viernes, 6 de marzo de 2015

La Dama Sin Corazón

La oscura noche siempre era un remanso de plácido insomnio para él.
  DONG. “La una”, proclamó con solemnidad el antiguo reloj de pared.
  Las sombras bailaban sobre su cuerpo, se contorsionaban y le acariciaban sin llegar a tocarle, con el habitual aspecto femenino de siempre. Sabía perfectamente quién era, a pesar de que su rostro era una máscara inexpugnable de penumbra.
- Mañana sin falta se lo digo- promulgó Delfino en su cama. 
  Desde la primera luz del alba, hacía horas que la rosa aromatizaba la mano del chico. Su dedo meñique aún palpitaba de dolor recordando el encontronazo con la espina, como un presagio. Ajuarado con sus mejores galas, Delfino aguardaba ante la puerta por la que saldría en poco tiempo, a sus ojos, un ángel. Su cabello era una cascada negra como el azabache, con el brillo inusitadamente hermoso de las perlas más oscuras; en contraste, su piel de marfil era exquisitamente delicada como la porcelana, con el rubor de la mañana dibujado en sus mejillas; sus manos eran gráciles y armoniosas, tanto que no paraba de preguntarse si en verdad ella era pianista… tampoco sabía mucho sobre su vida, sólo que, día tras día, mañana tras mañana, se encontraba con su presencia de musa cada vez que bajaba de su ático; que cada tarde esperaba verla pasar a través de la mirilla de su puerta, frustrado por su belleza, como un vulgar merodeador; que cada noche, era ella quien jugaba con sus sábanas en los recovecos de su mente… Aquella mañana, cuando la vio llegar, tuvo que contener el aliento para no caer mareado de la emoción.
  Sus miradas se encontraron apenas un instante. La chica le contempló primero a él, luego a la rosa que delicadamente temblaba con su pulso. Ella la tiró al suelo de un manotazo.
- No puede ser- dijo. Su voz era tímida y susurrante, y daba la impresión de que encerraba gran tristeza.
- ¿Por qué no?- preguntó Delfino, afligido.
- Porque no tengo Corazón.
  Él la miró extrañado.
- Pues te conseguiré uno.
  Delfino se marchó. No estaba dispuesto a rendirse.
  Sin perder un segundo, el chico fue a visitar al fracasado, aquel que por cuanto se había propuesto en la vida, había sido apaleado. Triste y maldito eterno, lo halló sumido en un pozo del que la salida no parecía accesible. El aroma pútrido le llegaba como el aliento de una bestia. Desde las alturas, Delfino habló con el profundo agujero.
- Dame tu corazón, te lo suplico. Lo necesito para mi anhelo, mi único propósito en la vida. Además, a ti ya te ha fallado, ¿no sería bonito ver un sueño cumplido en los demás?
  La respuesta golpeó contra las paredes y ascendió como un eco húmedo y pegajoso.
- Es cierto que nada me ha salido como me hubiera gustado, que las páginas de mi libro sólo hablan de derrotas y que mi vida me deparó escasas alegrías. Pero te equivocas si crees que mi Corazón me ha fallado. Porque sigo aquí, y lo que me pides es que yo le falle a él. Y eso ni siquiera un fracasado puede permitirlo.
  Delfino dejó atrás el pozo con pesar.

DONG, DONG. “Las dos”. El chico trató de aprisionar a la dama sin corazón entre sus brazos, pero fue inútil. Como quien trata de asir el humo, liviana la sombra se escurrió entre sus dedos, dejando tras de sí su aroma, el susurro de una risa y un anhelo.
- Aguarda, querida…
  Al día siguiente, Delfino viajó al sanatorio del pueblo. Buscó a la enferma, postrada en cama, con un mal que le comía desde dentro, imparable y constante. Su vitalidad y su belleza habían sido devoradas hacía tiempo, retorciendo sus rasgos cual monstruo. Las paredes eran grotescos murales carmesí, chorreantes de sangre menos allá donde las marcas de arañazos desesperados habían dibujado súplicas al cielo. La luz era tenue y roja, un color enfermizo que se pegaba a la piel como un tinte, y en algún lugar de la sala sonaba una clave, que chillaba y gemía como si estuviera sufriendo.  
- Te mueres, mujer. Tu cuerpo se pudre, tu hora está dictada. ¿Por qué alargar tu dolor? ¿Por qué mantener en espera lo inevitable? Dame tu corazón, te lo ruego. En breve no te hará falta.
  La chica habló con potente voz.
- Tienes razón: el ocaso de mis días se aproxima. Me lo han dicho pero, aunque no, yo también lo notaría. Mi cuerpo es débil, está herido de muerte y el futuro corre hacía mí para derribarme. Aún así no te daré mi Corazón. Porque, ¿no es eso lo que nos ocurre a todos? ¿No estamos todos constantemente muriendo? Pero no, no es igual para todos… no debe serlo... Mientras haya aliento yo lo utilizaré; mientras haya fuerza en mi alma, será la herramienta para disfrutar de cuánto aún la muerte no me ha arrebatado; mientras haya espíritu, pelearé contra la enfermedad, tanto da si es inevitable. Porque lo único que tenemos es la vida, y allá él quien quiera renunciar a ella pero, por mi parte, la mantendré cuanto pueda.    
  Delfino se fue, afligido.

DONG. DONG. DONG…
  Delfino se debatía entre sudores fríos, gimoteaba en la oscuridad, se arañaba la piel del rostro…
- No puedo más, ¡nadie quiere darme su corazón! Y lo necesito para ella… necesito estar contigo…
  Las sombras danzarinas revoloteaban aquella noche más rápido que nunca. Se reían, le señalaban con el dedo burlescamente y nunca dejaban que las viera la cara o las tocara.
- Maldita tortura… ¿qué he de hacer? Sólo soy el enamorado de un cuento. ¿No merezco ser correspondido?
  Delfino se visitó rápidamente y fue al cementerio. Las estrellas y la luna apenas habían salido aquella vez. Sólo el viento se comía el silencio nocturno, y los roedores y sus crías seguían sus pasos con cautela.
  Jorobado sobre una sucia lápida, con el ceño canoso eternamente fruncido, se mantenía el viejo, solitario, quieto y enjuto.
- Deberías haberte rendido hace tiempo, amigo- comenzó Delfino-. Deberías dejarte caer y descansar, que el paso del tiempo te arrulle suavemente, que te lleve con los tuyos. Dame tu corazón, y ya nunca más tendrás que pasar por este suplicio.
  El anciano apenas se levantó para contestar.
- No- dijo, escueto.
- Tu tiempo ya pasó… ¡viviste largo y longevo! Necesito tu corazón, anciano, pues con él conquistaré a la dama de mis sueños, mi amor…
- No voy a darte eso.
- ¡¿Por qué no?! Viejo decrépito, pasaste por lo que yo. Amaste y fuiste correspondido, ¡tú mejor que nadie deberías comprenderlo! La mejor sensación, el mejor tesoro… pero ya zarpó ese barco para ti, y se llevó consigo aquello que amabas. Tu mujer se fue, y ahora tú sólo guardas su memoria, te abrazas a este cachito de tierra que arropa su esqueleto, pero no a ella. Porque ella te está esperando, has de acudir a su llamada… no la dejes sola por más tiempo, aprovecha, mas deja atrás tu corazón, que no es sino un peso innecesario allá donde sabes que debes ir.
  El anciano le dedicó una carcajada desdentada.
- ¡¿Qué sabrás tú de lo que soy o lo que siento?! ¡¿Qué sabrás tú de la memoria y el sufrimiento?! Tal vez con la edad llegues a entenderlo… tal vez te des cuenta del error de tu alocado capricho… ¡No puedes amar a alguien sin Corazón! Y en cualquier caso, yo necesito el mío para dedicarlo a la persona que mejor lo merece: ¡YO!
  El anciano depositó un ramo en la tumba de su amada y se fue. El crujir de la tierra al pisarla refundó suaves pensamientos en la mente de Delfino.
  Aquella noche, el reloj no volvió a sonar. Las siluetas bailaron de nuevo, pero él no se molestó en tratar fútilmente de atraparlas.

La mañana siguiente, Delfino decidió ser directo. Sus pasos le llevaron firmes hasta la puerta de la Dama sin Corazón, y sin pensarlo dos veces la atravesó. La habitación era pequeña, con paredes y suelo de madera que gemían a su paso. Sólo una tétrica ventana daba luz a la estancia, limitada por blancas cortinas. Ella le observaba desde un rincón con ojos oscuros y distantes, sin prestarle excesiva importancia.
- ¿Y bien? ¿A qué has venido?
  Su falta de sorpresa indicó a Delfino que tal vez le estuviera esperando. ¿Era eso posible?
- Nadie va a darme un corazón. La gente está demasiado ensimismada en sus propios asuntos, es egoísta y no entiende de sentimientos ni de altruismo, por lo que si quiero conseguir uno para ti, tendrá que ser por mi propia mano.
  Delfino introdujo el puño en su pecho. La sangre manaba a borbotones de la herida, se escapaba entre la comisura de sus labios y goteaba por cada poro de su piel. El chico sacó su palpitante corazón, y se lo tendió en una mano trémula a la joven.
- Si he de vivir así, que sea contigo; si he de sacrificar una mitad por ti, lo haré con gusto; si he de entregar todo mi ser a este amor, valdrá la pena haber nacido; te amo, y puesto que no tienes corazón, compartamos el mío. 
  Los ojos de la chica se iluminaron por un momento y sólo aquel gesto bastó para alumbrar también el alma del joven enamorado. Luego, ella estalló en una maníaca carcajada.
- JAJAJAJAJAJAJA, maldito bufón.
  La dama le quitó el corazón y lo estrujó en su mano, impávida. Luego, lo arrojó despectivamente en un rincón, en donde se deshizo en pedazos.
- No has entendido nada. Eso sólo es un órgano- rio la dama-. Nadie puede vivir sin él.
  Las risotadas inundaron la sala. Nuevas voces se unieron a la de la chica desde los rincones, detrás de las paredes, entre las sombras. Delfino se mareó. Cada vez estaba más débil y le costaba mantenerse en pie.
- En realidad, hace tiempo que te quedaste sin Corazón: cuando perdiste la cabeza.
  Y entonces, los vio. Saliendo de las esquinas, el fracasado, la enferma y el viejo se mofaban de su persona, de su desgracia. Como en una pesadilla, el primero arañaba las paredes quebrando sus uñas, la segunda se arrancaba el débil pelo de la cabeza con sus propias manos y el último se deshacía en polvo mientras se jactaba. De nuevo, alguien aporreaba la maldita clave. Y allí estaba la dama, sonriendo con maleficencia en mitad del dantesco espectáculo.
- ¿Te cachondeas de mí? ¡Te ríes de mi desgracia!- lloró Delfino-. ¡Te intenté dar todo! Pero era una farsa y yo un necio. Has jugado conmigo como un muñeco sin alma.
 Delfino trató de estrangularla con su mano enguantada en sangre, pero le faltaron las fuerzas y se desplomó antes. La máscara se resbaló de la faz de la Dama sin Corazón y durante un breve instante, en un momento fugaz de la caída, el chico pudo ver cuál era su verdadero rostro. Si hubiera tenido fuerzas para gritar, lo habría hecho.
  Postrado en el suelo, entre crueles risas, preso de horror y arrepentimiento, el trémulo pulso de Delfino precipitó la salida de la sangre, hasta que ya no quedó ni una gota dentro de él.


FIN


No hay comentarios:

Publicar un comentario