miércoles, 30 de noviembre de 2016

Duelo en la Colina Eterna Verde por el honor de una princesa o la improbable epopeya romántica de Kagome y Yoshinabo



“Esta es una época de leyendas, de expertos guerreros duchos en el camino de la espada, las armas arrojadizas y las artes marciales, pero también de bestias mitológicas, magia a raudales y misterios ocultos del lejano oriente.
  Vivía, mucho antes de que se formaran Japón, China o Filipinas, y muchísimo antes de que lo hiciera Estados Unidos, un severo sogún que gobernaba con mano de hierro un vasto reino conocido como Changpía. Tenía tan poderoso hombre una hija, una muchacha joven y sana, que sin embargo era terriblemente infeliz… porque se llamaba Kagome.
  A pesar de su belleza, su lozana juventud y su pericia en las artes femeninas (danza clásica, canto popular y lanzamiento de cuchillos), nadie quería casarse con Kagome. Su padre había intentado arreglar diversos matrimonios de conveniencia pero, a pesar de la influencia del sogún, los pretendientes tarde o temprana se echaban atrás. La princesa tenía un nombre demasiado ridículo.
- Es imposible…- se lamentaba la muchacha a menudo-. Ningún hombre querría desposarse con una dama que se llamara como yo.
- ¡Ninguna hija mía quedará soltera!- profería el sogún-. Por mi honor que urdiré un trato tan ventajoso que ningún noble hijo osará rechazar tu mano.
- ¿Y no sería mejor cambiarme el nombre?
- ¡Jamás! ¡Ninguna hija mía se cambiará el nombre que le he dado! Encontraremos pretendiente digno, y te casarás con él conservando mi regalo. ¡Lo juro por mi honor!
  Pero los años pasaban, y la princesa no era desposada. Kagome estaba muy preocupada. Aquel otoño, cuando los cerezos fucsia mudaran su vestido de flores, ella cumpliría 13 años. Se le iba a pasar el arroz. Mientras tanto, ella sólo había ensoñado con un futuro distinto, oyendo historias de princesas normales con nombres comunes, o del sabio Duende de los Nombres Ridículos, un ente mágico que ayudaba a quienes lo requerían. Mas sólo eran cuentos chinos.
  Un día, la muchacha decidió buscar ayuda. Si su padre no atendía a razones, ella tendría que tomar las riendas de su vida. No se trataba meramente de perpetrar su linaje, también estaba harta de que los campesinos hicieran canciones con su nombre, de que los sirvientes cuchichearan a sus espaldas o de que los príncipes que había visto desfilar desde su más tierna infancia ante ella se rieran en su cara. Así pues, un día tomó la determinación de acudir al Sagrado Oráculo del Registro Civil, en las montañas sagradas del Norte, para así poder cambiarse el nombre. Pero el viaje era largo y lleno de peligros, demasiado duro para una doncella de su edad, por lo que decidió que necesitaría ayuda. Debía tratarse de alguien tan habilidoso como discreto, ya que su padre no tendría que conocer sus planes, por lo que no podía fiarse de nadie del reino. Por ello, decidió buscar en las páginas amarillas de samuráis al perfecto candidato. Tras una exhaustiva búsqueda, se decantó por un misterioso espadachín conocido como “El Guerrero Misterioso”, con una tasa de éxito en sus misiones muy alta.
  Contactaron por paloma mensajera, y quedaron secretamente en el Estanque de las Truchas Reales del palacio. El Guerrero Misterioso resultó ser un hombre maduro y fuerte, con el rostro y el cuerpo cubiertos de cicatrices forjadas en mil batallas.
- Le ayudaré, princesa, iremos al Valle del Sagrado Oráculo del Registro Civil- aceptó el espadachín.
- Y te pagaré bien por ello. Pero no me llames princesa. Mi nombre es Kagome.
  El Guerrero Misterioso guardó silencio un segundo antes de hablar.
- Joder, qué puto ridículo.
- ¡Te prohíbo que uses ese lenguaje conmigo! Descarado…
  Amparados por la noche, horas más tarde Kagome y el samurái huyeron para juntos emprender un tortuoso y largo viaje.
  El comienzo de tan improbable asociación no estuvo exento de dificultades. Kagome era una noble que siempre había vivido con las comodidades de un palacio, por lo que su frágil cuerpo tardó en acostumbrarse a las inclemencias de la vida del vagabundo: pedía comida a menudo, se quejaba cuando dormían al raso y siempre tenía frío, dolor de pies o pis. Por su parte, el Guerrero Misterioso (que pidió que le llamaran G.M.) era un mercenario despiadado acostumbrado a una vida regida por el código de la espada. Su antiguo señor y su mujer murieron en un incendio mientras él iba a comprar sushi, y no había podido soportar la vergüenza, por lo que se convirtió en un ronin que alquilaba sus servicios sin escrúpulos, lo cual provocaba enfrentamientos con Kagome, dama de buen corazón.
  De aventuras tampoco adoleció el viaje. Por el camino, Kagome y G.M. hicieron muchos amigos: liberaron a un pueblo de una banda de trolls que comían dedos de los pies, le enseñaron la alegría de vivir a un grupo de huérfanos que nunca habían tenido un adulto que les quisiera y reunieron a un mago errante con su perro perdido por largo tiempo. Pero esas son otras historias. Todo ello, sin ser conscientes de que el sogún había enviado a sus hombres en su búsqueda, y ya casi les tenían encima…
  Con los lazos entre ambos mucho más estrechados, habiendo aprendido la una sabiduría vital del otro, y el samurái habiéndose contagiado de la bondad de ella, Kagome y G.M. casi habían llegado a su destino.
- El Sagrado Oráculo del Registro Civil se encuentra tras esta colina de verde primavera eterna- dijo G.M.
- Estamos tan cerca…- suspiró Kagome.
  El día era soleado, apenas una suave brisa fresca se elevaba sobre la hierba. A su espalda, un bosque de cerezos fucsia había quedado atrás. En el cielo, el murmullo de los gansos reales hendían las nubes como flechas. G.M. y Kagome emprendieron la marcha, cuando el crujir de una rama rota les sorprendió por la espalda. El guerrero se volvió al tiempo que su katana se desprendía de la vaina tan presta que pareció haberse materializado en su diestra.
- ¿Quién va?- preguntó el samurái.
  Durante un segundo, no se oyó nada. El viento meció las ramas de los árboles cercanos. Y ahí estaban. Cuatro figuras misteriosas, de túnicas negras que cubrían todo el cuerpo desde el rostro a los talones, cada uno con sendas cuchillas púrpuras en sus manos, les contemplaban en silencio.
- Somos los hermanos ninja Estrella Maldita- informó uno de ellos.
- ¡La élite del ejército de mi padre!- lloró Kagome.
- El sogún nos ha enviado para devolverle a su hija, sin que sufran ningún daño ni ella, ni su nombre- explicó otro de los sinobis.
- Pero no se contentará con eso- intervino un tercero-. Por haberla ayudado a escapar, el sogún también quiere tu cabeza, samurái.
  G.M. se puso en guardia.
- Yo… soy… Lee- dijo el cuarto hermano ninja, que también quería tener diálogo en la historia.
- Me gusta ese nombre…- opinó Kagome.
- No entregaré a la princesa, ni mi vida, de manera gratuita. Adelante, pues no me da miedo la muerte- desafió G.M.
  Una chicharra cantaba a lo lejos. El viento de la tarde acarició sus mejillas. Hubo un graznido distante, una hoja se posó sobre el suelo, un parpadeo. Y, de repente, la batalla comenzó tan súbita como la explosión de una tormenta de verano.
  G.M. se batió en duelo con los cuatro hermanos ninja Estrella Maldita. Una danza de hierro y muerte se desplegó ante los obnubilados ojos de Kagome. Las espadas corrían, chocaban y se besaban en el aire sin cesar, y el samurái repelía y atacaba los embistes de sus rivales como  si hubiera nacido para ese momento.
  Tras unas horas de lucha, ya casi el sol había sido derribado por el manto nocturno, cuando G.M. había acabado con tres de los adversarios.
- Te arrepentirás de la muerte de mis hermanos- juró Lee, con sus espadas.
  G.M. estaba agotado. Aunque igualada en cuanto a pericia, la pelea con cuatro rivales al tiempo había hecho más mella en sus músculos que en los de su contrincante. Más aun, la muerte de su familia imbuyó en Lee el vigor de la venganza, porque los malos también tienen su corazoncito. Por todo ello, el ninja resultó mucho más rápido y certero: deshizo su guardia, le hizo un corte en el costado y le desarmó. El samurái cayó al suelo, sujetando la herida abierta con el puño.
- Pelaste con honor, guerrero- dijo Lee alzando sus cuchillas, preparado para rematarle-. Tus ancestros te recibirán en el otro mundo con los brazos abiertos.
  Sin embargo, antes de terminar el golpe de gracia, Lee notó un dolor agudo en la espalda. Con manos temblorosas, trató de quitarse la cuchilla que Kagome le había lanzado desde la distancia. La princesa la había robado del cadáver de uno de los hermanos ninja Estrella de Muerte.
- Apuñalado por el arma de mi hermano… a mis ancestros no les gustará esto… ¡qué indigno!- se quejó amargamente el ninja.
  En un esfuerzo mortal, G.M. recuperó su katana y le cortó la cabeza de un golpe a Lee. Después se desplomó en el suelo.
- ¡Guerrero misterioso!- lloró Kagome.
  La princesa corrió a socorrer a su compañero. El samurái estaba frío como la nieve, su rostro perlado de un sudor untuoso y oscuro.
- La cuchilla estaba envenenada- dio G.M. débilmente.
  Kagome lloraba desconsolada mientras con fútil esfuerzo trataba de detener el flujo de sangre que del torso del samurái manaba como un río de lava.
- Estábamos tan cerca, Guerrero Misterioso…
- Vos todavía podéis lograrlo- dijo G.M.-. Vuestro destino está allí, a pocos metros al Norte. Y, por favor, no me llaméis más Guerrero Misterioso. Hay algo que debo confesaros. Mi nombre verdadero, aquel que me dieron mis padres, aquel del que siempre he renegado… mi nombre, en realidad, es Yoshinabo.
  Hubo un segundo de silencio.
- Joder, qué puto ridículo- dijo por fin la princesa.
- Ya…
- Aun así, no quiero que te mueras…- siguió llorando desconsolada la muchacha.
  Yoshinabo entrecerró los ojos. Notaba como las fuerzas lentamente le abandonaban.
- Kagome…
- Yoshinabo…
- Kagome…
- Yoshinabo…
- Ka… go… me…
- ¡YOSHINABOOO!
  Entonces, un brillo mágico surgió a su lado. Hubo un sonido chispeante, un humo que brotó de la nada y una niebla que no se respiraba. Cuando el vapor desapareció, una figura pequeña, verde, con las orejas puntiagudas y una calva brillante, había surgido a su lado.
- Saludos, sin quererlo, me habéis invocado. Soy el duende de los Nombres Ridículos.
  Kagome se secó las lágrimas con la manga del kimono, no creyendo lo que veían sus ojos.
- ¿Duende de los Nombres Ridículos?
- Así es. Me aparezco a quienes los recitan de tres en tres con el corazón, y les concedo un deseo.
  La princesa sonrió. Aun notaba el corazón de su amigo.
- ¿Podrías curar a Yoshinabo?
- Podría- admitió el duende. Pero, antes de que la muchacha conjurara su deseo, prosiguió-. Mas a un precio. Quién de mí se sirve, a mí me debe lealtad. Si salvo la vida a tu amigo, los dos debéis jurarme dedicaros siempre a los Nombres Ridículos, promulgar su gloria y no rehuir nunca de ellos.
  Kagome reflexionó sobre aquella condición. Justo en ese momento, cuando estaba tan próxima a lograr el deseo que  desde niña había anhelado… sin embargo, finalmente asintió. La vida de Yoshinabo se había vuelto demasiado valiosa para ella.
- Acepto, duende de los Nombres Ridículos.
  El mágico ser asintió. Después, pasó sus verdes manitas sobre la herida abierta del samurái, que por arte de magia empezó a cerrarse ante sus ojos. Instantes después, la sangre había vuelto a su sitio, y el veneno desaparecido del organismo.
- ¿Qué…?- farfulló Yoshinabo.
- Gracias, duende mágico- dijo Kagome.
- No hay de qué. Mas recordad: ahora me sois fieles a mí, y a nadie más.
  El duende dio unos pases mágicos y desapareció, tal y como había llegado.
  Kagome y Yoshinabo quedaron a solas. Tras una mirada cómplice, se fundieron en un cálido abrazo.
- De verdad va a renunciar a su sueño… ¿por mí?- preguntó el samurái.
-  Me he dado cuenta de que hay cosas más importantes- dijo la princesa-. Porque un nombre es solo un nombre, no define quienes somos. Lo que realmente lo define es qué hacemos con nuestra vida… y a quién amamos.
  Yoshinabo le miró con ojos llorosos.
- …pero es muy puto ridículo.
- ¡Pues mira que el tuyo! Anda, vámonos…
  Y así, Kagome y Yoshinabo renunciaron a cambiarse los nombres. Los dos huyeron más al Norte, se instalaron en las montañas y tuvieron una vida de dicha y armonía con la naturaleza juntos, e incluso tuvieron un hijo. Y el sogún nunca les encontró…”

Kagome cerró el libro en el que había escrito su historia. Estaba en una pequeña cabaña de madera, rodeada de vegetación. A su lado, Yoshinabo tomaba una taza de té con calma, mientras se oía el murmullo de un estanque por la ventana. Ante ellos, un niño de unos 10 años les contemplaba sentado con las piernas cruzadas.
- Y esa es nuestra historia- dijo la mujer-. De cómo vinimos a vivir aquí a vivir, cómo te tuvimos y porqué te pusimos el nombre que llevas.
  El niño miró a su madre. Después a su padre, que asentía a cada palabra con su pipa de bambú en la mano. Finalmente, el joven se puso de pie de un salto, sin apartar la mirada de ninguno de ellos.
- Papá, mamá, idos a la mierda.
  Kagome y Yoshinabo se miraron un segundo. Después, ambos reaccionaron a la vez.
- ¡A tu cuarto, Konchichi!

FIN

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