domingo, 17 de julio de 2016

Lo que te pida

- No recuerdo cuándo empezó todo… tal vez ha sido así desde siempre. Nunca fui realmente feliz. A veces estoy contento, es cierto, pero es algo pasajero, volátil, inestable… como agua contenida en hielo.
  El hombre de la bata lo apuntaba todo de manera incesante, como hacía siempre. El chico no recordaba su cara. Nunca le miraba directamente a los ojos, como a casi nadie. Para él, su silueta terminaba a la altura a la que terminaba el uniforme. Para él, estaba junto a un hombre sin rostro, tan real como el resto de personas que le rodeaban.
- Me da la impresión de que siempre te has sentido solo- dijo el psicólogo-. ¿Crees que eso ha tenido algo que ver con tu sentimiento?
- Mucho. Nunca he conectado con nadie, es cierto. Con nadie.
- Con nadie… ¿te incluyes a ti?
  El chico repensó las palabras. El reloj de la consulta, que marcaba diligentemente el comienzo y el fin de cada sesión, una antigualla de cuco marrón bastante grande, fue el único sonido durante cierto tiempo… aparte de la caricia del bolígrafo sobre el bloc de notas.
- Me incluyo a mí- dijo el chico finalmente.
- ¿No has pensado que tal vez sea esa la razón de que no conectes con nadie?
- Cada segundo de mi vida.
  Más escritos.
- ¿Alguna vez te has querido?
  La pregunta sorprendió al chico, tan súbita, tan repentina, tan inesperada como un aullido en la noche. Pero, lo que más le sorprendió, fue la rapidez de su respuesta.
- No.
- Nunca has sido feliz. Nunca te has querido. ¿Crees que lo uno es consecuencia directa de lo otro?
- Es posible… no lo sé. No sé qué viene antes. Siempre ha sido así, desde que tengo uso de razón. Desde pequeño, cuando los niños me hacían cosas malas en el colegio. Desde mi primera decepción amorosa. Desde el primer examen que suspendí. Desde el primer golpe que me di en el cuerpo…
- Sí.- Una pausa-. ¿Qué tal te va el trabajo? ¿Mejor?
- Lo odio. Cada vez más. A los clientes, sus exigencias y malos modos; a mi jefe y su cara de decepción por los resultados; a mis compañeros y sus cuchicheos… a mi labor.
- ¿Y con tus padres? Dijiste que teníais una relación complicada.
- Seguimos igual. No les he perdonado.
- Entiendo… a veces nos cuesta hacer cosas que sabemos que nos vendría bien hacer. Orgullo, miedo… preferimos quedarnos como estamos a arriesgar. Aunque eso no nos haga felices, ¿verdad?
  El chico asintió.
- Creo que llevas mucho tiempo haciendo cosas que no quieres, y omitiendo cosas que quieres hacer. Así, ¿cómo va a ser alguien feliz?
- No lo sé.
- No podemos. El sentimiento no solo va delante de la acción, sino también al revés. Si estamos tristes, no hacemos cosas, pero si no hacemos cosas entristecemos aun más. Es un círculo.
- Ya…
- Un círculo que podemos parar.- El psicólogo arrancó una hoja de su libreta y escribió una frase en ella-. Te propongo algo: a partir de ahora, cuando estés en una situación en la que no te sientas bien, vas a atender a esta nota que te estoy escribiendo. Debes llevarla siempre encima para recordarlo, ¿de acuerdo?
  El psicólogo le tendió el trozo de papel, y el chico lo leyó con calma.
- Parece simple.
- ¿Ves?- le dijo el psicólogo-. No hemos venido aquí para sufrir a largo plazo. Si no, ¿qué sentido tendría vivir o morir? Ha llegado el momento de que tomes las riendas de tu vida, de que trates de exprimir el mundo hasta sus últimas consecuencias. ¿De acuerdo?
  El chico miró la hoja. Los trazos eran nerviosos, deformes y poco estéticos, una letra que  parecía haber pasado por los engranajes de una maquinaria demasiado pesada antes de plasmarse en el papel.
- Gracias, doctor.
  Casi pudo adivinar la sonrisa del hombre.
- No hace falta que me llames así.

El resto del día fue el más ajetreado en la vida del chico. Lo primero que hizo, fue llamar a la oficina donde trabajaba y despedirse voluntariamente.
- He encontrado algo mejor- le dijo a la secretaria-. He encontrado ser feliz.
  Lo siguiente que le tocó, le llevó varias horas de investigación. A través de conocidos y perfiles de redes sociales, logró contactar con un gran número de antiguos compañeros que se habían portado mal con él y les hizo saber cómo le había afectado su comportamiento. Habló durante horas, explicó sus sentimientos en base a los actos abusivos de los demás, y como ello había repercutido en su vida. Apenas le prestaron atención. La mayoría negaban acordarse. Otros le llamaban loco. Unos pocos quisieron hacerle ver que se confundía. De un modo u otro, el chico acabó con su ronda de llamadas, sin estar seguro de si había conseguido algo en los demás, pero sintiendo que había aliviado un poco el peso que durante años le acompañaba.
  Por último, fue a ver a sus padres. Su madre, una mujer con el pelo blanco y largo, cuyo rostro aparentaba muchos menos años de lo que su verdadera edad escondía, le recibió con sorpresa en el umbral de su casa.
- ¡Hijo! Cuanto tiempo… ¿ha pasado algo…?
  El chico le interrumpió con un elocuente gesto de su mano. 
- Sólo quería deciros una cosa. Gracias por lo que habéis hecho por mí, os perdono por el daño que me habéis ocasionado y, sobre todo, pido perdón por aquel que os haya podido hacer yo.  Por favor, díselo también a papá.
  El chico se dio la vuelta y se marchó antes de que la mujer pudiera reaccionar.
  Ya habían acabado las horas de luz, ya se había instalado la noche, ya susurraban los animales nocturnos en las sombras, cuando el chico volvió a su apartamento alquilado y atravesó la puerta.
  El recibidor estaba desordenado y sucio. Vio los muebles descolocados. Vio el alcohol sobre la mesa. Vio la cuerda, gruesa y ávida, en el suelo, junto a la silla. El chico apretó el papel que había recibido aquella mano entre sus dedos.
  Después, por primera vez en muchos años, sintió algo más que la tristeza.

Era una mañana fresca y soleada de primavera. Desde hacía unos días, las lluvias habían dejado paso al sol, contribuyendo a un clima agradable y templado en toda la ciudad.
  La luz entraba por las ventanas abiertas, recorriendo la destartalada habitación, apenas poblada con algunos trastos descuidados. La sombra bailaba lentamente de un lado a otro, luego al mismo, como un péndulo movido por una racha caprichosa de aire. Las cámaras de los peritos disparaban sin descanso.
  El inspector Rodolfo Sanchís contemplaba el cadáver colgado con sus oscuros ojos marrones, mientras mascaba un chicle sin pudor. La soga había quedado tan hundida alrededor del cuello que parecía emerger de su cuerpo; la punta de los pies casi acariciaba el suelo, suspendidas solo unos centímetros por encima; la cara del chico era un rictus despiadadamente tenso, de ojos abiertos e inyectados en sangre y lengua fuera. A juzgar por la expresión de sus pómulos, parecía estar sonriendo. El policía se preguntó si eso sería posible.
  Tras unos minutos de espera, una oficial uniformada se presentó ante el hombre. Era joven, de media melena morena recogida en un moño.
- Inspector, ya tenemos el informe del forense sobre…
- Me da igual su nombre- dijo Sanchís, tajante, con el tono de voz ronco que le caracterizaba-. Es un muerto. Punto.
  La chica torció el gesto, visiblemente contrariada ante la falta de respeto. Sin embargo, consiguió tragarse su opinión al respecto y prosiguió.
- No han encontrado indicios de violencia en el cuerpo.
- Otro suicida- dijo el inspector, casi aliviado-. Parece que se va a cerrar pronto este caso.
- El… sujeto no se relacionaba mucho- prosiguió la policía-. Sólo de casa al trabajo. Al parecer, horas antes del suceso se despidió, llamó a unas cuantas personas e incluso visitó a sus padres.
- Querría dejarlo todo atado antes de quitarse de en medio. O a lo mejor buscaba que alguien hablara de él cuando la palmara.
- Hemos confirmado que no estaba en tratamiento de ningún tipo, no visitaba a ningún especialista. Tampoco hay antecedentes de enfermedad mental, aunque los vecinos dicen que a veces parecía hablar solo por las escaleras.
- El típico chalado.
  El reloj de pared, un cuco marrón que al inspector le pareció horrible, envolvía la sala con su incesante sonido cada vez que los improperios del hombre propiciaban algún silencio.
- Sólo una cosa más- añadió la policía-. Han encontrado una nota en su mano. Los expertos confirman que se trata de su propia letra.
  La mujer le tendió al hombre un trozo de papel arrugado. Éste lo recogió con sus sucios dedos, ásperos y de uñas descuidadas y amarillentas.
  El inspector le echó un vistazo rápido. Una carcajada hosca, como el sonido procedente de una alimaña, escapó de su garganta.
- ¡Qué apropiado…! Caso cerrado.
  El inspector tiró la nota al suelo de manera burda. Durante unos instantes, y antes de que la policía se agachara a recogerla del suelo para devolverla al archivo de “pruebas”, pudo leerse el contenido del folio.
  “Haz lo que te pida el cuerpo”

FIN

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