes”.
- Los informes del psicólogo no reflejan ninguna enfermedad mental. Vivía solo en su finca tras haberse separado de su mujer y con una sentencia de malos tratos aún por resolverse. Es cazador, por si fuera poco… gentuza. Mantienen a sus perros hacinados hasta que dejan de serles útiles, ¿sabe? Una protectora va a hacerse cargo de ellos.
  Sanchís repasó a su compañera con la mirada. En lo que a él respectaba, los animales le importaban un carajo. Nunca había tenido mascotas, y justo al lado de su casa había una casa de acogida de perros que nunca visitaba. Los vecinos habían interpuesto hace poco una denuncia para que la insonorizaran o la cerrarán, y a él los ladridos de aquellos chuchos le molestaban lo suficiente como para firmar el primero. Lo que le llamó la atención fue la implicación emocional de Lucía.
- Un tipo con pasta- se limitó a decir-. Al fin y al cabo, sólo eres una mujer.
  Lucía asintió.
- Bien, voy a ver a ese cabroncete. En cuanto suelte su mierda le empapelo.
  El inspector entró en la austera habitación, con únicamente una mesa gris y dos sillas, una de ellas ya ocupada. El acusado era un hombre canoso de unos 50 años, de piel morena y arrugada. Medía casi dos palmos menos que Sanchís, quien además era bastante más corpulento, por lo que no vio necesario ponerle las esposas. El policía se sentó junto a la cámara que grababa directamente el rostro del hombre (los espejos falsos eran cosas americanas), de mirada sombría y cabizbajo, en un gesto que casi daba pena.
- Buenos días señor López. Soy el inspector Sanchís.
  El hombre no dijo nada. En su lugar, mantuvo su actitud defensiva.
- No soy un tío que se ande con rodeos, así que lo diré directamente: tenemos los cadáveres y un saco de pruebas incriminatorias hacia usted. Me va a contar lo que pasó, porque es lo menos malo que le puede pasar hoy.
  Por fin, el hombre reaccionó, devolviéndole una mirada acuosa y llena de legañas.
- No sé qué pasó. Me volví como loco.
- El psicólogo le ha examinado. No miente tan bien como para hacernos creer eso. 
  De nuevo, López decidió guardar silencio mientras se miraba los nudillos, dubitativo, hasta que volvió a hablar.
- Si se lo cuento, no va a creerme.
- Depende. Si me dice que se los cargó para hacer daño a su exmujer, tenga claro que le creeré y que esto se solucionará lo antes posible.
- ¡No fue así! Amaba a mis hijos. Nunca les haría daño…
- ¿Ve? Eso sí que no me lo creo.
  De nuevo, el silencio. Sanchís conocía perfectamente cómo funcionaba la mente de un maltratador porque muchas veces se había metido en ella. Sólo tendría que picarle un poco más, aflojarle las tuercas antes de que súbitamente estallara y tuviera la confesión que le permitiera irse a casa a ver su serie favorita, no una de esas mierdas de detectives que ponían hoy en día.
- ¿Sabe qué? Yo le entiendo. Joder, usted y yo estamos jodidos. Esos jueces sin huevos de hoy le dan la custodia a la tía siempre, por muy zorra que haya sido…
- Los humanos nos creemos muy fuertes y seguros aquí, donde estamos. Por eso hemos olvidado.
  Por primera vez en años, Sanchís se sorprendió. Aquella no era la respuesta que esperaba, desde luego. Con frialdad, el inspector se recompuso rápidamente sin apenas dar muestra de su asombro.
- ¿El qué hemos olvidado?
- Que no somos distintos de hormigas en mitad de una tormenta, resistiendo hasta que nos arrastra el agua o hasta que algo más grande que nosotros nos aplasta.
- ¿Y por eso aplastó la cabeza de sus hijos?
  El señor López le dedicó una mirada llena de congoja, no correspondida con su sonrisa trémula y desesperada.
- Usted parece una buena persona.
- Pues no lo soy.
- Lo sé. Pero lo parece. Igual que yo. Tal vez por esa razón pueda entenderme. Vaya al Oeste de mi finca, a uno 200 o 300 metros más o menos hasta un olivo con las ramas caídas. Entonces, le contaré todo.
  Sanchís analizó detenidamente al hombre. Estaba con el agua al cuello, vacilarle no le serviría de nada. Además, el inspector siempre se había jactado de su merecida fama en saber juzgar a las personas, tal vez su único don, y su intuición le decía que aquel pobre diablo no le estaba mintiendo. Ahora, lo único que debía averiguar era si de verdad le importaba tanto conocer lo que aquel hombre le quería contar como para darse un paseo tan largo.
- De acuerdo. Voy a jugar. Cuando llegue, quiero que me escriba una confesión con toda su vida si hace falta. 
  El señor López asintió.

Sanchís llegó a la finca en diez minutos. El cordón amarillo que rodeaba el lugar le trajo recuerdos de sus tiempos advenedizos, cuando su trabajo era de campo. Hacía tiempo que había cambiado estar a pie de calle por una labor más ligada a las oficinas, si acaso con algún interrogatorio de por medio, y a veces echaba de menos la adrenalina de la escena del crimen.
  Las flagrantes pruebas en contra de López habían hecho que los equipos forenses tardaran muy poco en analizar la finca, por lo que ya todo el mundo se había ido a sus casas. El hombre trató de buscar el Oeste por el sol (sale por el Este, se oculta por el Oeste, ¿no?) y caminó en esa dirección. Para su decepción, el campo estaba lleno de olivos.
- Hijo de puta…
  Sorprendentemente, el inspector creyó encontrar su árbol en poco tiempo. Aquel olivo tenía las ramas caídas como le había dicho, y más significativo todavía, un cartel colgado con sogas.
-“LO SIENTO, LINDA”- rezaba.
  Fijándose mejor en el paisaje, el inspector vio que la tierra a sus pies había sido removida recientemente, formando varios montículos. El hombre ni siquiera recapacitó antes de ponerse a escarbar. El barro humedecía sus manos mientras la porquería se acumulaba debajo de sus uñas, pero no le importó lo más mínimo. La curiosidad se había adueñado de él por completo. Ya se imaginaba a sí mismo en los periódicos y la tele, destapando algo gordo, alguna droga secreta que el cabrón había tomado para ponerse cachondo que le había salido mal o el cadáver de más víctimas de lo que sería un asesino en serie.  
  En unas pocas paladas con las manos, lo que había permanecido oculto salió a la luz.
- Joder…
  Primero desenterró a la madre. Con el alambre aún entornado al cuello, hendiendo la piel muerta, el cadáver de una perra de raza galgo ya empezaba a acumular gusanos en los ojos. Siguió oradando los demás montículos, encontrando tres cachorros de galgo, todos ellos con la cabeza aplastada y esa expresión característica de ojos cerrados y boca entreabierta, reflejo de un dolor más humano del que muchos piensan que puede sentir un animal.
  Furioso, el inspector volvió a comisaría. Conduciendo a toda prisa, dejó el coche aparcado en doble fila, esta vez a las mismas puertas del edificio. Como una exhalación, volvió a entrar en la sala de interrogatorios en donde López le esperaba y cerró de un portazo.
- ¿Te cargaste a unos perros de mierda? ¿Me has hecho perder el tiempo para eso, capullo?
  López no respondió. En su lugar, se levantó súbitamente y al inspector se le erizaron los pelos de todo el cuerpo. La expresión del hombre había cambiado por completo. Tenía algo parecido a una sonrisa tensa en el rostro, excesivamente poblada de dientes, y sus ojos dejaban ver una sensible falta de humanidad. El cazador rodeó su propia muñeca izquierda con la boca y apretó.
- ¡Serás cabrón!
  Sanchís se abalanzó en toda su estatura sobre el hombre, pero este le apartó sorprendentemente fácil con un puñetazo que le impactó en la cara. Mareado y entre chispas luminosas, el inspector vio como, tras un tirón de cuello, una cantidad importante de piel y carne fue arrancada de la muñeca del detenido, que en seguida la escupió al suelo para volver a arremeter a dentelladas contra su propio miembro.
- Me cago en la puta… ¡AYUDA! ¡SOCORRO!- gritó Sanchís. Luego, sacó su Heckler & Koch reglamentaria y apuntó- ¡Estate quieto López!
  La sangre chorreaba por el brazo del hombre como si fuera su propia manga, empapaba su cara y encharcaba el suelo.
  Sanchís apuntó al hombro y disparó. La bala provocó una rozadura que quemó piel y carne, pero el hombre no se detuvo. Apenas pareció notar el disparo. Mantenía aquella expresión desencajada, furiosa, casi animal, mientras se destrozaba la muñeca a mordiscos. El reguero de sangre pareció suavizarse cuando las venas se le secaron.
- Joder para López, para… - De repente, una idea alocada cruzó la mente del inspector Sanchís. Era una posibilidad, era absurda, era imposible…- ¿Linda?
  Por primera vez desde que volviera a comisaría, los ojos del señor López se cruzaron con los de Sanchís, y el inspector casi pudo hallar reconocimiento en ellos.
  Alertados por el disparo, varios miembros de la policía irrumpieron en la sala.
- ¿Qué cojones…?- empezó Lucía.
- ¡Sujetadle! Y llamad a una ambulancia- ordenó Sanchís.
   Entre varios policías consiguieron reducir al señor López, pero ya era demasiado tarde. El hombre prácticamente había conseguido roer hasta el hueso de su propio antebrazo. Cuando los servicios sanitarios llegaron, no pudieron hacer otra cosa que llamar a los forenses para que metieran en una bolsa el frío y seco cadáver.
- ¿Por qué coño tardasteis tanto?- bufó el inspector Sanchís.
- La cámara se apagó de repente, no oímos ni vimos nada- contestó un miembro de la unidad técnica-. ¿Qué coño ha pasado?
  Sanchís ni siquiera escuchó la pregunta. Se dio cuenta de que aún tenía la pistola en la mano, agarrotada alrededor de la culata. El inspector guardó el arma y, sin mediar palabra, se marchó. Ya lo explicaría todo mañana.

- ¡Dios le bendiga!- exclamó el hombre, un chico bajito y con melena rubia destartalada.
- Sí, sí. Lo que sea por esos chuchos.
- Ahora no habrá porqué cerrar. De verdad, es usted un buen hombre.
- Créame que no.
  Sanchís salió del refugio para animales abandonados. Un sol primaveral le golpeó el rostro, así que tuvo que colocar su mano a modo de visera. Por primera vez en años, sonrió sinceramente, pero nunca supo si porque se sentía ridículo o bien consigo mismo. Acababa de donar gran parte de sus ahorros para que no cerraran aquel lugar que tanto detestaba.
- No quiero problemas, ¿vale?- dijo, a nadie en particular. Luego, volvió andando a casa.


FIN

viernes, 5 de junio de 2015

El Estuche de Colores

Cuando Saeta nació, su abuelo le regaló un estuche de colores.
- Para que pintes la realidad como quieras, para que tu mundo nunca sea gris- le susurró el anciano a la cuna, palabras que el chico nunca recordaría.
  Diez años después, Saeta aún continuaba con aquella colección de colores intacta, la cual parecía aguantar mágicamente el desgaste del tiempo y el uso sin apenas dar muestras de haber sido estrenada. Su abuelo había muerto hacía tres años, pero para el chico era como si estuviera junto a él cada vez que dibujaba, con su mirada serena, sus cejas blancas distendidas en una mueca de calma y sus labios tensados en trémula sonrisa. Por eso pintaba a menudo, por eso dejaba volar su imaginación, materializada y atrapada con sus dedos en lienzos que se volvían realidad y le transportaban a lugares que sólo él podía alcanzar.  
   Aquel día, Saeta ya había dibujado en su cuaderno el enorme azul estrellado, la nave blanca y la escafandra para construirse un traje de astronauta. El chico se lo encajó perfectamente, pues estaba hecho a su justa talla y, de repente, notó cómo la gravedad se rendía, sus pies se despegaban de la tierra y su cuerpo se mecía libre en la inmensidad del espacio. Durante un tiempo, viajó a los confines de la galaxia, exploró planetas de los que nadie había oído hablar nunca y saludó a sus extrañas criaturas, e incluso se acercó lo más que pudo al sol hasta que el calor le hizo sudar dentro del traje y volvió a su nave a tomarse un helado.
- ¿Qué haces?- oyó aquella sinuosa y sibilante voz.
  Saeta cayó al suelo. Sabía bien de dónde procedía el sonido.
- Explorar el espacio. Soy un astronauta- le dijo a los faldones de su colcha que ocultaban el espacio de debajo de su cama.
  De repente, como una araña que nota tensión en alguna parte de su tela, una figura salió de entre las sombras. Su cuerpo era completamente negro, tenía un torso humanoide y siete piernas como extremidades; su rostro era una mascarada negra, completamente lisa a excepción de unos ojos amarillos maliciosos. El chico le había bautizado como Eso.
- ¿Puedo mirar? Sabes que me gusta observarte.- A Saeta siempre le había asombrado como aquel ser era capaz de hablar sin que le viera la boca, pero supuso que habría de tener una.
- ¡Claro! Puedes ser mi segundo de abordo- dijo el chico.
- Gracias, pero prefiero mirar sólo.
  Saeta pilotó su nave espacial hasta la hora de la cena, siempre observado por Eso, que le contemplaba sin expresar ninguna emoción. El chico se despidió de la criatura y fue al comedor. Cuando volvió a su cuarto, Eso había desaparecido como siempre hacía. El niño guardó su preciado estuche y se fue a dormir.
  La tarde siguiente, Saeta volvió del colegio como siempre. Casi sin cruzar palabra con su madre, siempre ensimismado, fue corriendo a su cuarto, abrió el cajón donde guardaba las pinturas y las liberó sobre la cama. Esta vez, una mueca de extrañeza atravesó su rostro.
- Qué raro…
- Hola…- saludó Eso, saliendo de debajo de su cama-. ¿Sucede algo?
- Hola. Sí, algo raro. No puedo ser astronauta: la pintura azul ha desaparecido, no tengo con qué pintar el cielo- respondió Saeta entristecido.
- Bueno amigo, no le des más vueltas, no pasa nada. Sólo es una opción entre varias, ¡todavía te quedan un montón de pinturas!
- Tienes razón.
  Aquella tarde, el niño fue bombero. Montado en su reluciente camión, rescató varios gatos de los árboles, salvó a sus amigos de edificios incendiados y combatió las llamas que amenazaban con comerse bosques enteros.
-Ha sido emocionante… ¡realmente emocionante!- dijo Eso antes de volver a su escondrijo.
  Al día siguiente, cuando Saeta regresó de clase y sacó las pinturas, de nuevo le acometió la duda.
- No puede ser…
- Hola- se presentó otra vez Eso-. ¿Qué te ocurre niño?
- Hola. Hoy no encuentro el color rojo. Sin él no podré pintar el camión de bomberos. ¿Sabes algo de eso?
- ¿Yo? Para nada.- La figura reaccionó de manera descaradamente exagerada-. Sólo soy tu amigo y quiero ayudar. Todavía te quedan otros colores que puedes utilizar, ¿no es así?
- Tienes razón.
  Aquella tarde, Saeta fue un granjero que vivía apartado del resto del mundo cultivando frutas y verduras, cuidando agradecidos animales y disfrutando al aire libre de la naturaleza.
  Pero, para desgracia de Saeta, la situación continuó empeorando. Día tras día, cada vez que llegaba de clase, su estuche de colores mágico iba perdiendo pinturas. Verde, naranja, morado, amarillo, rosa… las posibilidades de dibujar se le iban agotando al chico. Probó a llevarlo siempre consigo pero, de manera misteriosa, los grafitos seguían desapareciendo hasta que, finalmente, al chico sólo le quedaron dos opciones.
  Saeta contemplaba el color marrón entre sus dedos. Desde siempre, aquel había sido uno de sus menos favoritos.
- Hola…
  Eso volvió a salir de su escondrijo.
- Hoy no estoy de humor. Aún no sé qué puedo dibujar sólo con esto. Lo siento.
­- Lo sé… jajajá…
  La risotada estalló por toda la habitación descarada, triunfal, nacida de lo más profundo de aquel ser oscuro. Por primera vez, Saeta vio la boca de Eso, desproporcionadamente grande, roja y con unos dientes afilados como cuchillas y llenos de ávida saliva.
- ¿Por qué te estás riendo?
- ¿”Por qué” dices, muchacho? Porque todo está saliendo bien. Todo está saliendo como DEBE ser.
  De repente, una lengua rosada y bífida salió de las fauces del monstruo, se enroscó en torno al color y tiró de él hasta arrancarlo de las manos de su propietario. Con un sonido húmedo de deglución, Eso  devoró la pintura.
- ¿Qué haces? Sin colores no puedo hacer nada- se quejó el niño mientras el ser se relamía.
- Aún te queda uno- dijo Eso, con una voz muy distinta a la que había tenido hasta el momento, mucho más grave, solemne y pesada como una lápida.
  Saeta miró en el estuche. Al fondo se había quedado la pintura más anodina de todas, aquella que casi nunca usaba: el frío gris.
- Utilízalo-  ordenó Eso.
  El antiguo niño, que ya se había convertido en hombre, se rindió y obedeció. Con aquel color como su única posibilidad, dibujó una mesa gris llena de documentos y papeles que estuvo todo el día ordenando; al día siguiente hizo un almacén, donde se dedicó a cargar y descargar cajas; otro día, un traje austero con una corbata constrictora, convirtiéndose en oficinista. Desde entonces, cada día, Saeta apagaba el despertador a las 5 de la mañana, se aseaba y vestía e iba a su trabajo arrastrando los pies, como cada una de las demás personas grises de su alrededor. Durante varios años desde aquel momento, los cuales parecieron siglos, todos los días fueron iguales: cumplía sus obligaciones sólo por lo que ese nombre significaba, ganaba un sueldo para poder vivir con comodidad, volvía a su casa y descansaba hasta que el día siguiente empezara de nuevo.
  Mientras tanto, Eso  estaba casi desaparecido. A veces oía su risa cruel cuando volvía a casa agotado y se tumbaba, pero por lo general había dejado de hablar con él. Y, mientras tanto, el hombrecillo se sentía más hastiado, triste y, en cierto sentido, débil.
- Ahora gano dinero pero, ¿de qué me sirve? Yo lo que quiero es color en mi vida…  
  Un día, después de llegar a su casa tras una dura jornada, Saeta se sintió especialmente nostálgico y sacó el estuche de colores, ahora inútil, que tanto tiempo llevaba olvidado. Una vez con él, cogió la pintura gris y jugueteó con ella entre los dedos. Era triste y sosa, casi como un lapicero vulgar, y con su tosca punta apenas se podían hacer burdos trazos. Añoró los tiempos pasados en los que cualquier color que pudiera imaginar estaba en sus manos, cuando sus sueños podían correr desbocados sobre el papel… momentos perdidos para siempre.
  Justo cuando Saeta iba a guardar la pintura de nuevo, se fijó en que había algo dentro del estuche, algo que siempre había estado ahí, pero que nunca había visto, quizás por estar escondido con el antiguo montón de colores. Con cuidado, el hombre cortó dos bordes del cartón y lo desplegó. Palabras con la solemnidad del pasado se descubrieron ante sus ojos, dibujadas con el mismo color que ahora sujetaba en la mano.
“Querido Saeta, te regalo este estuche de colores para que pintes la realidad como quieras, para que tu mundo nunca sea gris. Úsalos libremente y sin miedo, pues en cada uno de ellos dejo presente mi cariño y la potencialidad de que seas lo que desees”.
  Saeta repasó la carta varias veces. Sin duda, la letra debía ser de su difunto abuelo.
- Es muy bonito eso que dices pero… ¡no tiene sentido!- se quejó amargamente a nadie en particular-. Dices que no quieres que mi mundo sea gris, pero al mismo tiempo es la única pintura que me queda, ¿qué podría hacer sólo con eso? Nada tiene sentido… esto sólo son palabras escritas… en un cartón viejo… Espera, ¡eso es!
  Saeta corrió a coger su cuaderno, lo abrió en la cama por una hoja en blanco y se puso manos a la obra. Inmediatamente, como alertado por un peligro inminente, Eso salió arrastrándose pesadamente de su escondrijo.
- ¿Qué haces, viejo? ¿Todavía no te has dado cuenta de que es inútil? Mejor ocupa tus ratos libres en descansar y mentalizarte de cómo hacer más dinero.
- Silencio. No volveré a obedecerte, a partir de ahora voy a hacer lo que quiera. Por fin lo he entendido, aunque me haya costado tanto tiempo. Me quitaste todos los colores menos uno para que me rindiera a la ironía, para que mi desesperación me hiciera aferrarme al único, al que, según tus cálculos, era el que menos me podía servir y más me anclaría al mundo que quieres que me devore por completo. Pero cometiste un error, pues el color que me has dejado tiene tanto poder como cualquier otro, si no más.
- Jajá, me río de tu ingenuidad, ¿me lo dices en serio o te burlas de mí con faroles? Da igual los colores que tengas, no servirán de nada, y mucho menos ese patético gris insulso. ¿La vida no te ha demostrado ya que dibujar es una pérdida de tiempo? Qué tonto…
- Te equivocas. Crear algo nuevo es muy poderoso y vas a verlo ahora mismo. Además: yo no estoy dibujando.
  Saeta le mostró la hoja sobre la que había estado trabajando a Eso. El monstruo leyó las líneas con sus impasibles ojos.
“Descubrió entonces Saeta que había tenido el poder todo el tiempo, la potestad de convertir el mundo a su antojo aún sin colores, sólo con palabras, a la espera de una voluntad nacida de la conciencia para hacerlo. Cuando le mostró a Eso sus progresos, el ser oscuro se dio cuenta de que no tenía nada que hacer y se deshizo al momento”.
  El semblante de Eso cambió al momento. Sus ojos, hasta ahora afilados, se dilataron en una mueca de espanto que pudo adivinarse a pesar de la total ausencia de otros rasgos. Como hielo al sol, el monstruo se derritió entre chillidos rápidamente, hasta quedar reducido a un charco negro en el suelo.
  Desde entonces, la vida de Saeta cambió por completo. Podría seguir trabajando en un sitio que no le gustara, levantándose a horas demasiado tempranas para su gusto o haciendo cosas que aborrecía porque, al final, siempre tendría la posibilidad de transportarse a cualquier sitio que su imaginación le permitiera y, en cierto sentido, vivir cualquier realidad que quisiera. Sólo con un lapicero.


Cuando crecemos, podemos ir perdiendo pinturas, pero hay algo que nunca desaparece: nuestra capacidad innata para poder ensoñar y crear cosas nuevas de la nada.  

FIN

martes, 14 de abril de 2015

La Persona de su Vida

-Pst, ¡oye! ¡Eh! Despierta…
  Martina abrió los ojos, pero no reconoció el lugar donde estaba. Se trataba en una cámara vertiginosamente amplia, rodeada de diversas estatuas de imponente porte que parecían mirarla con suspicacia. Todas eran grandes, adustas, severas y poderosas y, a pesar de que sus facciones estaban perfiladas en un negro tan profundo que las hacía irreconocibles, por su forma se dio cuenta de que todas eran mujeres.
- ¿Quién ha dicho eso?- preguntó la chica.
- Pst, ¡oye! Aquí.
    La chica se revolvió en el pétreo suelo hasta dar con la fuente del sonido. Tendida entre un montón de escombros de piedra, yacía una pequeña águila del tamaño de un ratón.
  Martina reprimió un quejido.  
- ¿Qué sitio es este?- preguntó la chica desde lejos.
- ¿No lo sabes? Ayúdame niña.
- No sé si podré. Nunca me han gustado los pájaros.
- ¿Y eso?
- Desde niña. Se puede decir que me dais pavor. Y encima uno que habla…
- Ya, bueno. Pues perdona, pero esta vez vas a tener que tragártelo y colaborar o nunca podremos salir de aquí.
  Martina se incorporó para ir hasta donde estaba el águila. En cuanto se levantó, las esculturas reaccionaron alzando sus armas y poniéndose en guardia.
- Tranquila- dijo el ave, advirtiendo su miedo-. No te harán nada si no las atacas. Sólo son precavidas.
- De acuerdo. No me has dicho qué lugar es este.
- Mira a tus pies, niña. Es un tablero.
  La chica obedeció. Efectivamente, el piso estaba dividido en secciones de cuadrados negros y blancos, asociados en diagonal. Cada estatua ocupaba una de aquellas delimitaciones.
- ¿Cómo uno de ajedrez?
- Algo así.
- No sé cómo he llegado aquí. Ni cómo puede existir algo así. Ni tampoco quién eres tú.
- Bueno, a eso último te puedo contestar- dijo el águila-. Soy una pieza de tu bando. La última, en realidad. Vamos perdiendo, observa.
  Martina miró alrededor. Más o menos desde la mitad hasta que el enorme tablero acababa de manera abrupta en un abismo, varios montoncitos de piedra ocupaban sendos cuadrados. Por alguna extraña razón, a la chica no le costó demasiado meterse en el papel.
- De acuerdo. ¿Cómo hago para salir de aquí?
- Pues la única manera es derrotar a tu rival, creo yo.
- ¿Qué rival?
- Mira arriba.
  De nuevo, la muchacha accedió. Desde las alturas, un gigante sin rostro yacía con la cabeza hacia delante.  
- Sigo sin comprender nada… ¿qué está pasando? ¿Qué son esas cosas? ¿Y tú?
- Deberías saberlo. O, al menos, tener una cierta idea. Tú eres nuestra reina, siempre lo has sido, la que manda y nos gobierna. ¿No sabes quién puede estar jugando en tu contra?
  La chica miró a las sombras femeninas. Luego, a su rival en el cielo.
- Tengo una idea. ¿Cómo acabo con estas cosas?
- Primero necesitas un arma… ¡mira, allí! En ese montón de piedra. Antes había un caballero muy chulo. Una pena cómo murió. Pero su garrote sigue estando. Cógelo.
  Por tercera vez, Martina hizo lo que le mandaba el pájaro. El arma estaba parcialmente enterrada entre la grava y parecía enorme y pesada. No obstante, para su sorpresa, consiguió levantarla fácilmente con la diestra.
- Vaya…
- ¿Sabes lo que hacer con eso?- preguntó el águila.
- Por supuesto.
  La joven apretó la empuñadura hasta que sus dedos se pusieron blancos. Luego, se lanzó a acabar con las sombrías criaturas. Embriagada por una furia cuya procedencia sólo intuía, comenzó a golpear las esculturas.
  Ágil y liviana, con una facilidad que no se esperaba, se movió entre las sombras, esquivando sus débiles defensas y destrozando los cuerpos con maestría. En pocos minutos, sólo quedaron montañitas negras.
- ¡Bravo! ¡Excelente! Sabía que podíamos confiar en nuestra Reina- graznó el ave.
  De repente, una puerta apareció en el otro lado del tablero. Martina se dirigió a ella.
- ¡Espera!- la detuvo el águila-. ¿No pensarás dejarme aquí?
  Martina gimoteó.
- Vale. Puedes venir. Pero no te acerques mucho, todavía me das “yuyu”.
- Eso debería decirlo yo- opinó el águila. Luego, aleteó hasta ella.
  Martina abrió la puerta. A pesar de que había aparecido construida en el aire, cuando la atravesaron se vieron como por arte de magia en otra sala. Aquella nueva habitación parecía el estudio de algún artista, lleno de herramientas, martillos y piquetas, además de un montón de bloques negros como el carbón. Encadenado en un rincón, un chico joven y pálido les miraba con los ojos desorbitados y sus útiles en las manos.
- Tú…- dijo la chica con un suspiro.
- Martina, ¿qué haces aquí?- dijo el joven. En su voz había algo más que sorpresa. Se trataba de miedo.
- ¿Por qué no mejor me dices porqué me estás haciendo esto? Eh, Pedro- se quejó la chica.
- ¿Le conoces?- preguntó el águila.
- Es una larga historia.
  Pedro le miró un instante con sus ojos enormes como dos huevos. Luego, se señaló las cadenas.
- ¿Hacerte yo? ¿No ves que estoy encadenado? Yo sólo esculpo estatuas por obligación.
  Martina observó sus manos, y el cuerpo femenino aún por acabar que se iba formando de la roca.
- Parece que tiene sentido- opinó el águila.
- De acuerdo. Te creeré aunque no lo merezcas- concluyó Martina.
- Mira, una puerta. Por ahí estará el responsable de todo esto- dijo el ave.
  La chica miró en la dirección indicada con el pico. Tras el umbral, un pasadizo llevaba a unas escaleras ascendentes.
- Bueno. Vamos allá- dijo la chica, cargando su maza.
  Pedro retrocedió asustado. Viéndoles pasar, al final consiguió armarse de valor y preguntar.
- ¿Me vas a sacar de aquí?
- Ya veremos- contestó la chica.

El hueco de las escaleras era estrecho y estaba mal iluminado. La chica subió delante, perseguida por el persistente viento que el águila creaba con sus alas.
- ¿Quién era ese?- preguntó.
- Era... mi ex.
- ¿Ex?
- Exnovio. Ya sabes… salíamos juntos, hablábamos de todo, nos consolábamos y nos ayudábamos, estábamos apoyándonos en los malos momentos… hasta que me dejó.
- ¡Ah! Una pareja más.
- No. No una más. Lo era todo para mí. Era el hombre de mi vida.
- ¿“El hombre de tu vida”? Perdona mi ignorancia, pero sólo soy un pájaro. Hay algunas cosas que no entiendo de los humanos. ¿Qué es "el hombre de tu vida"?
- Pues es… la persona más especial de tu vida. Aquella por la que lo darías todo, aquella sin la cual no puedes vivir. Ella es el principio de tus mañanas y el final de tus noches, lo más importante que tienes… alguien a quien nunca dejarás de querer. 
- Vaya. Qué putada.
- No. No lo es. Cuando estás con esa persona especial eres el ser más feliz del planeta, puedes con todo. Te da energía y vida, mueve tu mundo.
- ¿Y cuándo no estás con él?
- Pues… cuando no estáis juntos, no- dijo Martina con tristeza.
- Vaya… pues yo no querría tener una persona así ni loco.
  Martina se dijo que no le entendía, que eran conceptos muy complicados para el cerebro de un pájaro. Luego, se detuvo un instante a pensar. Cada vez el aire era mayor, y las alas del águila ya casi rozaban las paredes. La chica se preguntó cuándo había crecido tanto. Tragó saliva.
- Y dime, ¿tienes alguna idea de quién puede estar haciendo todo esto?- preguntó el pájaro.
- Sí. Todas esas formas eran de chica, como también estoy segura de que lo era la que nos miraba desde arriba. Creo que el nuevo ligue de Pedro le está utilizando para hacerme daño. Para torturarme- Martina apretó el puño con más fuerza.
- ¿Por qué piensas eso? ¿Conoces a esa persona?
- No. Pero es el único tercero que podría conectarnos a ambos. Esa zorra…
  Los dos aventureros llegaron a una trampilla que se interponía en su camino. La chica la empujó con ansiedad y ambos salieron al piso superior.
  Aquel lugar era un torreón cubierto por una cúpula de vidrio. En su interior había un busto de mujer gigante a medio hacer, mientras que las gotas de lluvia de una terrible tormenta golpeaban el exterior.
- ¡Mira! ¡Allí!- dijo el águila. Su voz se había vuelto mucho más profunda y grave. Martina tuvo miedo de girarse y ver cuán grande se habría vuelto. Trató de calmarse, no le había hecho nada. En algún momento tendría que superar lo de los pájaros. Y ahora tenía cosas más importantes de las que ocuparse.
  Mirando a través del cristal, una misteriosa encapuchada les daba la espalda. Martina estuvo segura de que se trataba de una mujer por las formas que se adivinaban a través de su túnica. Sujetó la garrota como si fuese un bate de béisbol y se acercó lentamente.
- Se acabó, maldita zorra, seas quién seas. Dime cómo salir de aquí.
- ¿Salir?- repitió un eco extraño. La chica se volvió y se quitó la capucha.
- No puede ser- le dijo Martina a su imagen especular.
  La chica que tenía delante era una copia calcada de ella: su misma melena parda, sus mismos ojos verdes, sus mismos pómulos marcados y su mismo cuerpo de aspecto frágil, con los hombros pequeños. El único detalle que le decía que se trataba de otra persona era el tono de su piel, de un gris apagado enfermizo.
- No puedes salir, no has entrado a ningún sitio- dijo su clon-. Llevo mucho tiempo bombardeándote, resistiendo, tratando de que… no escapara…
- ¿Quién? ¿Pedro?
- ¡Eso!
  De repente, el águila se abalanzó sobre la nueva Martina. Con su enorme pico, rodeó la cabeza de la aparición y dio un tirón seco hasta que la arrancó. Una vez engullido el cráneo, abrió aún más sus fauces hasta sujetar los hombros de la joven y, de un trago, la deglutió por completo. Como si hubieran pasado años en un segundo, el ave creció hasta doblar su tamaño. Bien podría medir lo mismo que un elefante.
- Muchas gracias, niña idiota. Sin tu ayuda no lo habría conseguido- rio el monstruo.
- Qué te lo has creído.
  La chica saltó sobre el ave, blandiendo su garrote. Con un golpe de ala, el águila detuvo el avance de la joven para después, con su poderoso pico, partir el arma por la mitad.
  El pájaro fue hasta la trampilla.
- ¿A dónde vas?- preguntó Martina.
- ¿Tú qué crees? A comerme a tu amado, a hacerme más poderoso. Destruiré todo lo que fue, todo lo que significó para ti. Perderás su recuerdo. Los dos ganaremos, ¿no te parece?
  Comerse a Pedro… el recuerdo que le amargaba, la pena que jamás se iba. Su imagen le había impedido dormir bien, le había robado el apetito y las ganas de vivir. La duda de lo que habría podido ser y no fue le había asfixiado desde entonces, y la rabia porque otra pudiera estar llevándose esos momentos la oprimía el pecho como una armadura de una talla que no le correspondía. Vivir toda su vida así la atemorizaba más que nada en el mundo y eliminar a Pedro era llevarse todo eso… pero también su memoria, los buenos momentos que pasaron. Lo que aprendieron juntos, lo que disfrutaron, lo que rieron, vivieron y lo que sintió estando a su lado... y lo que dejó dentro de ella.   
- No. No harás tal cosa.
  El pájaro gigante la repasó con sus enormes ojos amarillos.
- No me hagas reír. ¿Cómo piensas detenerme?
-Ya sé quién eres, Miedo.
  El águila pareció sorprenderse un instante. Sin embargo, se repuso rápidamente.
- Bueno. Conoces mi nombre, ¿y qué?
- Que ahora lo entiendo todo. Yo estaba equivocada. Y tú cometiste un error.
- ¿Qué error?
- Comerte mi Culpa.
- Y ahora me comeré al hombre de tu vida.
- Él no es el hombre de mi vida, sino de la suya. Al igual que yo soy la mujer de mi vida y de nadie más. El resto, sólo son cuentos infantiles.
  El águila la analizó un instante con su mirada rapaz. De repente, su cuerpo empezó a retorcerse y a hincharse, hasta que pareció un muñeco cuyas costuras estaban a punto de romperse. De su interior comenzó a emanar una luz brillante y cegadora, a la vez que la tensión de su piel aumentaba.
- ¡MALDITA SEA!
  Finalmente, el Miedo explotó, inundando la sala de un blanco que escapaba de la cúpula, iluminando el cielo lluvioso.

Martina abrió los ojos. Esta vez reconoció su cama, las paredes de su habitación, su escritorio… estaba en casa. La chica se desperezó un instante. Se sentía más descansada que en meses.
  Luego, se levantó envuelta en su pijama de terciopelo y caminó hasta la ventana. El sol iluminaba el exterior, las hojas devolvían su reflejo verde y una brisa veraniega cálida acarició sus mejillas. De repente, un par de mirlos se acomodaron en una rama, a escasos centímetros de ella, y empezaron a mesarse las plumas con el pico. Por primera vez en mucho tiempo, la chica sonrió. Hacía un día espléndido y nada ni nadie podría cambiar aquello.

FIN