La oscura noche siempre era un remanso de plácido insomnio
para él.
DONG. “La una”, proclamó
con solemnidad el antiguo reloj de pared.
Las sombras bailaban
sobre su cuerpo, se contorsionaban y le acariciaban sin llegar a tocarle, con el
habitual aspecto femenino de siempre. Sabía perfectamente quién era, a pesar de
que su rostro era una máscara inexpugnable de penumbra.
- Mañana sin falta se lo digo- promulgó Delfino en su cama.
Desde la primera luz
del alba, hacía horas que la rosa aromatizaba la mano del chico. Su dedo
meñique aún palpitaba de dolor recordando el encontronazo con la espina, como
un presagio. Ajuarado con sus mejores galas, Delfino aguardaba ante la puerta
por la que saldría en poco tiempo, a sus ojos, un ángel. Su cabello era una
cascada negra como el azabache, con el brillo inusitadamente hermoso de las
perlas más oscuras; en contraste, su piel de marfil era exquisitamente delicada
como la porcelana, con el rubor de la mañana dibujado en sus mejillas; sus
manos eran gráciles y armoniosas, tanto que no paraba de preguntarse si en
verdad ella era pianista… tampoco sabía mucho sobre su vida, sólo que, día tras
día, mañana tras mañana, se encontraba con su presencia de musa cada vez que bajaba
de su ático; que cada tarde esperaba verla pasar a través de la mirilla de su
puerta, frustrado por su belleza, como un vulgar merodeador; que cada noche,
era ella quien jugaba con sus sábanas en los recovecos de su mente… Aquella
mañana, cuando la vio llegar, tuvo que contener el aliento para no caer mareado
de la emoción.
Sus miradas se
encontraron apenas un instante. La chica le contempló primero a él, luego a la
rosa que delicadamente temblaba con su pulso. Ella la tiró al suelo de un
manotazo.
- No puede ser- dijo. Su voz era tímida y susurrante, y daba
la impresión de que encerraba gran tristeza.
- ¿Por qué no?- preguntó Delfino, afligido.
- Porque no tengo Corazón.
Él la miró
extrañado.
- Pues te conseguiré uno.
Delfino se marchó.
No estaba dispuesto a rendirse.
Sin perder un
segundo, el chico fue a visitar al fracasado, aquel que por cuanto se había
propuesto en la vida, había sido apaleado. Triste y maldito eterno, lo halló sumido
en un pozo del que la salida no parecía accesible. El aroma pútrido le llegaba
como el aliento de una bestia. Desde las alturas, Delfino habló con el profundo
agujero.
- Dame tu corazón, te lo suplico. Lo necesito para mi anhelo,
mi único propósito en la vida. Además, a ti ya te ha fallado, ¿no sería bonito
ver un sueño cumplido en los demás?
La respuesta golpeó
contra las paredes y ascendió como un eco húmedo y pegajoso.
- Es cierto que nada me ha salido como me hubiera gustado,
que las páginas de mi libro sólo hablan de derrotas y que mi vida me deparó
escasas alegrías. Pero te equivocas si crees que mi Corazón me ha fallado.
Porque sigo aquí, y lo que me pides es que yo le falle a él. Y eso ni siquiera
un fracasado puede permitirlo.
Delfino dejó atrás
el pozo con pesar.
DONG, DONG. “Las
dos”. El chico trató de aprisionar a la dama sin corazón entre sus brazos, pero
fue inútil. Como quien trata de asir el humo, liviana la sombra se escurrió
entre sus dedos, dejando tras de sí su aroma, el susurro de una risa y un
anhelo.
- Aguarda, querida…
Al día siguiente,
Delfino viajó al sanatorio del pueblo. Buscó a la enferma, postrada en cama,
con un mal que le comía desde dentro, imparable y constante. Su vitalidad y su
belleza habían sido devoradas hacía tiempo, retorciendo sus rasgos cual
monstruo. Las paredes eran grotescos murales carmesí, chorreantes de sangre
menos allá donde las marcas de arañazos desesperados habían dibujado súplicas
al cielo. La luz era tenue y roja, un color enfermizo que se pegaba a la piel
como un tinte, y en algún lugar de la sala sonaba una clave, que chillaba y
gemía como si estuviera sufriendo.
- Te mueres, mujer. Tu cuerpo se pudre, tu hora está
dictada. ¿Por qué alargar tu dolor? ¿Por qué mantener en espera lo inevitable?
Dame tu corazón, te lo ruego. En breve no te hará falta.
La chica habló con
potente voz.
- Tienes razón: el ocaso de mis días se aproxima. Me lo han
dicho pero, aunque no, yo también lo notaría. Mi cuerpo es débil, está herido
de muerte y el futuro corre hacía mí para derribarme. Aún así no te daré mi
Corazón. Porque, ¿no es eso lo que nos ocurre a todos? ¿No estamos todos
constantemente muriendo? Pero no, no es igual para todos… no debe serlo... Mientras
haya aliento yo lo utilizaré; mientras haya fuerza en mi alma, será la
herramienta para disfrutar de cuánto aún la muerte no me ha arrebatado;
mientras haya espíritu, pelearé contra la enfermedad, tanto da si es
inevitable. Porque lo único que tenemos es la vida, y allá él quien quiera
renunciar a ella pero, por mi parte, la mantendré cuanto pueda.
Delfino se fue, afligido.
DONG. DONG. DONG…
Delfino se debatía
entre sudores fríos, gimoteaba en la oscuridad, se arañaba la piel del rostro…
- No puedo más, ¡nadie quiere darme su corazón! Y lo
necesito para ella… necesito estar contigo…
Las sombras
danzarinas revoloteaban aquella noche más rápido que nunca. Se reían, le señalaban
con el dedo burlescamente y nunca dejaban que las viera la cara o las tocara.
- Maldita tortura… ¿qué he de hacer? Sólo soy el enamorado
de un cuento. ¿No merezco ser correspondido?
Delfino se visitó
rápidamente y fue al cementerio. Las estrellas y la luna apenas habían salido
aquella vez. Sólo el viento se comía el silencio nocturno, y los roedores y sus
crías seguían sus pasos con cautela.
Jorobado sobre una sucia
lápida, con el ceño canoso eternamente fruncido, se mantenía el viejo,
solitario, quieto y enjuto.
- Deberías haberte rendido hace tiempo, amigo- comenzó
Delfino-. Deberías dejarte caer y descansar, que el paso del tiempo te arrulle
suavemente, que te lleve con los tuyos. Dame tu corazón, y ya nunca más tendrás
que pasar por este suplicio.
El anciano apenas se
levantó para contestar.
- No- dijo, escueto.
- Tu tiempo ya pasó… ¡viviste largo y longevo! Necesito tu
corazón, anciano, pues con él conquistaré a la dama de mis sueños, mi amor…
- No voy a darte eso.
- ¡¿Por qué no?! Viejo decrépito, pasaste por lo que yo.
Amaste y fuiste correspondido, ¡tú mejor que nadie deberías comprenderlo! La
mejor sensación, el mejor tesoro… pero ya zarpó ese barco para ti, y se llevó
consigo aquello que amabas. Tu mujer se fue, y ahora tú sólo guardas su
memoria, te abrazas a este cachito de tierra que arropa su esqueleto, pero no a
ella. Porque ella te está esperando, has de acudir a su llamada… no la dejes sola
por más tiempo, aprovecha, mas deja atrás tu corazón, que no es sino un peso
innecesario allá donde sabes que debes ir.
El anciano le dedicó
una carcajada desdentada.
- ¡¿Qué sabrás tú de lo que soy o lo que siento?! ¡¿Qué
sabrás tú de la memoria y el sufrimiento?! Tal vez con la edad llegues a
entenderlo… tal vez te des cuenta del error de tu alocado capricho… ¡No puedes
amar a alguien sin Corazón! Y en cualquier caso, yo necesito el mío para
dedicarlo a la persona que mejor lo merece: ¡YO!
El anciano depositó
un ramo en la tumba de su amada y se fue. El crujir de la tierra al pisarla
refundó suaves pensamientos en la mente de Delfino.
Aquella noche, el
reloj no volvió a sonar. Las siluetas bailaron de nuevo, pero él no se molestó
en tratar fútilmente de atraparlas.
La mañana siguiente,
Delfino decidió ser directo. Sus pasos le llevaron firmes hasta la puerta de la
Dama sin Corazón, y sin pensarlo dos veces la atravesó. La habitación era
pequeña, con paredes y suelo de madera que gemían a su paso. Sólo una tétrica
ventana daba luz a la estancia, limitada por blancas cortinas. Ella le
observaba desde un rincón con ojos oscuros y distantes, sin prestarle excesiva importancia.
- ¿Y bien? ¿A qué has venido?
Su falta de sorpresa
indicó a Delfino que tal vez le estuviera esperando. ¿Era eso posible?
- Nadie va a darme un corazón. La gente está demasiado
ensimismada en sus propios asuntos, es egoísta y no entiende de sentimientos ni
de altruismo, por lo que si quiero conseguir uno para ti, tendrá que ser por mi
propia mano.
Delfino introdujo el
puño en su pecho. La sangre manaba a borbotones de la herida, se escapaba entre
la comisura de sus labios y goteaba por cada poro de su piel. El chico sacó su palpitante
corazón, y se lo tendió en una mano trémula a la joven.
- Si he de vivir así, que sea contigo; si he de sacrificar
una mitad por ti, lo haré con gusto; si he de entregar todo mi ser a este amor,
valdrá la pena haber nacido; te amo, y puesto que no tienes corazón,
compartamos el mío.
Los ojos de la chica
se iluminaron por un momento y sólo aquel gesto bastó para alumbrar también el
alma del joven enamorado. Luego, ella estalló en una maníaca carcajada.
- JAJAJAJAJAJAJA, maldito bufón.
La dama le quitó el
corazón y lo estrujó en su mano, impávida. Luego, lo arrojó despectivamente en
un rincón, en donde se deshizo en pedazos.
- No has entendido nada. Eso sólo es un órgano- rio la
dama-. Nadie puede vivir sin él.
Las risotadas
inundaron la sala. Nuevas voces se unieron a la de la chica desde los rincones,
detrás de las paredes, entre las sombras. Delfino se mareó. Cada vez estaba más
débil y le costaba mantenerse en pie.
- En realidad, hace tiempo que te quedaste sin Corazón:
cuando perdiste la cabeza.
Y entonces, los vio.
Saliendo de las esquinas, el fracasado, la enferma y el viejo se mofaban de su
persona, de su desgracia. Como en una pesadilla, el primero arañaba las paredes
quebrando sus uñas, la segunda se arrancaba el débil pelo de la cabeza con sus
propias manos y el último se deshacía en polvo mientras se jactaba. De nuevo,
alguien aporreaba la maldita clave. Y allí estaba la dama, sonriendo con
maleficencia en mitad del dantesco espectáculo.
- ¿Te cachondeas de mí? ¡Te ríes de mi desgracia!- lloró Delfino-. ¡Te
intenté dar todo! Pero era una farsa y yo un necio. Has jugado conmigo como un
muñeco sin alma.
Delfino trató de
estrangularla con su mano enguantada en sangre, pero le faltaron las fuerzas y
se desplomó antes. La máscara se resbaló de la faz de la Dama sin Corazón y durante
un breve instante, en un momento fugaz de la caída, el chico pudo ver cuál era
su verdadero rostro. Si hubiera tenido fuerzas para gritar, lo habría hecho.
Postrado en el
suelo, entre crueles risas, preso de horror y arrepentimiento, el trémulo pulso
de Delfino precipitó la salida de la sangre, hasta que ya no quedó ni una gota dentro
de él.
FIN
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