domingo, 27 de diciembre de 2015

Donde Van las Aves Grises

Lo que mejor recordaba Pasajero de su abuelo era su oblicua barba cana, como si los mismos pelillos sonrieran. Por aquel entonces, la familia vivía junta en su vieja casita junto al mar. El chico apenas era un crío que se deleitaba con los relatos que el viejo marino, ya retirado, le regalaba. Entre ellos, su favorito era el de las aves grises.
- Vuelan de Norte a Sur, de Este a Oeste, o viceversa. Baten sus alas con elegancia, dejando tras de sí una estela pálida, brillante como el reflejo del sol en las olas. Su cuerpo entero es etéreo, plateado como una joya, pero mutable y cambiante, que se difumina y baila en el aire como si estuviera hecho de propia niebla... En su eterno viaje, danzan con otras gaviotas, palomas, charranes y demás seres del aire, pero siempre se distinguen del resto por su vuelo: mientras las demás seres planean como peces suspendidos en agua, estos mágicos fluyen libremente hasta perderse por el horizonte, como si ellas mismas fueran el viento.
- ¿Y dónde van las aves grises?- preguntaba Pasajero, envuelto en las cálidas mantas de su cama.
- Eso es un misterio- contestaba su abuelo-. Sólo los más valientes se han atrevido a ir tras ellas, y nadie que las haya perseguido ha vuelto... por lo menos, tal y como era. De hecho, somos pocos los que si quiera las hemos visto.
- Abuelo, ¿y yo? ¿Podré verlas algún día?
  El hombre le enseñó su mejor sonrisa.
- Sólo tienes que mirar por tu ventana.
  Pasajero rodó hasta que terminó su colchón, montó sobre sus piernas de hierro y llevó la silla de ruedas hasta el alféizar. Durante unos segundos, no pasó nada. Sin embargo, al poco tiempo, sus ojos reflejaron el brillo de plata que, desde aquel día, arrullaría sus sueños.
  Los días en que el niño cabalgara a lomos de las historias del hombre habían quedado atrás. El abuelo de Pasajero murió a consecuencia de la edad, y con él su mejor amigo. A parte del anciano, el resto de su familia apenas tenía tiempo para él. Su padre había sido el primero, tras muchas generaciones, en abandonar la tradición de marinero e instalarse con una tienda de percebes cerca de la costa. Por su parte, su madre también trabajaba mucho para sacar la familia adelante, limpiando las casas de los más ricos del pueblo. El chico pasaba sus días moviéndose de un lado a otro de la habitación que nunca abandonaba, al compás del chirrido de sus ruedas, o mirando con añoranza por la ventana. El diálogo del mar era su única compañía durante la mayor parte del tiempo. Le encantaba el rugido de las olas, el graznido de los pájaros, los barcos que zarparían mientras sus hombres se preparaban... Pero, al mismo tiempo, le apenaba. Si su padre había traicionado la tradición, él la había herido de muerte. Con sus piernas inservibles, nunca sería capaz de unirse a una tripulación.
  Si algo de su abuelo quedaba vivo en él, Pasajero lo veía claramente reflejado en las aves grises. Cada mañana a la misma hora, aquellos seres pasaban rápidos como saetas junto a su ventana, dejaban tras de sí chipas plateadas y se perdían más allá del mar, hasta ser devoradas por el mismo horizonte. El chico estaba maravillado con su vuelo, sus colores mágicos y sugerentes y su cuerpo hecho de fina tela de sueños. Siempre que las veía, a su mente acudía la pregunta que tantas veces se había hecho a lo largo de su vida: “¿dónde van las aves grises?”
  Por más que insistía en su relato, sus padres nunca le creían. “No existen aves de esas características”, decían. “No son más que cuentos infantiles”. Pero Pasajero no quería darse por vencido. Estaba seguro de lo que sus ojos le decían, dispuesto a demostrárselo a todos y mantener viva la esperanza de desvelar el misterio.
  Un día, Pasajero pidió a sus padres que les subieran una jaula y un atrapa mariposas a su habitación, para enseñarles que ellos estaban equivocados. Con la red en la mano, aguardó a que el primer rayo del alba iluminara su ventana, el momento en que las aves grises aparecían. La primera cruzó de un lado a otro antes de que apenas tuviera tiempo de reaccionar. El niño tan sólo vio la silueta de sus alas y su pico de bruma antes de que volara fuera de su alcance. Pocos segundos después, el resto de la bandada empezó a desfilar ante sus ojos. Pasajero se apoyó en el alfeizar y movió la trampa de un lado a otro, esperando algún resultado. La mayoría de aves fueron inmediatamente espantadas y huyeron, pero el chico consiguió aprisionar una pequeñita.
- Bien.
  Inmediatamente, metió al ave en la jaula y cerró la puertecita de metal con un click. El animal contempló un instante sus barrotes, para finalmente centrar en su captor unos ojos azulados brillantes, como gemas preciosas.
- Será por poco tiempo. Sólo hasta que todos lo vean- se justificó el muchacho.
  Aquel mismo día, llamó a su padre para que subiera al cuarto. Impaciente, el chico le mostró al ave enjaulado, de cuyo cuerpecito mágico aún emanaba la sustancia vaporosa.
- No veo nada- le dijo el hombre, acercando la jaula a menos de un palmo de su cara-. Por favor, no me hagas perder el tiempo con tus cuentos.
  Pasajero no entendía nada. A través del acero, la figura del ave era tan clara para él como un reflejo en el agua, con sus ojos brillosos, su pico firme y puntiagudo que se confundía con el resto de su cuerpo y la niebla que le rodeaba por completo.
  Aquella misma noche, cuando su madre llegó de trabajar, agotada, la citó también en su cuarto para enseñarle su captura. No fue distinto el resultado.
- No estoy para tus juegos, cielo. Esa jaula está vacía, y yo muy cansada. Lo siento- respondió la mujer.
  Pasajero no se rindió. En toda su vida, nunca había mostrado tanta tenacidad en algo. Llamó a otros niños, profesores y conocidos de la familia para que vieran al extraño pájaro. Como una copia unos de otros, siempre obtenía la misma respuesta. Nadie veía al ave gris, nadie apreciaba su existencia. Resignado, el chico comenzó a perder la esperanza. Más aún, empezó a plantearse que quizás fueran sus ojos lo que le engañaban.
  Con cada nueva visita a la jaula, con cada nueva negación de su realidad, el ave gris se volvía más y más pequeño. Su cuerpo, siempre brumoso, empezó a diluirse en el aire, a perder su brillo característico y a hacerse cada vez más inconsistente y transparente.
  Pasajero dejó de estar ilusionado y empezó a estar frustrado, luego enfadado, luego, sólo triste.
- Tal vez mi abuelo me engañara- se descubrió pensando-. Tal vez no fueran más que cuentos de un anciano amable, y yo un niño iluso que dejó que le llenaran de pájaros la cabeza...
  Una mañana, Pasajero despertó en su habitación como cualquier otro día. Tras montar en su silla de ruedas, se acercó a la ventana sin ilusión, en donde el ave gris le esperaba. El animal ya apenas tenía el tamaño de un ratón, y se había vuelto tan translúcido que al niño le costó distinguirle.
- Incluso para mí, que te tengo delante, empieza a parecerme que no existes...
  Entonces, el pequeño ave alzó un graznido temeroso y triste, lo más melancólico que el joven había escuchado nunca. El sonido voló por la ventana y se perdió en el exterior, como el suspiro de un moribundo. Pasajero empezó a alejarse de la ventana.
  Tres segundos después, nuevos graznidos le llegaron desde su ventana. El niño se volvió, pero no vio nada. Y lo vio todo. El enorme horizonte que se extendía hasta más allá de dónde si quiera pudiera imaginar; el brillo mágico de la infinita sábana de agua salada y su espuma; las nubes blancas y pesadas, las velas que desaparecían conforme se alejaban... y, mucho más allá, la silueta de los pájaros que siempre viajaban.
- ¿Cuánto hace que no veo a las aves grises?- se preguntó a sí mismo el joven.
  Pasajero cogió la jaula, orientó la puertecita de metal hacia la ventana y la abrió. El pájaro cautivó salió apresuradamente, saltó al vacío y remontó rápidamente el vuelo, para despedirse del joven chico en la distancia.
  Con lágrimas en los ojos, Pasajero le sonrió al sol en la lejanía.
- ¿Dónde van las aves grises?- se preguntó una vez más-. Algún día lo descubriré. 


FIN

"Es mejor perseguir un sueño, que enjaularlo".




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