jueves, 26 de febrero de 2015

El Sendero de Sino

Esta es la historia de un bosque denso, oscuro y amenazador como el futuro. Sus árboles eran gruesos faros de insondable negrura, y el follaje tan espeso y nubloso que ni los más diestros adivinos pudieron jamás ahondar en sus secretos con éxito.
  Permanece escondida en el corazón de esta foresta, como una gota de agua engullida en un charco de aceite, la aldea de Vadimonium. Los habitantes son gente tranquila y pacífica, de bajas pasiones y nulas aspiraciones, cuyo único cometido en la vida es el mismo que el de las piezas de un reloj: hacer que su estructura funcione. Hay herreros, panaderos, médicos y barberos; labradores, granjeros y amas de casa que paren y crían a sus hijos; hombres y mujeres felizmente casados que sólo buscan complacer a su esposa o marido y aprovechar sus enseñanzas para inculcar las raíces de una vida plácida y sin conflictos.
  Los aldeanos de Vadimonium están conformes con su destino, así que en nada se inmiscuyen en el espeso bosque que les rodea. Bien podrían permanecer al margen de la escasa influencia que el intranquilo murmullo de sus ramas hace para recordarles lo insondable, excepto por una ranura por la que la duda se interna. Existe un paso, una senda a medio ocultar entre los enormes muros arbóreos. Es al menos tan oscura como el resto del bosque, pero lo suficientemente amplia para que una persona se pueda adentrar en ella. Los viejos del lugar la bautizaron hace tiempo como el Sendero de Sino. Algunos jóvenes, los más temerarios y aguerridos, en su osadía retaron a las fuerzas de lo desconocido y se adentraron en el camino con valentía. La mayoría, al poco de intentarlo, volvieron sanguinolentos y magullados, heridos tanto en cuerpo como en espíritu. Ninguno quiso contar luego lo que aquel camino ocultaba que les hubiera derrotado. No obstante, unos pocos que partieron nunca regresaron, y su paradero era un misterio.
  -¡Yo también atravesaré el sendero! – decía siempre Gayo, uno de los niños de la aldea.
  -No digas tonterías -le reprendía a menudo su padre, un humilde granjero-. Cruzarlo es un peligro vacío de sentido, tan temerario como innecesario. Aquí tienes tu vida y tu familia: crecerás bajo esta protección, encontrarás un trabajo honrado y te casarás con una buena chica para que juntos criéis unos niñitos preciosos que continúen tu legado cuando se te lleve la vejez. Hazme caso. Es lo mejor.
  Gayo atendía, pero rara vez hacía caso. En verdad la vida que le ofrecía su familia era buena… para otros. Ciego de inquietud y acuciado por el ansia, lo que su corazón anhelaba era algo muy distinto a aquello. Aventura y magia. Porque su realidad no era suficiente, ansiaba más.
  -No te lo aconsejo -le dijo Ensotas, su fiel amigo-. Mi hermano Tremos una vez tuvo el mismo sueño, lo intentó, y él no tuvo la suerte de fracasar como otros. Siguió recorriendo el sendero más allá del punto en el que vuelven los Rendidos, y nadie ha vuelto a verle nunca más.
  Gayo veía razón en las palabras de su amigo. Para el pueblo era tabú hablar de ello, ya que aquellos que regresaban del sendero habían dado la espalda a su protección por cuenta y riesgo, adentrándose en lo desconocido a pesar de las advertencias. Era visto como justicia su desdichada vuelta, así que pocos eran quien se interesaban por ellos. Aún con todo, quienes preguntaban, obtenían siempre la misma respuesta.
  -No diré nada sobre el Sendero de Sino. Si crees en tu fuerza, eres libre de intentar recorrerlo y  encontrar respuesta a la incertidumbre. Cuídate de fracasar, o sufrirás la misma suerte que la mía: la condena de la vergüenza.
  Pero la voz de los Rendidos no fue suficiente para apagar su fuego, y un buen día Gayo decidió dejar atrás cuanto había acumulado en Vadimonium y adentrarse de lleno en el Sendero de Sino.
  El camino resultaba angosto y dificultoso, tal como había previsto. El trayecto era una serpiente sinuosa y empinada, y el suelo estaba lleno de pulidas piedras invisibles cubiertas de un resbaladizo musgo verde. En varias ocasiones Gayo se dio de bruces contra el suelo, y sólo con su voluntad fue capaz de encumbrarse de nuevo y seguir andando.
  Amoratado, dolorido, cubierto de suciedad y de su propia sangre, llegó el chico a un punto donde se cortaba el paso. Ahogó un grito. Verdes ramas entretejidas, desde cuya superficie siniestras púas cruzadas en todas direcciones se interponían en su camino. Las vestiduras rasgadas de quienes osaron enfrentarse a ellas eran ya una costra colgante, y la punta de las afiladas estaban teñidas de una roja advertencia para quienes pensaran volver a ponerlas a prueba.
  Gayo buscó alrededor alternativas, algún atajo que le llevara al otro lado, pero nada había: sólo aquel muro de lanzas asesinas.
  -Verdaderamente da miedo. No sé si podré salir de esta trampa una vez me interne dentro. Pero sabía de antemano que no sería fácil, y ya que he llegado hasta aquí, no podría perdonarme no intentarlo. Es todo o nada -pensó Gayo.
  El joven se sumergió de lleno en las púas. Y sangró. Y lloró. Y gritó con furia. A cada paso que daba, su piel más se enganchaba en los dolorosos clavos. Como aguijones las plantas se clavaban en su cuerpo, en los tobillos cuando andaba, en el pecho cuando respiraba, en los ojos cuando miraba, bajo las uñas y en las plantas de los pies. Gayo intentaba zafarse del doloroso abrazo, pero era inútil pues cuanto más se internaba, el matorral era más espeso. No veía la salida, no concebía la distancia hasta escapar de la tortura. En muchas ocasiones se planteó dar la vuelta, no sabía cuánto le quedaba por andar, y seguro sería más fácil retroceder en lo recorrido… sólo su anhelo lo guiaba. Porque aunque no pudiera ver su meta, la sentía dentro, y morir persiguiéndola siempre sería mejor que renunciar a ella.
  Repentino como el aire en los pulmones de quien casi se ahoga, extenuado de pesar y dolor, Gayo salió del laberinto de espinas. Y se sintió libre, feliz y completo. Y notó cómo el dolor se desvanecía de su cuerpo, como agua tibia y sanadora recorriendo su piel. Cerró los ojos y se tumbó. Ya no había daño, miedo o pena. Sus heridas se cerraban y cicatrizaban rápidamente, hasta que al final no sintió nada, tan sólo paz…
  -¿Estás bien, nuevo? -Gayo escuchó una voz cercana.
  Cuando abrió los ojos, el chico se encontró con un anciano que le observaba desde las alturas.   
  -Lo llamamos: Recompensa, ¿sabes? -siguió hablando el extraño, con una sonrisa en el rostro.
  Gayo se levantó, recuperado por completo.
  -¿Quién eres?
  -Soy tú. O, por lo menos, lo mismo que tú: un antiguo aldeano de Vadimonium.
  Por primera vez, Gayo se fijó en el lugar al que acababa de llegar. En verdad era un palacio, de paredes níveas y relucientes como el más puro de los marfiles; enormes vidrieras de más colores de los que se hubiera podido imaginar jamás el chico proyectaban floridas iridiscencias sobre las montañas de oro y joyas que se amontonaban por doquier. Entre lujosas estatuas y cuadros de tan incalculable belleza que quitaban el aliento, otros ancianos contemplaban al recién llegado con el mismo aire aprobatorio.
  -¿Todos sois de Vadimonium?
  -En efecto. Todos nosotros fuimos capaces de enfrentar nuestros miedos y el dolor de la Encrucijada de Espinas y llegar a donde estás ahora: el Castillo de los Sueños, donde cuanto deseas se hace realidad. Al pasar la prueba, te has ganado el derecho a estar entre nosotros, Gayo.
  -¿Cómo sabes mi nombre?
  -Porque mi deseo es el conocimiento. Tú puedes alcanzar el que gustes: riquezas, amor, placer, fama… ¡todo lo que es posible está aquí, entre estos muros!
  Gayo se dejó llevar. Poder, éxito, pasión… ¡cuánto quisiera a su alcance! Sólo tenía que aprovechar. Observó a su alrededor. Allá donde mirara, los sabios ancianos se regocijaban en su dicha: quienes querían dinero, lo tenían; quienes querían sabiduría, la hallaban; aquellos que buscaban el amor lo encontraban, pero no el amor al uso de quienes se comprometen a pasar la vida juntos, sino aquel pasional, brillante y desbocado como una catarata de diamantes que nunca se extingue ni apacigua, sino que explota cada segundo, como el de los cuentos de hadas… Era, como su nombre bien indicaba, un sueño.
  -¿Qué es lo que quiero? -se dijo el chico-. ¿Qué es lo que más anhelo?
  Las risas de los asistentes llenaban sus oídos. Las brillosas maravillas deslumbraban sus sentidos. Su razón le decía que aquel era el sitio para disfrutar, crecer y… ¿después?
  El joven Gayo abrió los ojos. El único joven…
  -Dime, anciano -comenzó a hablar, refiriéndose a aquel que le había recibido-. ¿Conoces a un tal Tremos?
  Inmediatamente, un gesto de sorpresa cruzó su semblante.
  -Hacía años que nadie usaba ese nombre en mi presencia. Realmente mucho, mucho tiempo desde que nadie hablaba directamente a la persona que fui. ¿Acaso me conoces?
  -No a ti, sino a tu hermano menor. Abandonaste la aldea hace años, pero no tantos como para dar contigo en este estado.
  -El tiempo, parece ser que no avanza de la misma manera entre estos muros -respondió Tremos, mesándose la barba-. A lomos del éxito y la gloria, cabalga mucho más vivaz y liviano por los senderos de la dicha, sin duda. Sin embargo, te aseguro que un solo segundo en este ideal vale más que cualquier vida fuera de aquí.
  Gayo miró a su alrededor de nuevo, esta vez con los ojos analíticos de quién ha salido de un embrujo. Varios cadáveres asomaban entre las fortunas, sonrientes calaveras, tan dichosas en vida, como ahora inertes.
  -Tremos, dime cómo puedo salir de aquí.
  El anciano le miró desorbitado, sin dar crédito a lo que oía.
  -Nadie ha salido de aquí nunca, hasta donde alcanza la memoria del más antiguo de nosotros. Volver hacia atrás por la Encrucijada es absurdo, ¡después de haber conseguido llegar al paraíso en tierra! Además es muy probable que, lejos de este sitio, las heridas que pagar por atravesarlo te mataran. La única posibilidad sería seguir adelante por la puerta Otra
  -Llévame a ella. Te lo ruego.
  Tras encogerse de hombros, Tremos accedió. Condujo al chico por las galerías del Castillo de los Sueños, avanzando por sus prolíficos pasillos, hasta llegar a una zona maravillosa.
  Medía tres metros de alto y estaba enmarcada en una lámina de todos los colores. De su interior brotaba una luz lívida y refulgente, que sin embargo no cegaba aunque la miraras directamente.
- Es la única salida del castillo, un portal- explico Tremos-. Nadie sabe a dónde lleva, nadie se ha arriesgado a cruzarlo. No tiene nombre, pues nunca nos referimos a él. Algunos ni siquiera saben que existe.
  Gayo lo contempló fijamente. La luz describía ondas como las aguas de un estanque. Parecía que no era tan sólida como para no poder atravesarla.
  -Piénsalo bien, muchacho. Una vez te hayas decidido, es muy posible que no haya forma de volver.
  Gayo repasó las palabras. Quedarse allí era en verdad un sueño, ser feliz por siempre, conseguir cuanto quisiera hasta el último día en que muriera, pero… ¿qué quería él en realidad? Y ahí era donde residía el problema, que no lo sabía, que nunca lo había tenido claro. Cada vez que se imaginaba con algo entre las manos, era etéreo y abstracto. Nunca había sabido responderse a sí mismo más que con niñerías inespecíficas como magia, aventura… y algo más. Y era eso precisamente, lo que le daba la respuesta.
  -Lo he decidido. Mentiría si dijera que no hay nada que quiera entre estos muros, pero desde luego no es lo que anhelo.
  -¿Y qué es eso? ¿Qué es aquello que “cualquier cosa que desees” no puede abarcar?
  Gayo le miró con una sonrisa.
  -Seguir avanzando.
  Dicho esto, el chico anduvo hasta el borde del portal, y después lo atravesó. La luz le hizo paso sin oponer resistencia, y luego le engulló por completo hasta que se volvió parte de ella.
  Nadie supo nunca qué fue de Gayo. Nadie sabe con certeza como vivió, lo que vio, si se arrepintió o dónde acabó. Tal vez la respuesta no importe. Tal vez ni siquiera exista.


“Para crecer en la vida, hay tres enemigos a superar. Primero el miedo, que nos congela y paraliza, que nos asfixia y nos lleva lentamente a la muerte; después está el dolor de intentarlo, el esfuerzo de perseverar en el intento o dar media vuelta y afrontar el fracaso; por último, una vez conseguida la meta, el más terrible enemigo de los tres, la conformidad, regocijarse en lo alcanzado y no ir más allá… pues la vida continúa mientras tengas un camino que recorrer. Porque si paras, mueres”.

FIN

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